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24 - El quinto elefante - Terry Pratchett - tet...doc
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07.09.2019
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Vimes pensó de la malvada minúscula arma que había en la almohada.

—No se os tratará mal. Así lo hacemos nosotros —dijo Dee—. Volveré cuando tenga noticias.

—Hey…

Pero Dee ya era sólo una forma en retirada en la luz crepuscular, casi inexistente.

En el calabozo de Vimes la luciérnaga lo hacía lo mejor posible. Pero todo lo que conseguía era convertir la oscuridad en una variedad de sombras verdes. Podías caminar sin golpearte con las paredes, pero eso era a todo lo que llegaba.

Un disparo que nadie sabía que tenía.

Eso probablemente le llevaría fuera del calabozo. En un pasillo. Bajo tierra. Todo lleno de enanos.

Por otro lado, era sorprendente cómo las evidencias se podían poner en tu contra cuando la gente se empeñaba en ello.

De todos modos, ¡Vimes era un embajador! ¿Qué le había ocurrido a la inmunidad diplomática? Pero eso es difícil de discutir cuando uno se enfrenta con gente sin complicaciones y armada. Había una probabilidad de que quisieran comprobar si era verdad.

Un disparo que nadie espera…

Un rato después se oyó un ruido de llaves y la puerta se abrió. Vimes pudo vislumbrar la forma de dos enanos. Uno sostenía un hacha, el otro llevaba una bandeja.

El enano del hacha indicó con la mano a Vimes que retrocediera.

Un hacha no era una buena idea, pensó Vimes. Era siempre el arma que escogían los enanos, pero no era sensata en un espacio cerrado.

Levantó las manos y, mientras el otro enano se acercaba cuidadosamente al bloque de piedra, colocó las manos detrás de su cuello.

Estos enanos desconfiaban de él. A lo mejor no veían humanos muy a menudo. Recordarían a éste.

—¿Queréis ver un truco? —preguntó Vimes.

¿Grz'dak?

—Mirad esto —dijo Vimes, y movió las manos rápidamente mientras cerraba los ojos justo antes de que la cerilla se encendiera.

Oyó como caía el hacha, cuando su propietario intentó cubrirse la cara. Eso era un premio extra, pero no había tiempo de agradecérselo al dios de los hombres desesperados. Vimes se lanzó en plancha y pegó una patada tan fuerte como pudo, y oyó un bufff de aliento perdido. Luego se lanzó contra el parche de oscuridad que contenía el otro enano, encontró una cabeza y la estrelló contra una pared invisible.

El primer enano estaba intentando levantarse. Vimes lo buscó a tientas en la penumbra, lo levantó agarrándolo por el chaleco y le dijo con voz áspera:

Alguien me ha dejado un arma. Querían que te matara. Recuérdalo. Podría haberte matado.

Le pegó un puñetazo al enano en el estómago. No era el momento de seguir las normas del Marqués de Fantaillé44.

Luego se giró, agarró la pequeña jaula que contenía la luciérnaga y se dirigió hacia la puerta.

Había una sensación de un corredor, alargándose en ambas direcciones. Vimes se detuvo sólo el tiempo necesario para notar la corriente de aire en su cara y se dirigió en esa dirección.

Otra luciérnaga estaba colgando en una jaula un poco más allá. Iluminaba, si tan brillante palabra podía ser usada para una luz que meramente hacía la oscuridad menos negra, una gran abertura circular en la que un ventilador giraba lentamente.

Las aspas iban tan lentas que Vimes pudo cruzar entre una y otra, hacia la aterciopelada caverna que había detrás.

Alguien verdaderamente quiere que muera, pensó, mientras avanzaba lentamente tocando con los dedos la invisible pared más cercana, con su cara dirigida a la corriente. Un disparo que nadie está esperando… pero alguien lo estaba esperando, ¿verdad?

Si quieres que un prisionero salga de chirona, entonces le das una llave, o una lima. No le das un arma. Una llave conseguiría hacerlo salir. Un arma conseguiría que lo mate.

Se detuvo, con un pie sobre el vacío. La luciérnaga reveló un gran agujero en el suelo. Tenía la enorme succión de las profundidades.

Entonces sujetó la jaula del insecto con los dientes, tomó unos pasos de carrerilla y juzgó completamente fatal la distancia. Golpeó el otro lado del agujero con cada costilla, con los dos brazos planos en el suelo que había al otro lado del hoyo.

Un poco del sentido del humor de Ankh-Morpork siseó entre sus dientes.

Forcejeó hasta que consiguió poder volver a ponerse de pie en el suelo de la caverna y recuperar el aliento. Luego sacó la ballesta de un disparo de su bolsillo, la disparó hacia el suelo, la arrojó al agujero (rebotó de pared en pared durante un rato) y continuó andando, manteniendo la cara en dirección al aire frío.

Ya no estaba en un túnel. Esto era el fondo de un pozo. Pero el brillo verdoso le permitió ver algo acumulado en medio.

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