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24 - El quinto elefante - Terry Pratchett - tet...doc
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07.09.2019
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Vimes sintió un hilillo de hielo supercalentado bajar por su columna vertebral.

—¿Llevado? —preguntó con voz ronca.

—Bueno, sí —Tantony retrocedió ante la expresión de Vimes—. ¡Conocía a la Baronesa, señor! Dijo que eran viejas amigas! ¡Dijo que lo solucionarían todo! Y entonces… —La voz de Tantony se convirtió en un murmullo que se desvaneció hasta ser silencio al mirar la cara de Vimes.

Cuando Vimes habló, su monótona voz fue tan amenazadora como una lanza.

—¿Tú te estás aquí plantado con tu peto brillante y tu casco idiota y tu espada sin ni una melladura en toda la hoja y tus estúpidos pantalones y me estás diciendo que has dejado que a mi esposa se la llevaran los hombres lobo?

Tantony dio un paso atrás.

—Era el Barón…

—Y tú no discutes con barones. Muy bien. No discutes con nadie. ¿Sabes qué? Me avergüenza, me avergüenza pensar que una cosa como tú pueda ser llamada guardia. Ahora dame esas llaves.

El hombre se había puesto rojo.

—Has obedecido cualquier orden —dijo Vimes—. Ni… se… te… ocurra… desobedecer… esta.

Zanahoria bajó las escaleras y le puso una mano en el hombro a Vimes.

—Suficiente, señor Vimes.

Tantony miró a uno y al otro y tomó una decisión vital.

—Espero que… encontréis a vuestra esposa, milord —sacó un puñado de llaves y se las dio—. De verdad lo espero.

Vimes, aún luchando por respirar, sin decir una palabra le pasó las llaves a Zanahoria.

—Sácalos —dijo.

—¿Vais a ir al castillo de los hombres lobo? —jadeó Tantony.

—Sí.

—No tenéis ni una posibilidad, milord. Hacen lo que quieren.

—Entonces alguien los ha de parar.

—No podréis. El viejo entendía las normas, pero Wolfgang, ¡ese no obedece ninguna!

—Más razones para pararle, entonces. Ah, Detritus —el troll saludó—. Tienes tu ballesta, veo. ¿Te han tratado bien?

—Haberme llamado troll de mierda —dijo Detritus roncamente—. Uno pegarme una patada en las rocas.

—¿Fue éste?

—No.

—Pero es su capitán —dijo Vimes, apartándose de Tantony—. Sargento, te ordeno que le dispares.

En un movimiento el troll tuvo la ballesta apoyada en su hombro y miraba a través del enorme puñado de flechas. Tantony se puso pálido.

—Bueno, continúa —dijo Vimes—. Era una orden, sargento.

Detritus bajó la ballesta.

—Yo no ser tan mierda, señor.

—¡Te he dado una orden!

—¡Entonces poder hacer con esa orden lo que Canto Rodado der Lintel hacer con su saco de grava, señor! Con todos mis respetos, por supuesto.

Vimes se acercó al tembloroso Tantony y le palmeó en un hombro.

—Sólo hacía una demostración —dijo.

—Pero —dijo Detritus— si poder encontrar al hombre que pegarme una patada en las rocas, yo ser feliz de poderle dar un golpe en la oreja. Saber cuál era. El que cojear.

 

Lady Sybil se bebió su vino cautelosamente. No sabía muy bien. De hecho, bastantes cosas no estaban muy bien.

Ella no era una buena cocinera. Nunca le habían enseñado a cocinar decentemente; en su escuela siempre habían asumido que otra gente cocinaría y que, en cualquier caso, sería para cincuenta personas usando al menos cuatro tipos de tenedores. Así, los platos que había aprendido a hacer era cositas delicadas servidas encima de servilletas minúsculas.

Pero cocinaba para porque sentía vagamente que una esposa debía hacerlo y, además, él era un comensal que superaba completamente sus habilidades culinarias. A él le gustaban las salchichas quemadas y los huevos fritos que hacían boing cuando intentabas clavarles un tenedor. Se le dieras caviar, lo querría rebozado. Era un hombre fácil de alimentar, si siempre tenías manteca de cerdo en casa.

Pero la comida aquí sabía como si la hubiera cocinado alguien que nunca lo hubiera intentado antes. Había visto las cocinas, cuando Serafine la había guiado por la pequeña visita, y sólo alcanzarían para una cabaña. La despensa para la caza, por otro lado, era del tamaño de un granero. Nunca había visto tantas cosas muertas colgadas.

Era sólo que estaba segura de que el venado no se ha de servir hervido, con patatas que estaban crujientes. Si eso eran patatas, claro. Las patatas normalmente no son grises. Incluso a Sam, a quien le gustaban los pedazos grumosos negros que había en algunos purés de patatas, habría hecho algún comentario. Pero Sybil había sido educada correctamente: si no puedes encontrar nada bueno qué decir de la comida, encuentra otra cosa que alabar.

—Son unos platos… realmente muy interesantes —dijo respetuosamente—. Eh, ¿estáis seguros de que no ha habido más noticias? —Intentó evitar mirar al Barón, quien a su vez ignoraba a Sybil y a su esposa y movía su carne por todo el plato como si hubiera olvidado para qué sirven un cuchillo y un tenedor.

—Wolfgang y sus amigos aún están fuera buscando —dijo Serafine—. Pero hace un tiempo terrible para un hombre en fuga.

—¡Él no está en fuga! —estalló Sybil—. ¡Sam no es culpable de nada!

—Claro, claro. Todas las pruebas son circunstanciales. Claro —dijo la Baronesa apaciguadoramente—. Te sugiero que tan pronto como se hayan despejado los pasos, tú y el, eh, el personal volváis a la seguridad de Ankh-Morpork antes de que aparezca el invierno de verdad. Conocemos el país, cariño. Si tu marido está vivo, podemos hacer algo sobre eso, pronto.

—¡No permitiré que se le deshonre así! ¡Vosotros visteis cómo salvaba el Rey!

—Estoy segura de que lo hizo, Sybil. Me temo que estaba hablando con mi marido en ese momento, pero no he dudado de ti ni un instante. ¿Es verdad que mató a todos esos hombres en el Paso de Wilinus?

—¿Qué? ¡Pero si eran bandidos!

Al otro lado de la mesa, el Barón había cogido un pedazo de carne e intentaba despedazarlo con sus dientes.

—Bueno, claro. Sí. Claro.

Sybil se pellizcó el puente de la nariz. La mayor parte de ella no consideraría a Sam Vimes culpable de asesinato, verdadero asesinato, ni ante la evidencia de tres dioses y un mensaje escrito en el cielo. Pero las historias volvían a ella, como en un tiovivo. A Sam le disgustaban algunas cosas. A veces lo soltaba todo de golpe. Había habido ese mal asunto de la niña pequeña y esos hombres en Hermanas Dolly, y cuando Sam entró por la fuerza en el domicilio de los hombres, descubrió que uno de ellos había robado uno de los zapatos de la niña, y Sybil había oído que Detritus decía que si él no llega a estar allí, sólo Sam hubiera salido de la habitación vivo.

Sacudió la cabeza.

—Me encantaría tomar un baño —dijo. Se oía un conjunto de ruidos al otro lado de la mesa.

—Cariño, vas a tener que tomarte la cena en el cambiador —dijo la Baronesa, sin volverse a mirar. Le dedicó a Lady Sybil un breve y frágil sonrisa—. De hecho, no tenemos una… no tenemos un, dispositivo así en el castillo —se le ocurrió una idea—. Usamos las fuentes termales. Mucho más higiénico.

—¿Fuera, en el bosque?

—Oh, es bastante cerca. Y una carrerita rápida por la nieve tonifica de verdad el cuerpo.

—Creo que en lugar de eso me acostaré —dijo Lady Sybil firmemente—. Pero gracias igualmente.

Se fue hacia el mohoso dormitorio, furiosa de una forma elegante.

No conseguía que le gustara Serafine, y esto era sorprendente, porque a Lady Sybil le gustaba hasta Nobby Nobbs, y eso precisaba una buena crianza. Pero los hombres lobo le raspaban los nervios como una lima. Recordó que tampoco le había gustada en la escuela.

Entre los indeseados bagajes que habían transmitido a la joven Sybil para complicar su progreso en la vida, estaba el mandato de ser agradable con la gente y decir cosas útiles. La gente se lo tomaba como que ella no pensaba.

Había odiado la forma en la que Serafine había hablado de los enanos. Los había llamado «sub-humanos». Bueno, evidentemente la mayoría vivían bajo tierra, pero a Sybil le gustaban bastante los enanos. Y Serafine hablaba de los trolls como si fueran cosas. Sybil no había conocido muchos trolls, pero los que sí conocía parecían pasar su vida criando sus hijos y buscando el próximo dólar, como todo el mundo.

Pero lo peor es que Serafine simplemente había asumido que Sybil iba a estar de acuerdo con sus estúpidas opiniones porque era una Lady. Sybil Ramkin no había tenido una educación en estos asuntos, dado que la filosofía moral no destacaba en un curriculum lleno de clases de arreglos florales, pero tenía la inteligente idea de que en cualquier debate, el lado correcto era aquel en que no estuviera Serafine.

Sólo le había escrito todas esas cartas porque eso es lo que se había de hacer. Tenía que escribir cartas a los viejos amigos, aunque no fueras muy amistoso con ellos.

Se sentó en la cama y se quedó mirando fijamente hasta que empezó el griterío, y cuando el griterío empezó supo que Sam estaba vivo y con buena salud, porque sólo Sam podía hacer enfadar tanto a la gente.

Oyó el ruido de la llave en la cerradura.

Sybil se rebeló.

Era grande y amable. No se lo había pasado demasiado bien en la escuela. Una sociedad de chicas no es un buen lugar para ser grande y amable, porque la gente se siente inclinada a interpretarlo como «estúpida» y, peor, como «sorda».

Lady Sybil miró por la ventana. Estaba en un segundo piso.

Había barrotes en la ventana, pero habían sido diseñados para mantener las cosas fuera; desde el interior se podían sacar de sus ranuras. Y había sábanas y mantas en la cama, mohosas pero robustas. Nada de esto le podría haber sugerido nada a una persona media, pero la vida en una escuela bastante estricta para jóvenes damas de buena educación puede darle a cualquiera una buena comprensión de los trucos de la escapología.

Cinco minutos de que la llave hubiera girado en la cerradura, sólo quedaba un barrote en la ventana y se sacudía y crujía en su sustento de piedra, indicando que un peso considerable colgaba de las sábanas hábilmente atadas en él.

Las antorchas se alineaban por las paredes del castillo. La horrible bandera rojinegra aleteaba con el viento. Vimes miró por encima del estandarte. El agua estaba muy al fondo, y de un blanco puro incluso antes de que llegara a la catarata. Hacia delante y hacia atrás eran las dos únicas direcciones posibles aquí.

Revisó sus tropas. Desgraciadamente, no tardó mucho. Incluso un policía sabe contar hasta cinco. Luego había Gavin y sus lobos, que estaban acechando entre los árboles. Y finalmente, muy definitivamente finalmente, estaba Gaspode, el Cabo Nobbs del mundo canino, que se había unido al grupo como no invitado.

¿Qué más tenía de su lado? Bueno, el enemigo prefería no usar armas. Esta ventaja se evaporó de algún modo cuando recordó que tenían, a voluntad, terribles dientes y garras.

Suspiró y se giró hacia Angua.

—Sé que es tu familia —dijo—. No te culparé si te quedas atrás.

—Ya veremos señor, ¿de acuerdo?

—¿Cómo vamos a entrar, señor? —preguntó Zanahoria.

—¿Cómo lo harías tú, Zanahoria?

—Bueno, empezaría probando a llamar a la puerta, señor.

—¿De verdad? Sargento Detritus. Adelante, por favor.

—¡Señor!

—¡Vuela las puertas!

—¡Síseñor!

Vimes se giró otra vez hacia Zanahoria mientras el troll miraba atentamente la puerta y empezaba a darle vueltas extra al torno de su ballesta, gruñendo cuando los muelles intentaron resistirse. Su resistencia fue inútil.

—Esto no es Ankh-Morpork, ¿sabes? —dijo Vimes.

Detritus apoyó la ballesta en su hombro y dio un paso adelante.

Se oyó un thung. Vimes no vio el puñado de flechas salir de la ballesta. Probablemente se habían convertido en fragmentos a unos metros. A mitad de camino de la puerta, la nube en expansión de astillas empezó a arder debido a la fricción del aire.

Lo que golpeó las puertas era una bola de fuego tan enfadada e imparable como el Quinto Elefante y viajando a una aceptable fracción de la velocidad local de la luz.

—Dioses, Detritus —murmuró Vimes mientras el trueno se extinguía—. Eso no es una ballesta, eso es una emergencia nacional.

Unos escasos pedazos de chamuscada puerta chocaron contra los adoquines.

—Los lobos no van a entrar, Señor Vimes —dijo Angua—. Gavin me seguirá, pero los otros no entrarán, ni siquiera por él.

—¿Por qué no?

—Porque son lobos, señor. No se sienten como en casa dentro de edificios.

El único sonido fue el chirrido de Detritus al volver a cargar su ballesta.

—Al infierno con eso —dijo Vimes, desenfundado la espada y dando un paso adelante.

Lady Sybil se sacó los bordes del vestido de dentro de su ropa interior y caminó lentamente por el pequeño patio. Estaba en algún lugar de la parte trasera del castillo por lo que pudo distinguir.

Se apretó todo lo que pudo contra una pared cuando oyó un sonido y agarró con más fuerza una de las barras de hierro que anteriormente habían adornado la ventana.

Un gran lobo dobló la esquina, llevando un hueso en la boca. No parecía esperarla, y sin duda no esperaba la barra de hierro.

—Oh, lo siento tanto —dijo Sybil automáticamente mientras lo estampaba contra los adoquines.

Hubo una explosión al otro lado del castillo. Eso sonaba como Sam.

—¿Cree que nos han oído, señor? —preguntó Zanahoria.

—Capitán, probablemente los habitantes de Ankh-Morpork nos han oído. ¿Dónde están los hombres lobo?

Angua se adelantó.

—Por aquí —dijo.

Los llevó a un tramo de escaleras bajas y probó con una puerta de la torre. Se abrió lentamente.

También había antorchas en el vestíbulo.

—Nos dejarán algún lugar por donde escapar —dijo ella—. Siempre dejamos a las personas un lugar por donde escapar.

Un par de puertas más pequeñas en el otro extremo del vestíbulo se abrieron. Vimes se dio cuenta de que las puertas no tenían manecillas. Las patas no saben manejar manecillas.

Wolfgang entró. Un par de docenas de hombres lobo lo escoltaban, distribuyéndose por toda la habitación y sentándose… tirándose al suelo y entonces observando a los intrusos con gran interés.

—¡Ah, Civilizado! —dijo Wolfgang alegremente—. ¡Ganasteis el juego! ¿Queréis otro intento? ¡Cuando la gente juega una segunda vez, les damos un hándicap! ¡Le arrancamos una pierna a mordiscos! Buena broma, ¿eh?47

—Creo que prefiero el sentido del humor de Ankh-Morpork —dijo Vimes—. ¿Dónde está mi esposa, hijo de puta? —Aún podía oír el ruido que hacía Detritus al girar el torno. Ése era el problema con la ballesta. Era un arma de tiro rápido sólo en términos geológicos.

—¡Y la Delfina! ¡Mirad lo que ha traído la perra a casa! —dijo Wolfgang, ignorando Vimes. Se adelantó. Vimes oyó un gruñido empezar en la garganta de Angua, un sonido que provocaría obediencia inmediata en muchos de los criminales de Ankh-Morpork cuando se encontraban en un callejón oscuro. Gavin hizo un rugido mucho más grave.

Wolfgang se detuvo.

—No tienes suficiente cerebro para esto, Wolfie —dijo Angua—. Y no podrías encontrar cómo salir ni de una bolsa de papel mojada. ¿Dónde está Madre? —Miró a los lobos estirados por toda la habitación—. Hola, Tío Ulf… Tía Hilda… Magweri… Nancy… Unidad… ¿Entonces toda la manada está aquí? Excepto Padre, que supongo que está fuera revolcándose en algo. Qué familia…

—Quiero que esta gente tan desagradable salga de aquí en seguida —dijo la Baronesa, entrando en el vestíbulo.

Miró a Detritus

—¡Cómo os atrevéis a traer un troll a esta casa!

—Per-fec-to, ya estar enrollada —dijo Detritus alegremente, apoyando la ruidosa ballesta en su hombro—. ¿Dónde yo disparar, señor Vimes?

—¡Por todos los dioses, no aquí! ¡Esto es un edificio cerrado!

—Solo mientras no tire de este gatillo, señor.

—Qué civilizado —dijo la Baronesa—. Qué típico de Ankh-Morpork. Creéis que sólo habéis de amenazar y las razas inferiores retroceden, ¿eh?

—¿Has mirado tus puertas últimamente? —preguntó Vimes.

—¡Somos hombres lobo! —estalló la Baronesa. Y fue un auténtico estallido: las palabras secas y entrecortadas como si fueran ladradas—. Juguetes estúpidos como ése no nos asustan.

—Pero os parará un rato. ¡Ahora, traed a Lady Sybil!

—Lady Sybil está descansando. No estáis en posición de hacer demandas, señor Vimes. Nosotros no somos los criminales aquí.

Mientras la mandíbula de Vimes caía, la Baronesa continuó:

—El juego de la caza no va contra la tradición. Se ha jugado durante mil años. ¿Y que más creéis que hemos hecho? ¿Robado la piedra mascota de los enanos? Nosotros…

Vosotros sabéis que no fue robada —dijo Vimes—. Y yo sé…

—¡Vos no sabéis nada! Todo lo sospecháis. Tenéis esa clase de mente.

—Tu hijo dijo…

—Mi hijo por desgracia ha tonificado hasta la perfección cada uno de los músculos de su cuerpo excepto los que sirven para pensar —dijo la Baronesa—. En la civilizada Ankh-Morpork me atrevería a decir que podéis entrar atropelladamente en las casa de la gente y pasearos por todas partes, pero aquí, en nuestra bárbara tierra, la tradición requiere algo más que la mera afirmación.

—Puedo oler el miedo —dijo Angua—. Sale de ti, Madre.

—¿Sam?

Levantaron la mirada. Lady Sybil esta de pie en lo alto de unas escaleras de piedra que llevaban a un piso inferior, con aspecto intrigado y enfadado. Sostenía una barra de hierro doblada en un punto.

—¡Sybil!

Ella me dijo que eras un fugitivo y que todos te estaban intentando salvar, pero no era así, ¿verdad?

Es algo terrible de admitir a uno mismo, pero cuando la espalda está contra pared, entonces cualquier arma servirá, y justo ahora Vimes vio a Sybil cargada y lista para disparar.

Ella se llevaba bien con la gente. Prácticamente desde que pudo hablar, le enseñaron cómo escuchar. Y cuando Sybil escuchaba a la gente, les hacía sentirse bien con ellos mismos. Probablemente era algo que tenía que ver con ser una… una chica grande. Intentaba hacerse más pequeña, y por definición eso hacía que los otros se sintieran más grandes. Se llevaba casi tan bien con la gente como Zanahoria. Ni una duda de que hasta a los enanos les caía bien.

Tenía páginas dedicadas a ella en la Nobleza de Twurp, grandes y ancestrales antepasados en el pasado, y los enanos también respetaban a alguien que conocía el nombre completo de su tatara-tatarabuelo. Y Sybil no podía mentir, podías ver cómo se sonrojaba cuando lo intentaba. Sybil era una roca. Hacía parecer a Detritus una esponja.

—Hemos tenido una encantadora carrerita por el bosque, cariño —le dijo—. Ahora por favor ven aquí, porque creo que vamos a ver al Rey. Y se lo voy a contar todo. Por fin lo he descubierto.

—Los enanos os matarán —dijo la Baronesa.

—Probablemente puedo correr más que un enano —dijo Vimes—. Y ahora nos vamos. ¿Angua?

Angua no se había movido. Aún tenía los ojos fijos en su madre, y aún gruñía.

Vimes reconoció los signos. Los veías en los bares de Ankh-Morpork cada sábado por la noche. Los pelos se ponían de punta, y la gente los sobrepasaba, y entonces todo lo que hacía falta era que alguien rompiera una botella. O parpadeara.

—Nos vamos, Angua —repitió. Los otros hombres lobo se estaban poniendo en pie, estirándose.

Zanahoria se acercó y la cogió por el brazo. Ella se giró, gruñendo. Se acabó en una fracción de segundo, y en realidad su cabeza casi ni se había movido antes de que se dominara.

—¿Assí que esste ess el muchacho? —dijo la Baronesa, con la voz llena de reproche—. ¿Trraissionas a tu gente porr essto?

Sus orejas se estaban alargando, Vimes estaba seguro de ello. Los músculos de su cara también se movían de una forma rara.

—¿Y qué máss te ha ensseñado Ankh-Morrporrk?

Angua se estremeció.

—Autocontrol —murmuró—. Vayamos, señor Vimes.

Los hombres lobo se juntaron mientras ellos retrocedían hacia los escalones.

—No les deis la espalda —dijo Angua con voz nivelada—. No corráis.

—No hace falta que lo digas —dijo Vimes. Estaba observando a Wolfgang, que se estaba moviendo oblicuamente por el suelo, con los ojos fijos en el grupo que se retiraba.

Se tendrán que agrupar para seguirnos por la puerta de entrada, pensó. Miró a Detritus. La ballesta gigante se movía en una dirección y en otra mientras el troll intentaba mantener todos los lobos en el área de fuego.

—Dispara —dijo Angua.

—¡Pero son tu familia! —dijo Sybil.

—¡Se curarán pronto, créame!

—Detritus, no dispares hasta que sea necesario —ordenó Vimes, mientras se dirigían al puente levadizo.

—Es necesario ahora —dijo Angua—. Más pronto o más temprano Wolfgang saltará, y los otros tomarán…

—Hay algo que debería saber, señor —dijo Cheery—. De verdad debería saberlo, señor. Es muy importante.

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