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24 - El quinto elefante - Terry Pratchett - tet...doc
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07.09.2019
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Vimes se detuvo.

—¿Zanahoria? Ese lobo y Angua… —hizo una pausa. ¿Cómo demonios continuabas una frase así?

—Son viejos amigos, señor.

—¿Lo son?

En la cara de Zanahoria no hubo nada que no fuera la habitual expresión completamente honesta.

—Oh… nosotros… está bien —terminó Vimes.

Un minuto después estaban otra vez en camino. Angua corría como loba al frente del trineo, al lado de Gavin. Gaspode se había enroscado bajo las mantas.

Y allá voy otra vez, pensó Vimes, compitiendo contra la puesta de sol. Los dioses saben por qué. Estoy en compañía de una mujer lobo y un lobo que tiene peor aspecto, y sentado en un trineo tirado por lobos que no puedo dirigir. Intenta consultar eso en un manual.

Se adormeció entre las mantas, con los ojos medio cerrados mirando el disco del sol parpadeando entre los pinos.

¿Cómo podías robar la Torta de su cueva?

Había dicho que había docenas de formas, y las había, pero todas eran arriesgadas. Todas dependían demasiado de la suerte y de los guardias amodorrados. Y esto no parecía ser un crimen que confiara en la suerte. Había de funcionar.

La Torta no era importante. Lo importante era que los enanos acabaran en desacuerdo: sin rey, con discusiones violentas y luchas en la oscuridad. Y Uberwald también permanecería a oscuras. Y parecía importante que el Rey fuera culpado. Después de todo, él era que el que había perdido la Torta.

Fuera el que fuera el plan, había de hacerse rápidamente. Bueno, la torre del telégrafo podría haber sido útil. ¿Qué había dicho Wolfgang? ¿«Esos inteligentes hombres en Ankh-Morpork»? No enanos, sino hombres.

Caucho Sonky, flotando en su tina…

Hundías en la tina una mano de madera y sacabas un guante. Una mano en un guante…

No es dónde lo pones, sino dónde se piensa la gente que está. Eso es lo que importa. Esa es la magia.

Recordó el primer pensamiento que tuvo cuando vio a Cheery mirando el suelo de la Cueva de la Torta, y los pequeños policías de la cabeza de Vimes empezaron a vociferar.

—¿Qué, señor? —preguntó Zanahoria.

—¿Mmm? —Vimes obligó a sus ojos a abrirse.

—Acaba de gritar, señor.

—¿Qué he gritado?

—Ha gritado: «La jodida cosa nunca fue jodidamente robada», señor.

—¡Cabronazos! ¡Sabía que casi lo tenía! ¡Todo encaja si no piensas como un enano! Asegurémonos que Sybil está bien y luego, capitán, iremos a…

—¿Patear culos, señor?

—¡Exacto!

—Sólo una cosa, señor…

—¿Qué?

—Usted es un criminal en fuga, ¿no?

Por un momento sólo se escuchó en sonido de los patines deslizándose sobre la nieve.

—Bue-e-e-no —dijo Vimes—, esto no es Ankh-Morpork, lo sé. Todo el mundo me lo dice a cada momento. Pero, capitán, dondequiera que estés, dondequiera que vayas, los guardias son siempre guardias.

Una solitaria luz ardía en una ventana. El Capitán Colon se sentó al lado de la vela, mirando a la nada.

Las reglas exigían que el Cuartel de la Guardia estuviera en servicio activo a todas horas, y eso es lo que estaba haciendo.

El entarimado del piso crujió al ponerse en una nueva posición. Desde hacía varios meses lo habían pisado las veinticuatro horas del día, porque en el despacho principal siempre había habido como mínimo una docena de personas. Las sillas, acostumbradas también a ser calentadas continuamente por una repetición de traseros, gemían suavemente al enfriarse.

Sólo había un pensamiento rondado por la cabeza de Fred Colon.

El señor Vimes se va a enfadar mucho. Se va a poner como una fiera46.

Su mano bajó haci la mesa y volvió inmediatamente, mientras continuaba mirando al frente.

Se oyó el crujido de un terrón de azúcar siendo comido.

La nieve volvía a caer. El guardia que Vimes había bautizado Colonesque se apoyaba en su garita al lado de la puerta de Joder que daba hacia el Eje. Había perfeccionado el arte, y era una forma artística, de dormir de pie y con los ojos abiertos. Era una de las cosas que aprendías en las interminables noches.

Una voz femenina al lado de su oreja dijo:

—Veamos, esto puede ir de dos formas.

La posición del guardia no cambió. Continuó mirando al frente.

—No has visto nada. Eso es verdad, ¿no? Sólo asiente.

Asintió, una vez.

—Buen tipo. No me has oído llegar, ¿verdad? Sólo asiente.

Asentimiento.

—Así que no sabrás cuándo me he ido, ¿no? Sólo asiente.

Asentimiento.

—Tú no quieres problemas. Sólo asiente.

Asentimiento.

—No te pagan suficiente por esto. Sólo asiente.

Esta vez el asentimiento fue bastante enfático.

—Haces más guardias nocturnas de las que deberías, además.

A Colonesque se le cayó la mandíbula. Fuera quien fuera que le hablaba desde las sombras, sin duda estaba leyendo su mente.

—Buen tipo. Tú te quedas aquí plantado, pues, y te aseguras de que nadie robe la puerta.

Colonesque se aseguró de continuar mirando al frente. Oyó los golpes y crujidos que hacía la puerta al abrirse y cerrarse.

Se le ocurrió que el que le había hablado de hecho no le había mencionado cuál era la otra forma, y eso lo aliviaba bastante.

—¿Cuál era la otra forma? —preguntó Vimes, mientras corrían por la nieve.

—Hubiéramos buscado otro camino para entrar —dijo Angua.

Había poca gente en las calles, que volvían a emblanquecerse con la nueva nieve, excepto donde volutas de vapor escapaban del ocasional enrejado. En Uberwald, por lo que parecía, la puesta de sol suponía su propio toque de queda. Lo cual era bueno, porque Gavin no paraba de gruñir en voz baja.

Zanahoria volvió de la próxima esquina.

—Hay enanos de guardia alrededor de toda la embajada —dijo—. No parecen abiertos a negociaciones, señor.

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