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24 - El quinto elefante - Terry Pratchett - tet...doc
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07.09.2019
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Vimes ayudó a Sybil a bajar del carruaje.

—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó.

Ella sonrió débilmente.

—Me parece que este vestido ya sólo servirá para trapos —dijo. Sonrió un poco más cuando vio su expresión.

—Sabía que se te había ocurrido algo, Sam. Todos ibais poco a poco y calmados y eso significa que algo horrible iba a ocurrir. No tenía miedo.

—¿De verdad? Pues yo estaba cag… casi paralizado de miedo —dijo Vimes.

—¿Qué le ha pasado al Señor Skimmer? Recuerdo verle buscando en su maleta y maldiciendo…

—Sospecho que Iñigo Skimmer está vivo y a salvo —dijo Vimes gravemente—. Que es más de los que se puede decir de los que están a su alrededor.

Había silencio en la habitación principal de la posada. Un hombre y una mujer, presumiblemente el dueño y su esposa, estaban de pie, aplastados contra el fondo del bar. La docena o así de ocupantes de la sala estaban alineados contra las paredes, con las manos en alto. La cerveza goteaba de un par de jarras tumbadas.

—Todo estar normal y tranquilo —informó Detritus, girándose.

Vimes se dio cuenta de que todo el mundo lo miraba. Bajó la mirada. Su camiseta estaba destrozada. Barro y sangre manchaban sus ropas. Nieve fundida goteaba. En su mano derecha, sin darse cuenta, aún sostenía la ballesta.

—Algunos problemillas en el camino —dijo—. Esto, ya sabéis cómo es eso.

Nadie se movió.

—Oh, por todos los dioses. Detritus, baja esa condenada cosa, por favor.

—Sí, señor.

El troll bajó su ballesta. Dos docenas de personas comenzaron todas a respirar otra vez.

Entonces la delgada mujer salió de detrás de la barra, hizo un gesto con la cabeza a Vimes, cogió suavemente la mano de Lady Sybil de la suya y señaló las anchas escaleras de madera.

La oscura mirada que le echó sorprendió a Vimes.

Sólo entonces se dio cuenta de que Lady Sybil temblaba. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Y, esto, mi esposa ha pasado momentos difíciles —dijo débilmente—. ¡Cabo Pequeñotrasero! —gritó, para enmascarar su confusión.

Cheery cruzó la puerta.

—Ve con Lady Syb…

Se detuvo al oír el creciente murmullo. Una o dos personas señalaron con el dedo. Alguien se rió.

Cheery se quedó de pie, con la mirada baja

—¿Qué pasa? —siseó Vimes.

—Eh, es por mí, señor. Las modas enanas de Ankh-Morpork no han arraigado aquí, señor —dijo Cheery.

—¿La falda? —preguntó Vimes.

—Sí, señor.

Vimes recorrió con la mirada las caras. Parecían mas sorprendidas que enfadadas, aunque vio un par de enanos en un rincón que estaban absolutamente descontentos.

—Ve con Lady Sybil —repitió.

—Podría no ser una buena id… —empezó Cheery.

—¡Maldita sea! —gritó Vimes, sin poder contenerse. La muchedumbre calló. Un andrajoso loco cubierto de sangre y con una ballesta puede dar órdenes a una audiencia absorta. Entonces un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Lo que quería ahora era una cama, pero lo que quería antes de una cama, más que nada, era un trago. Y no podía tomarse uno. Lo había aprendido mucho tiempo atrás. Un trago era un trago de más.

—Muy bien, explícame por qué —dijo.

—Todos los enanos son hombres, señor —dijo Cheery—. Quiero decir… por tradición. Así es cómo la gente piensa por aquí.

—Bueno, quédate fuera de la habitación, o… o cierra los ojos o algo así. ¿De acuerdo?

Vimes levantó la barbilla de Lady Sybil.

—¿Te encuentras bien, cariño? —preguntó.

—Siento haberte decepcionado, Sam —murmuró—. Es que todo era tan horrible.

Vimes, diseñado por la Naturaleza para ser uno de esos hombres incapaces de besar a sus propias esposas en público, le dio unos golpecitos impotentemente en el hombre. Lady Sybil creía que ella le había decepcionado. Era insoportable.

—Tú simplemente…. quiero decir, Cheery te… y yo… arreglaré las cosas y vendré enseguida —dijo—. Vamos a conseguir un buen dormitorio, supongo.

Ella asintió, aún con la mirada baja.

—Y… voy a salir a tomar un poco de aire fresco.

Vimes salió. Había parado de nevar por ahora. La luna estaba medio tapada por algunas nubes y el aire olía a escarcha.

Cuando la figura saltó de los aleros, le sorprendió la forma en la que Vimes se giró y lo estrelló contra la pared.

Vimes miró entre una neblina roja a la cara iluminada tan sólo por la luna de Iñigo Skimmer.

—Te voy a… —empezó.

—Mirad hacia abajo, Vuestra Gracia —dijo Skimmer—. Mmm, mmm.

Vimes notó la afiladísima punta de la hoja de un cuchillo contra su estómago.

—Mira tú más abajo —dijo.

Iñigo miró más abajo. Tragó saliva. Vimes también tenía un cuchillo.

—Entonces de verdad no sois un caballero —dijo.

—Haz un movimiento brusco y tú tampoco lo serás —dijo Vimes—. Y ahora parece que hemos llegado a lo que el Sargento Colon insiste en llamar un punto tuerto28.

—Os aseguro que no os mataré —dijo Iñigo.

que no lo harás —dijo Vimes—. ¿Pero lo intentarás?

—No. Estoy aquí para vuestra protección, mmm, mmm.

—Vetinari te ha enviado, ¿no?

—Sabéis que nunca divulgamos el nombre de…

—Eso es verdad. Sois muy honorables —Vimes escupió la palabra—, en ese aspecto.

Ambos hombres se relajaron un poco.

—Me dejasteis rodeado de enemigos —dijo Iñigo, pero con un tono muy poco acusador.

—¿Por qué me habría de preocupar de lo que le ocurre a una pandilla de bandidos? —preguntó Vimes—. Eres un asesino.

—¿Cómo lo habéis descubierto? ¿Mmf?

—Un policía observa cómo camina la gente. Los Klatchianos dicen que la pierna de un hombre es su segunda cara, ¿lo sabías? Y esa forma tuya de caminar tan de Soy-un-chupatintas-inofensivo era demasiado buena para ser auténtica.

—Queréis decir que por mi forma de andar habéis

—No. No cogiste la naranja —dijo Vimes.

—Venga, vamos…

—No, la gente o coge las cosas o se sobresalta. Tú viste que no era ningún peligro. Y cuando te cogí por el brazo noté metal bajo tus ropas. Entonces envié un mensaje con tu descripción —soltó a Iñigo y caminó hasta su carruaje, dejando su espalda al descubierto. Cogió algo de debajo de una caja y volvió agitándola en dirección al hombre.

—Sé que esto es tuyo —dijo—. Lo cogí de tu equipaje. Si alguna vez cojo a alguien con una de éstas en Ankh-Morpork me aseguraré de convertir su vida en un infierno como sólo sabe hacerlo un policía. ¿Entendido?

—Si alguna vez cogéis a alguien con una de éstas en Ankh-Morpork, Vuestra Gracia, mmm, va a tener suerte de que el Gremio de Asesinos no lo encuentre primero, mmf. Están en nuestra lista de armas prohibidas en el interior de la ciudad. Pero estamos muy lejos de Ankh-Morpork ahora. Mmf, mmf.

Vimes hizo girar la cosa en sus manos una y otra vez. Se parecía vagamente a un martillo con el mango muy largo, o quizás a un extraño telescopio casero. Básicamente consistía en un muelle. Eso era todo lo que era una ballesta, después de todo.

—Cuesta mucho de cargar —dijo—. Casi me ensarto yo mismo cargándola contra una roca. Sólo dispara una vez.

—Pero es el disparo que nadie espera, mmm, mmm.

Vimes asintió. Podías esconder esta cosa hasta en tus pantalones, aunque el pensamiento de tanto poder almacenado tan cerca requería unos nervios de acero y otras partes de acero, también, por si este poder se desataba.

—Esto no es un arma. Sólo sirve para matar gente —dijo.

—Eh, como la mayoría de armas —replicó Iñigo.

—No, no es así. Las armas están para que no tengas que matar gente. Están para… para tenerlas. Para que las vean. Para prevenir. Ésta no es para eso. Ésta es para esconderla hasta que la sacas y matas a la gente en la oscuridad. ¿Y dónde está la otra cosa?

—¿Vuestra Gracia?

—La daga oculta. No intentes mentirme.

Iñigo se encogió de hombros. Este movimiento hizo saltar algo plateado de su manga, era una cuchilla delicadamente formada, almohadillada en uno de los lados, el que se deslizaba por el borde de la mano. Se oyó un click en alguna parte de su chaqueta.

—Por todos los dioses —bufó Vimes—. ¿Sabes cuántas veces me han intentado asesinar?

—Sí, Vuestra Gracia. Nueve veces. El Gremio tiene una tarifa de $600.000 por vuestra cabeza. La última vez que se hizo una oferta, ningún miembro del Gremio se presentó voluntario. Mmm, mmm.

—¡Ja!

—Dicho sea de paso, y muy informalmente por supuesto, apreciaríamos conocer el paradero del cuerpo del Honorable Eustace BassinglyGore, mmm, mmm.

Vimes se rascó la nariz.

—¿Es el que intentó envenenar mi crema de afeitar?

—Si, Vuestra Gracia.

—Bueno, a menos que su cuerpo sea un nadador extremadamente resistente, está aún en un barco con destino a Ghat pasando por el Cabo del Terror —explicó Vimes—. Le pagué al capitán mil dólares para que no le quitara las cadenas antes de Zambingo, además. Eso le dará la oportunidad de disfrutar de una largo y encantador paseo a través de las junglas de Klatch donde estoy seguro de que su conocimiento de venenos raros será muy útil, aunque a lo mejor no tanto como un conocimiento sobre antídotos.

—¡Mil dólares!

—Bueno, llevaba mil doscientos dólares encima. Doné el resto al Luminoso Santuario para Dragones Enfermos. Me dieron un recibo, por cierto. Vosotros muchachos estáis muy interesados en los recibos, creo.

—¿Robasteis su dinero? Mmm, mmm.

Vimes inspiró una larga bocanada de aire. Su voz, cuando emergió, era absolutamente calmada.

—No iba a gastar el mío. Y él había intentado matarme. Piensa en ello como una inversión, para el bien de su salud. Por supuesto, si a su debido tiempo, se preocupa de venir de verme, me aseguraré de que reciba lo que merece.

—Estoy… asombrado, Vuestra Gracia. Mmm, mmm. BassinglyGore era un espadachín extremadamente competente.

—¿De verdad? Generalmente nunca espero a averiguar ese tipo de cosas.

Iñigo sonrió con su pequeña y estrecha sonrisa.

—Y hace dos meses Sir Richard Liddleley fue hallado atado a una fuente en la Plaza Sator, pintado de rosa y con una bandera metida en el…

—Me sentí generoso —dijo Vimes—. Lo siento, no juego a vuestros jueguecitos.

—El asesinato no es un juego, Vuestra Gracia.

—Es tal como vosotros os lo tomáis.

—Tiene que haber unas reglas. De lo contrario sólo habría anarquía. Mmm, mmm. Vos tenéis vuestro código y nosotros tenemos el nuestro.

—¿Y te han enviado para protegerme?

—Tengo otras habilidades, pero… sí.

—¿Qué te hace pensar que te voy a necesitar?

—Bueno, Vuestra Gracia, aquí no respetan las reglas. Mmm, mmm.

—¡Me he pasado la mayor parte de mi vida tratando con gente que no respeta las reglas!

—Sí, por supuesto. Pero cuando los matas, ya no se levantan más.

—¡Yo nunca he matado a nadie! —protestó Vimes.

—¡Le atravesasteis la garganta a ese bandido!

Apuntaba al hombro.

—Sí, la cosa esa se desvía a la izquierda —dijo Iñigo—. Queréis decir que nunca habéis intentado matar a nadie. Yo sí, por el contrario. Y aquí la duda no es una opción. Mmf.

—¡Yo no dudé!

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