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24 - El quinto elefante - Terry Pratchett - tet...doc
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07.09.2019
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Vimes se giró cuando escuchó un débil sonido a su espalda.

Un lobo enorme estaba plantado al borde de la luz del fuego. Le estaba mirando fijamente. No era sólo la mirada de un animal clasificándoles en la categoría de comida/amenaza/cosa. Detrás de esa mirada, giraban unas ruedas dentadas. Y había un perro callejero pequeño pero bastante engreído a su lado, rascándose furiosamente.

—¿Ese es Gaspode? —preguntó Vimes—. ¿El perro que siempre ronda por el Cuartel de la Guardia?

—Sí, él… me ha ayudado a llegar aquí —dijo Zanahoria.

—No quiero preguntar —dijo Vimes—. En cualquier momento se va a abrir una puerta en un árbol y Fred y Nobby van a salir por ella, ¿verdad?

—Espero que no, señor.

Gavin se tendió a poca distancia del fuego y comenzó a observar a Zanahoria.

—¿Capitán? —dijo Vimes

—¿Sí, señor?

—Te darás cuenta de que no te he presionado en por qué tu y también Angua estáis aquí.

—Sí, señor.

—¿Y bien? —dijo Vimes. Y ahora reconoció la mirada de Gavin, incluso si estaba en una cara de forma inusual. Era la mirada del caballero descansando tranquilamente en una esquina junto a un banco, mirando las idas y venidas, viendo cómo funcionaba el lugar.

—Estaba admirando su diplomacia, señor.

—¿Mmm? ¿Qué? —dijo Vimes, todavía mirando al lobo.

—Admiraba la forma en la que evitaba hacer preguntas, señor.

Angua se acercó al fuego. Vimes vio como miraba por todo el círculo de luz y se ponía de cuclillas en la nieve exactamente a medio camino entre Zanahoria y Gavin.

—Ahora están a kilómetros. Oh, hola, señor Vimes.

Hubo más silencio.

—¿Alguien me va a contar algo? —preguntó Vimes.

—Mi familia está intentando trastocar la coronación —dijo Angua—. Trabajan con algunos enanos que no quieren… que quieren mantener Uberwald separada.

—Creo que eso ya lo había descubierto. Correr por tu vida en un bosque con un frío de muerte te da un poco de comprensión.

—He de decirle, señor, que mi hermano mató a los hombres de la torre del telégrafo. Su olor está por todas partes allí.

Gavin hizo un ruido con la garganta.

—Y a otro hombre que Gavin no reconocía, pero que se pasaba mucho tiempo escondido en el bosque y observando nuestro castillo.

—Creo que ese debía ser un hombre llamado Sleeps. Uno de nuestros… guardias —dijo Vimes.

—Lo hizo bien. Consiguió llegar a un bote unos kilómetros río abajo. Desafortunadamente había un hombre lobo esperándole dentro.

—A mí una catarata —dijo Vimes.

—¿Permiso para hablar honestamente, señor? —pidió Angua.

—¿No lo haces siempre?

—Le podrían haber cogido en cualquier momento que hubiesen querido, señor. Realmente, habrían podido. Querían que usted llegara lo más cerca posible de la torre antes de que de verdad atacaran. Creo que Wolfgang pensó que sería encantadoramente simbólico o algo así.

—¡Me cargué a tres!

—Sí, señor. Pero no podría haberse encargado de tres a la vez. Wolfgang se estaba divirtiendo. Así es como siempre ha jugado a la caza. Es bueno en pensar por adelantado. Le gustan las emboscadas. Le gusta que una pobre alma consiga llegar a unos metros de la meta final antes de saltarle encima —Angua suspiró—. Oiga, señor, no quiero que haya problemas…

—¡Ha estado matando gente!

—Sí, señor. Pero mi madre es sólo una snob bastante ignorante y mi padre está medio ido. Se pasa tanto tiempo como lobo que ya casi no sabe actuar como un humano. No viven en el mundo real. De verdad creen que Uberwald puede continuar igual. No hay mucho aquí arriba, la verdad, pero es nuestro. Wolfgang es un idiota asesino que piensa que los hombres lobo han nacido para gobernar. El problema, señor, es que no ha quebrantado la tradición.

—¡Oh, dioses!

—Apuesto que puede encontrar un montón de testigos que dirán que le dio a todo el mundo el principio que la tradición requiere. Son las reglas del juego.

—¿Y entrometerse en los asuntos de los enanos? ¡Ha robado la Torta, o la ha cambiado o… algo, aún no lo he averiguado, pero un pobre enano ya está muerto por eso! ¡Cheery y Detritus están bajo arresto! ¡Iñigo ha muerto! ¡Sybil está encerrada en algún sitio! ¿Y me estás diciendo que todo está Bien?

—Las cosas son distintas aquí, señor —dijo Zanahoria—. No fue hasta hace diez años que sustituyeron el juicio con ordalías por el juicio con abogados, y eso es sólo porque encontraron que los abogados eran más repugnantes.

—Tengo que volver a Joder. Si le han hecho daño a Sybil no me voy a preocupar de qué condenada tradición haya.

—¡Señor Vimes! ¡Parece rendido, tal como está! —dijo Zanahoria.

—Iré igualmente. Venga. Haz que algunos lobos tiren del trineo…

—No haces que tiren, señor. Le pides a Gavin si quieren hacerlo —dijo Zanahoria.

—Oh. Eh, ¿le puedes explicar la situación?

Estoy de pie en medio de un bosque helado, pensó Vimes un momento después, mirando cómo una joven bastante atractiva tiene una conversación a gruñidos con un lobo que la mira. Esto no ocurre a menudo. No en Ankh-­Morpork, al menos. Es probablemente algo que pasa cada día aquí arriba.

Finalmemte seis lobos permitieron que les pusieran el arnés, y subieron a Vimes por la colina hacia el camino.

—¡Quietos!

—¿Señor? —preguntó Zanahoria.

—¡Quiero un arma! ¡Tiene que haber algo en la torre que pueda usar!

—¡Señor, puede usar mi espada! Y hay las… lanzas de caza.

—¿Sabes dónde te puedes meter las lanzas?

Vimes abrió la puerta de la base de la torre de una patada. Nieve fresca había entrado, suavizando los bordes de las huellas de lobos y humanos.

Se sentía borracho. Partes de su cerebro se encendían y se apagaban. Sentía sus ojos parecia como si estuvieran bordeados con tejido de toallas. Sus piernas estaban sólo vagamente bajo su control.

Seguramente los del telégrafo debían tener algo.

Incluso los sacos y los barriles habían desaparecido. Bueno, había muchos campesinos por las colinas, y el invierno se aproximaba, y los hombres que habían estado aquí sin duda ya no iban a usar la comida. Incluso Vimes no llamaría a eso robo.

Subió al otro piso. La previsora gente del bosque también habían estado aquí. Pero no habían sacado las manchas de sangre del suelo, o el pequeño sombrero circular de Iñigo que inexplicablemente estaba clavado en la pared de madera.

Lo sacó y vio donde el fino fieltro del ala del sombrero había sido quitado para revelar el borde afilado como una cuchilla.

Un sombrero de asesino, pensó. No, no un sombrero de asesino. Recordó las peleas callejeras que había visto cuando era un niño, entre los bebedores que pensaban que las peleas a puñetazo limpio eran demasiado elegantes. Algunos habrían cosido una cuchilla de afeitar en el ala de su sombrero, para un poco de ayuda en un tumulto. Éste era el sombrero de un hombre que siempre buscaba ese filo extra.

Aquí no había funcionado.

Lo dejó caer al suelo y entonces vio, en la oscuridad, la caja de bengalas. Incluso eso había sido saqueado, pero lo único que habían hecho había sido esparcir los cohetes por el suelo. Sólo los dioses sabían lo que los desvalijadores habían creído que eran.

Los volvió a poner en la caja. Iñigo tenía razón, al menos. Un arma tan inexacta que probablemente no le daría a la puerta de un granero desde dentro del granero, no era buena como arma. Pero también había otras cosas esparcidas alrededor. Los hombres que habían vivido aquí habían dejado algunos objetos personales. Había habido cuadros clavados en las paredes. Había un diario, una pipa, los útiles de afeitar de alguien. Las cajas habían sido volcadas en el suelo…

—Deberíamos irnos, señor —dijo Zanahora desde la escalera.

Habían sido asesinados. Se les había enviado a correr en la oscuridad con monstruos en sus talones, y después algunos campesinos con la cara blanca que no habían hecho nada para ayudar habían venido aquí a coger las cosas que habían dejado.

¡Diablos! Vimes gruñó y lo metió todo en una caja que acercó arrastrando a la escalera.

—Vamos a llevar esto a la embajada —dijo—. No voy a dejar nada aquí para los saqueadores. Ni se te ocurra discurtir conmigo.

—Ni en sueños, señor. Ni en sueños.

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