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24 - El quinto elefante - Terry Pratchett - tet...doc
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07.09.2019
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Igor se arrastró hasta un amplio vestíbulo, una de cuyas paredes la ocupaba mayormente una chimenea, y se despidió con una reverencia.

—¿Ha dicho lo que creo que ha dicho? —preguntó Vimes—. ¿Lo de la mano y el hielo?

—No es como suena, señor —dijo Cheery.

—Lo espero. ¡Dioses, mira esa condenada cosa!

Una enorme bandera roja colgaba de las vigas. En su centro había la cabeza negra de un lobo, con la boca llena de estilizados relámpagos de luz.

—Su nueva bandera, me parece —dijo Cheery.

—Pensé que era un emblema con un murciélago de dos cabezas.

—Quizás pensaron que era hora de cambiar, señor…

—¡Ah, Su Excelencia! ¿No está Sybil con vos?

La mujer que había entrado era Angua, pero matizada de alguna forma con los años. Llevaba un largo y ancho vestido verde, muy pasado de moda para los estándares de Ankh-Morpork, aunque hay algunos estilos que nunca quedan anticuados encima de la figura correcta. Se estaba peinando el pelo mientras cruzaba la habitación.

—Ehh, ella se ha quedado en la embajada hoy. Tuvimos un viaje bastante duro. Vos debéis ser la Baronesa Serafine Von Uberwald.

—Y vos sois Sam Vimes. Del que siempre hablan las cartas de Sybil. El Barón no tardará. Habíamos salido a cazar y perdimos la noción del tiempo.

—Tengo entendido que es mucho trabajo, ocuparse de los caballos —dijo Vimes educadamente.

La sonrisa de Serafine se volvió extraña durante un instante.

—Ja. Sí —dijo—. ¿Deseáis que Igor os traiga una bebida?

—No, gracias.

Serafine se sentó en una de las gruesas sillas y le sonrió.

—¿Habéis conocido al nuevo rey, Su Excelencia?

—Esta mañana.

—Creo que está teniendo problemas.

—¿Qué es lo que os hace pensar eso? —preguntó Vimes.

Serafine pareció sorprendida.

—Pensé que todo el mundo lo sabía.

—Bueno, prácticamente sólo llevo aquí cinco minutos —dijo Vimes—. Probablemente eso no me hace contar como «todo el mundo».

Ahora, como le gustó notar, ella parecía confundida.

—Nosotros… sólo hemos oído que había algún problema —dijo.

—Oh, bueno… un nuevo rey, una coronación a organizar… Es normal que haya algunos problemillas —dijo Vimes. Bueno, pensó, así que esto es la diplomacia. Es como mentir, pero a una clase mejor de personas.

—Sí. Por supuesto.

—Angua está bien —dijo Vimes.

—¿Estáis seguro de que no queréis tomar nada? —preguntó Serafine rápidamente, poniéndose en pie—. Ah, aquí está mi marido.

El Barón entró en la habitación como un remolino de viento que había traído consigo a varios perros. Estaban ante él y danzaban a su alrededor.

—¡Hola! ¡Hola! —tronó.

Vimes miró el enorme hombre, no es que fuera gordo, ni alto, sino sólo construido a una escala tal vez un diez por ciento mayor. Más que una cara con barba tenía una barba con pequeños restos de cara que asomaban en el estrecho espacio que había entre el bigote y las cejas. Se acercó a Vimes envuelto en una nube de cuerpos saltarines, pelo y un olor a alfombras viejas.

Vimes estaba preparado para la encajada de manos, pero incluso así tuvo que hacer una mueca cuando sus huesos se soldaron entre sí.

—Magnífico que hayáis venido, ¿eh? ¡Oído mucho de vos!

Pero no lo suficiente, pensó Vimes. Se preguntó si podría volver a utilizar la mano otra vez. Aun le tenía agarrado. Los perros habían transferido su atención a él. Le estaban olfateando.

—El mayor respeto hacia Ankh-Morpork, ¿eh? —dijo el Barón.

—Esto… muy bien —dijo Vimes. La sangre no circulaba más allá de su muñeca.

—¡Sentaos! —ladró el Barón. Vimes había estado intentando evitar la palabra, pero es que era así como el hombre hablaba: cortas e incisivas frases, todas en un tono de exclamación.

Le acompañó hasta una silla y entonces el Barón le soltó la mano y se tendió en la gruesa alfombra, con los excitados perros amontonándose encima de él.

Serafine hizo un ruido intermedio entre un gruñido y el «¡Tch!» de desaprobación típico de las esposas. Obediente, el Barón apartó los perros y se dejó caer en una silla.

—Tenéis que aceptarnos tal como somos —dijo Serafine, sonriendo sólo con la boca—. Siempre hemos sido un hogar muy informal.

—Es un sitio muy bonito —dijo Vimes débilmente, paseando la mirada por toda la habitación. Las cabezas de los trofeos se alineaban en las paredes, pero al menos no había ninguna de troll. Ni tampoco armas. No había lanzas, ni viejas y oxidadas espadas, ni un arco roto, lo que iba prácticamente en contra de la ley sobre decoración de castillos. Observó otra vez la pared, y luego el grabado encima de la chimenea. Y luego bajó la mirada.

Uno de los perros, y Vimes lo tenía claro (usaba la palabra perro simplemente porque estaban dentro de casa y ese era un sitio donde la palabra lobo no era pronunciada habitualmente), le estaba observando. Nunca había visto una expresión tan evaluativa en la cara de ninguna criatura. Le estaba sospesando.

Había algo de familiar en su pelaje dorado claro que formaba una especie de cabellera. De hecho, se parecía mucho a Angua, pero más robusto. Y había otra diferencia, significativamente más horrible. Como Angua, irradiaba una sensación de movimiento contenido; pero mientras que Angua siempre parecía a punto de huir, este parecía a punto de saltar.

—¿La embajada es de vuestro agrado? Nos perteneció, ¿lo sabíais?, hasta que la vendimos a Lord V… Ve…

—Vetinari —completó Vimes, apartando de mala gana los ojos del lobo.

—Por supuesto, vuestra gente ha hecho muchos cambios —continuó la Baronesa.

—Nosotros hemos hecho algunos más —dijo Vimes, recordando todos eso pedazos de brillante madera que habían quedado al quitar los trofeos de caza—. Debo decir que realmente me impresionó el cuarto de bañ… ¿Perdón?

El Barón había casi aullado. Serafine miraba fijamente a su marido.

—Sí —dijo ella fríamente—. Tengo entendido que han hecho interesantes cosas.

—Sois muy afortunados de tener las fuentes termales —dijo Vimes. Y esto también era diplomacia, pensó, cuando dejas que tu boca suelte una cháchara mientras observas los ojos de la gente. Era como ser un policía—. Sybil quiere tomar las aguas en Mal Heisses Mal…

Detrás de él oyó un suave gruñido emitido por el Barón y vio una expresión de enojo cruzar la cara de Serafine por un instante.

—¿He dicho algo que os ha importunado? —preguntó inocentemente.

—Mi esposo está algo indispuesto en este momento —dijo Serafine, con la voz especial de esposa que Vimes sabía que significaba «Se piensa que ahora está bien, pero sólo espera a que me quede solo con él».

—Supongo que es mejor que presente mis credenciales —dijo Vimes, sacando la carta.

Serafine cruzó rápidamente la habitación y la cogió de su mano.

—La leeré —dijo, sonriendo dulcemente—. Por supuesto es una mera formalidad. Todo el mundo ha oído hablar del Comandante Vimes. No quisiera ofenderos, pero nos sorprendió un poco cuando el Patricio…

—Lord Vetinari —dijo Vimes servicialmente, acentuando ligeramente la primera sílaba y oyendo el gruñido en respuesta.

—Sí, por supuesto… dijo que vos vendríais. Esperábamos uno de los más… experimentados… diplomáticos.

—Oh, puedo ofrecer los bocadillos de pepinos como cualquiera —dijo Vimes—. Y si queréis pequeñas bolas de chocolate doradas amontonadas en una pirámide, soy vuestro hombre.

Serafine lo miró largamente con una expresión pétrea.

—Perdonadme, Su Excelencia —dijo—. El Morporkiano no es mi lengua madre y me temo que nos hemos confundido uno al otro. Por lo que sé en vuestra vida real sois un policía.

—En la vida real, sí —dijo Vimes.

—Nosotros siempre hemos estado contra una fuerza policial en Joder —dijo la Baronesa—. Nos da la impresión de que interfiere con las libertades del individuo.

—Bueno, ya he oído ese argumento expuesto —dijo Vimes—. Por supuesto, eso depende de si el individuo en que se está pensando es uno mismo, o el que salta por la ventana del baño —notó la mueca— con la plata de la familia en una bolsa.

—Felizmente, la seguridad nunca ha sido un problema para nosotros —dijo Serafine.

—No estoy sorprendido —dijo Vimes—. Quiero decir… con los muros, las puertas y todas esas cosas.

—De verdad espero que traigáis a Sybil a la recepción de esta noche. Pero me doy cuenta de que os estamos entreteniendo, y sé que debéis tener mucho qué hacer. Igor os mostrará la salida.

—Shí, sheñora —dijo Igor, detrás de Vimes.

Vimes pudo notar como su océano de furia se estrellaba contra los diques de su mente.

—Le diré a la Sargento Angua que habéis preguntado por ella —dijo, poniéndose en pie.

—Naturalmente —dijo Serafine.

—Pero justo ahora lo que de verdad quiero es un relajante baño —dijo Vimes, y observó con satisfacción que tanto el Barón como su esposa se echaron hacia atrás—. Buenos días.

Cheery caminó a su lado mientras cruzaban el vestíbulo.

—No digas nada hasta que hayamos salido de aquí —siseó Vimes.

—¿Señor?

—Porque quiero salir de aquí —dijo Vimes.

Varios de los perros les habían seguido hasta la salida.

No gruñían, no enseñaban los dientes, pero venían con más resolución de la que Vimes acostumbraba a asociar con los olfateadores de esquinas en general.

—He pueshto el paquete en la carrosha, Shu Eshelenshia —dijo Igor, abriendo la puerta, y saludando con la mano en la frente.

—Me aseguraré de dárselo a Igor —dijo Vimes.

—Oh, no a Igor, sheñor. Eshte esh para Igor.

—Oh, muy bien.

Vimes miró por la ventana mientras los caballos se alejaban. El lobo de pelaje dorado había venido hasta los escalones y les observaba marcharse.

Se apoyó en el respaldo del asiento mientras dejaban atrás el castillo y cerró los ojos. Cheery fue lo bastante lista como para quedarse en silencio.

—Ninguna arma en las paredes, ¿te has dado cuenta? —dijo Vimes, un rato después. Aún tenía los ojos cerrados, como si estuviera mirando un cuadro detrás de sus párpados—. La mayoría de castillos como ese tienen las cosas colgando por todas partes.

—Bueno, son hombres lobo, señor.

—¿Angua habla alguna vez de sus padres?

—No, señor.

—Que ellos no querían hablar de ella era evidente —Vimes abrió los ojos—. ¿Enanos? —dijo—. Siempre me he llevado bien con los enanos. Y hombres lobo… bueno, nunca he tenido ningún problema con los hombres lobo. Así que ¿por qué la única persona que no ha intentado destrozarme hoy ha sido la chupasangre de la vampiresa?

—No lo sé, señor.

—Vaya chimenea más grande que tenían.

—A los hombres lobo les gusta dormir delante del fuego por la noche, señor —explicó Cheery.

—La verdad es que el Barón no parecía muy cómodo en un silla, de eso me he dado cuenta. ¿Y qué era ese lema grabado en la enorme repisa de la chimenea? «Homini…»

—«Homo homini lupus», señor —dijo Cheery—. Significa «El hombre es un lobo para el hombre».

—¡Ja! ¿Cómo es que no te he ascendido, Cheery?

—Porque me avergüenza gritarle a la otra gente, señor. Señor, ¿ha visto una cosa extraña en los trofeos que tenían colgados?

Vimes cerró los ojos otra vez.

—Un ciervo, osos, algún tipo de león de montaña… ¿A qué te refieres, cabo?

—¿Ha visto algo más abajo?

—Veamos… creo que sólo había la pared.

—Sí, señor. Con tres ganchos. Puede figurárselos.

Vimes dudó.

—¿Quieres decir —preguntó receloso—, tres ganchos que podrían haber tenido trofeos hasta que los han quitado?

—Ese tipo de ganchos, sí, señor. Sólo que a lo mejor aún no han colgado las cabezas.

—¿Cabezas de troll?

—¿Quién sabe, señor?

La carroza entró en la ciudad.

—Cheery, ¿aún tienes ese chaleco plateado de cota de malla que solías llevar?

—Ehh, no, señor. Dejé de llevarlo porque me pareció desleal con Angua. ¿Por qué?

—Sólo un pensamiento pasajero. Oh, dioses, ¿es el paquete de Igor lo que tengo debajo del asiento?

—Creo que sí, señor. Pero, oiga, conozco a los Igors. Si eso es una mano de verdad, el propietario original ya no la usaba, créame.

—¿Qué? ¿Cortan pedazos de muertos?

—Mejor que no sean vivos, señor.

—¡Sabes a qué me refiero!

—Señor, se considera de buena educación que, si uno de los Igors te ha ayudado, pongas en tu testamento que pueden proveerse de cualquier… parte que pueda servir a otra persona. Nunca piden dinero. La gente sólo lleva unas tarjetitas. Se les respeta mucho en Uberwald. Muy buenos hombres con un escalpelo y una aguja. La verdad es que es como una vocación.

—¡Pero están cubiertos de cicatrices y suturas!

—No le harán a nadie nada que no hayan probado antes en sí mismos.

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