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24 - El quinto elefante - Terry Pratchett - tet...doc
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07.09.2019
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Vimes entró arrastrándose en el dormitorio. Sybil llevaba otro vestido azul, una tiara y una expresión tirante.

—¿Es algo elegante? —preguntó Vimes—. Creí que si me ponía una camisa limpia…

—Tu uniforme de gala oficial está en el vestidor —dijo Sybil.

—Ayer fue un día bastante largo…

—Esto es una coronación, Samuel Vimes. ¡No es una ven-como-quieras! Ve y vístete, rápido. Incluyendo, y no quiero haber de decirlo dos veces, el yelmo con plumas.

—Pero no las medias rojas —dijo Vimes, con loca esperanza—. ¿Por favor?

—Las medias rojas, Sam, iban incluídas sin necesidad de mencionarlas.

—Donde iban es en las rodillas —dijo Vimes, pero era la queja del derrotado.

—Llamaré a Igor para que te ayude.

—Las cosas tienen que estar muy mal si no puedo ponerme mis propias medias, cariño, muchas gracias.

Vimes se vistió a toda prisa, con la oreja atenta a…

…cualquier cosa. Algún crujido en un sitio equivocado, quizás.

Al menos esto era un uniforme de la Guardia, incluso si tenía zapatos con hebilla. Incluía una espada. El traje de duque no permitía ninguna, lo que siempre le había parecido a Vimes increíblemente estúpido. Te convertías en duque por ser un guerrero, y luego no te daban nada con lo que luchar.

Hubo un tintineo de cristal en el dormitorio, y Lady Sybil se sorprendió de ver a su marido entrar corriendo con la espada levantada.

—¡Se me ha caído el tapón de una botella de perfume, Sam! ¿Qué te pasa? ¡Hasta Angua dice que probablemente está a kilómetros y en un estado en el que no puede causar problemas! ¿Por qué está tan nervioso?

Vimes bajó la espada e intentó relajarse.

—Porque nuestro Wolfgang es un condenado bravucón de botella, cariño. Conozco a los de su clase. Cualquier persona normal se irían arrastrando si reciben una paliza. O al menos tendrían el sentido común de quedarse quietos en el suelo. Pero a veces te encuentras uno que simplemente no se largará. Cobardes debiluchos que molestarían a Detritus. Pequeños mlavados pesos gallo que romperían una botella en un bar e intentarían atacar a cinco guardias a la vez. ¿Sabes lo que quiero decir? Idiotas que continuarían peleando mucho después de que deberían de haber parado. La única forma de dejarlos tendidos es cargárselos.

—Creo que reconozco la clase, sí —dijo Lady Sybil, con una ironía que no hubiera usado con Sam Vimes hasta varios días atrás. Se sacó algunos hilos de su capa.

—Va a volver. Lo puedo sentir en mi agua —murmuró Vimes.

—¿Sam?

—¿Sí?

—¿Puedes prestarme atención un par de minutos? Wolfgang es problema de Angua, no nuestro. De verdad que necesito hablar contigo con tranquilidad un rato sin que salgas a perseguir hombres lobo —dijo, como si esto fuera un mínimo defecto de carácter, como la tendencia a dejar las botas donde la gente pueda tropezar con ellas.

—Eh, me persiguen a mí —señaló.

—Pero siempre hay gente que encuentran muerta o intentando matarte a ti…

—Yo no les pido que lo hagan, cariño.

—Sam, voy a tener un bebé.

La cabeza de Vimes estaba llena de hombres lobo y su circuito marital automático ya estaba listo para responder con un «Sí, cariño» o «Cógelo del color que quieras» o «Haré que alguien venga a arreglarlo». Afortunadamente, su cerebro tenían su propio sentido de la supervivencia, y, dado que no quería residir en un cráneo aplastado por una lámpara de noche, volvió a escribir las palabras de Sybil al rojo vivo en su ojo interior, y luego fue a esconderse.

Eso por eso que la respuesta fue un débil:

—¿Qué? ¿Cómo?

—De la forma normal, espero.

Vimes se sentó en la cama.

—¿Justo… ahora no?

—Lo dudo mucho. Pero la Señora Dicha dice que es definitivo, y ha sido comadrona más de cincuenta años.

—Oh —Algunas funciones cerebrales más volvieron a funcionar lentamente—. Bien. Eso está… bien.

— Probablemente tardará algo en ser visible.

—Sí —otra neurona se encendió—. Eh, todo va a ir bien, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—Eh, tú eres bastante, no es como si… tú…

—Sam, mi familia ha sido criada para procrear. Es una tradición aristocrática. Por supuesto que todo irá bien.

—Oh. Perfecto.

Vimes se sentó y se quedó con la mirada fija. Su cabeza parecía un gran mar que acabara de ser partido por un profeta. Donde debería haber actividad, sólo había arena desnuda, y de tanto un pez que se sacudía. Pero grandes olas se tamabaleaban a cada lado, y en un minuto caerían y provocarían que las ciudades de cientos de kilómetros alrededor se inundaran.

Más cristal tintineó, en algún sitio escaleras abajo.

—Sam, Igor probablemente ha dejado caer algo —dijo Sybil, viendo su expresión—. Eso es todo. Probablemente ha tirado un vaso.

Oyeron un gruñido, y un grito abruptamente cortado.

Vimes saltó de la cama.

—¡Cierra la puerta después de que haya salido, y apoya la cama contra ella! —se detuvo un instante en la puerta—. ¡Sin hacer esfuerzos! —añadió, y corrió hacia las escaleras.

Wolfgang corría a través el vestíbulo.

Esta vez, estaba diferente. Orejas de lobo salían de un cabeza que aún era humana. El pelo le había crecido alrededor como una melena. Le faltaban partes de pelo en la piel, mayormente cubiertas de sangre.

El resto de él… estaba teniendo problemas en decidir qué era. Un brazo intentaba ser una pata.

Vimes quiso coger su espada y recordó que estaba en la cama. Rebuscó en sus bolsillos. Sabía cuál era la otra cosa que había, porque recordaba cogerla de la mesa del vestidor…

Sus dedos se cerraron alrededor de su plaza. La sacó.

—¡Quieto! ¡En nombre de la ley!

Wolfgang lo miró, con un ojo brillando amarillento. El otro estaba hecho una porquería.

—Hola, Civilizado —gruñó—. Me esperabais, ¿eh?

Se internó en el pasillo que llevaba a la habitación en la que yacía Zanahoria. Vimes intentó alcanzarlo, vio dedos coronados con garras agarrar la puerta y arrancarla de su marco.

Zanahoria intentaba coger su espada.

Y entonces Wolfgang caía hacia atrás bajo todo el peso de Angua. Ambos aterrizaron en el vestíbulo, una bola rodante de pelo, garras y dientes.

Cuando un hombre lobo lucha contra un hombre lobo, hay ventajas en ambas formas. Es una eterna pugna para conseguir una posición en la que las manos venzan a las garras. Y las formas corporales tienen su propia vida, un atributo peligroso si se permite actuar sin control. Un instinto gatuno es saltar sobre cualquier cosa que se mueva, pero eso no es una acción apropiada si lo que se está moviendo es la mecha ardiendo de un explosivo. La mente ha de luchar contra su propio cuerpo para obtener el control y contra el otro cuerpo para sobrevivir. Pon todo esto junto, y el ruido sugiere que hay cuatro criaturas en una giratoria bola de furia. Y cada uno se ha traído a varios amigos. Y a ninguno le gustan los del otro.

Una sombra hizo que Vimes se girara. Detritus, en una armadura brillante, apuntaba la Trituradora por encima de la balaustrada.

—¡Sargento! ¡No! ¡Le darás a Angua también!

—No problemo, señor —dijo Detritus—, porque no matarlos, y todo lo que tener que hacer, saber, ser separar los pedazos que ser de Wolfgang y ponerlos debajo de la cabeza cuando volver a juntarse.

—¡Si disparas eso aquí dentro, sus trozos se mezclarán con nuestros trozos y no habrá trozos grandes! ¡Baja esa condenada cosa!

Wolfgang no podía controlar bien su forma, tal como vio Vimes. No podía conseguir ser totalmente humano o totalmente lobo, y Angua se estaba aprovechando de ello. Se escabullía, se deslizaba… mordiendo.

Pero incluso si puedes tumbarlo, no puedes cargártelo.

—¡Señor Vimes! —Ahora era Cheery, gesticulando urgentemente desde el pasillo que llevaba a la cocina—. ¡Tiene que venir, ahora!

Tenía la cara blanca. Vimes le dio un codazo a Detritus.

—Si se separan, sólo agárralo, ¿de acuerdo? ¡Sólo intenta tenerlo quieto!

Igor estaba tendido en la cocina, rodeado por cristales rotos. Wolfgang debía de haber aterrizado encima de él y desfogado su eterna rabia en un objetivo blando. El parcheado hombre sangraba mucho y tenía la posición de una muñeca que se hubiera tirado con fuerza contra una pared.

—Amo —gimió.

—¿Puedes hacer algo por él, Cheery?

—¡No sabría ni por dónde empezar, señor!

—Amo, teneish que recordar eshto, ¿de acuerdo? —gimió Igor.

—Eh, sí… ¿qué?

—Habéish de ponerme en las tinash de hielo de abajo, y hashédshelo shaber a Igor, ¿entendeish?

—¿Qué Igor? —preguntó Vimes desesperadamente.

—¡Cualquier Igor! —Igor se agarró a la manga de Vimes—. ¡Mi corashón lo tiene, y mi hígado eshtá en buen eshtado, decídshelo! Nada malo con sherebro que una buena deshcarga no pueda arreglar. Igor puede tener mi mano deresha, tiene un cliente eshperando. Ha hecho añosh de buen shervishio mi inteshtino inferior. El ojo izquierdo no musho, pero creo que algún pobre diablo le encontrará un usho. Rodilla deresha cashi nueva. Viejo Prodzky en la carretera valorará la articulashión de mi cadera, decídshelo. ¿Lo tenéish todo?

—Sí, sí, eso creo.

—Perfecto. Recordad… Lo que she va, vuelve algún día…

Igor cayó.

—Se ha ido, señor —dijo Cheery.

Pero pronto estará levantado, con lo pies de alguna otra persona, pensó Vimes. No lo dijo en voz alta. Cheery era blanda de corazón. En lugar de eso, dijo:

—¿Puedes llevarlo a las tinas de hielo? Tal como suena, Angua está ganando…

Volvió corriendo al vestíbulo. Era una ruina. Mientras llegaba, Angua consiguió hacerle una llave de cabeza a Wolfgang y lo estampó contra una columna de madera. Wolf se tambaleó, y ella giró y le barrió las piernas desde abajo con una patada.

Yo le enseñé eso, pensó Vimes, mientras su hermano caía pesadamente contra el suelo. Algo de esa lucha sucia, eso es lucha de Ankh-Morpork, y tanto que lo es.

Pero Wolfgang estaba en pie de nuevo como una pelota de goma e hizo un salto mortal por encima de la cabeza de Angua. Eso lo llevó ante la puerta principal. La abrió de un golpe y se internó en las calles.

Y… eso fue todo. Una habitación llena de destrozos, copos de nieve entrando por una puerta abierta, y Angua sollozando en el suelo.

Vimes la ayudó a levantarse. Sangraba por una docena de lugares. Eso era el máximo diagnóstico que Sam Vimes, que en esos días no estaba acostumbrado a examinar jóvenes desnudas de cerca, creyó poder intentar con un mínimo de decencia.

—Está bien, se ha ido —dijo, porque había de decir algo.

—¡No está bien! ¡Se esconderá un tiempo y volverá! ¡Le conozco! ¡No importará donde vayamos! ¡Lo ha visto! ¡Simplemente nos seguirá el rastro y entonces matará a Zanahoria!

—¿Por qué?

—¡Porque Zanahoria es mío!

Sybil bajó las escaleras, llevando la ballesta de Vimes.

—Oh, pobrecita —dijo—. Ven, veremos que encontramos para cubrirte un poco. Sam, ¿no puedes hacer algo?

Vimes la miró. En lo profundo de la expresión de Sybil había la creencia incondicional de que él podía hacer algo.

Una hora antes había estado desayunando. Diez minutos antes había estado poniéndose su estúpido uniforme. En una habitación real, con su esposa. Y había sido un mundo real, con un futuro real. Y de repente la oscuridad volvía, salpicada de sanguinaria rabia.

Y si se rendía a ella, perdería. Era un grito bestial, en su interior, y Wolfgang era mejor bestia. Vimes sabía que él no tenía el don, la impulsora inmundicia irreflexiva. Más tarde o más temprano, su cerebro empezaría a funcionar, y le mataría.

Quizás, dijo su cerebro, deberías empezar usándome…

—Sssí —dijo—. Sí, creo que yo puedo hacer algo….

Fuego y plata, pensó Vimes. Bueno, la plata es escasa en Uberwald.

—¿Creer que yo deber venir? —preguntó Detritus, que podía entender las señales.

—No, creo… creo que quiero hacer un arresto. No quiero empezar una guerra. Además, tú te has de quedar aquí por si vuelve. Pero podrías prestarme tu cortaplumas.

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