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24 - El quinto elefante - Terry Pratchett - tet...doc
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07.09.2019
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Vetinari miró alrededor. Una mano se movía desesperadamente ante él desde detrás de un banco volcado.

Y algo le hizo también mirar hacia arriba. El techo por encima de él estaba lleno de costras de una sustancia marronuzca, que colgaba de él como estalactitas.

Blup.

Con sorprendente velocidad el Patricio se puso detrás del banco. Leonardo da Quirm le sonrió desde debajo de su casco protector casero.

Debo disculparme —dijo—. Me temo que no esperaba que nadie entrara. Aunque estoy seguro de que esta vez va a funcionar.

Blup.

—¿Qué es? —dijo Vetinari.

Blup.

—No estoy del todo seguro, pero espero que sea…

Y entonces hubo, de repente, demasiado ruido para hablar.

Leonardo da Quirm nunca se consideraba un prisionero. Si acaso, estaba agradecido a Vetinari por darle esta zona de trabajo tan bien ventilada, y comidas a horarios regulares, y por hacerle la colada, y por protegerle de esas personas que por cualquier razón siempre querían coger sus inventos perfectamente inocentes, diseñados para la mejora de la humanidad, y usarlos para propósitos despreciables. Era sorprendente cuantos había, de esas personas y de esos inventos. Era como si todo el genio de una civilización se hubiera canalizado en una sola cabeza que, además, estaba en un constante estado altamente inventivo. Vetinari a menudo especulaba si el destino de la humanidad debería mantener la mente de Leonardo ocupada en una sola cosa por algo más de una hora aproximadamente.

El precipitado sonido se acabó. Blup.

Leonardo espió cautelosamente por encima del banco y sonrió ampliamente.

—¡Ali! Felizmente parece que hemos conseguido café —dijo.

—¿Café?

Leonardo caminó hacia la mesa y tiró de una pequeña palanca del aparato. Una espumosa cascada marrón claro se precipitó dentro de una taza que esperaba con un ruido de un desagüe obstruido.

—Café diferente —dijo—. Café muy rápido. Creo que os gustará. La llamo máquina de Café-Muy-Rápido.

—Y éste es el invento de hoy, ¿verdad? —dijo Vetinari.

—Bueno, sí. Iba a ser un modelo a escala de un aparato para llegar a la luna y otros cuerpos celestes, pero tenía sed.

—Que buena suerte —Lord Vetinari quitó cuidadosamente de una silla una máquina experimental para limpiar zapatos propulsada a pedales y se sentó—. Y te he traído algunos pequeños… mensajes más.

Leonardo casi aplaudió.

—¡Oh, bien! Y ya he terminado los otros que me dio anoche.

Lord Vetinari pulcramente se limpió un bigote de espumoso café de su labio superior.

—¿Perdón…? ¿Todos? ¿Has descifrado el código de todos esos mensajes de Uberwald?

—Oh, fue bastante fácil después de terminar el nuevo dispositivo —dijo Leonardo rebuscando entre los montones de papel de un banco y alargándole al Patricio varias cuartillas escritas con letra apretada—. Una vez se llega al conocimiento de que hay un número limitado de aniversarios que una persona pueda tener, y que la gente tiende a pensar siempre del mismo modo, los códigos no son demasiado difíciles.

—¿Has mencionado un nuevo dispositivo? —dijo el Patricio.

—Oh, sí. La… cosa. Está en una fase muy primaria, pero es suficiente para estos códigos tan fáciles.

Leonardo empujo una plancha de algo vagamente rectangular. A Vetinari le parecía un montón de ruedas de madera y largos palos de madera delgada que, lo vio cuando se acercó, estaban llenas de letras y números. Unas cuantas de las ruedas no eran redondas, sino ovaladas o con forma de corazón o algún otro tipo de curiosa curva. Cuando Leonardo tocó una manecilla, la cosa entera empezó a moverse de una compleja forma untuosa, bastante inquietante en algo simplemente mecánico.

—¿Y cómo la vas a llamar?

—Oh, ya sabéis, milord, que yo y los nombres… La considero la Máquina para la Neutralización de Información mediante la Generación de Alfabetos Miásmicos, pero me doy cuenta que es algo difícil de decir. Ehh…

—¿Sí, Leonardo?

—Ehh… ¿no está… mal, eso de… leer los mensajes de otras personas?

Vetinari suspiró. El preocupado hombre que tenía ante él, tan considerado que barría con cuidado alrededor de las arañas, había inventado una vez una máquina que disparaba pequeñas bolitas con gran velocidad y potencia. Pensó que sería útil contra animales peligrosos. Había diseñado una cosa que podía destruir montañas enteras. Pensó que sería útil en la minería. Aquí tenía un hombre que, en su pausa para el té, abocetaría un instrumento que provocaría una impensable destrucción en masa en los espacios en blanco que quedaban alrededor de un exquisito dibujo de la frágil belleza de la sonrisa humana. Con una lista de partes numeradas. Y si se lo hubiera advertido, hubiera dicho: ah, pero una cosa así haría la guerra completamente imposible, ¿no lo veis? Porque nadie se atrevería a usarlo.

Leonardo se alegró cuando un pensamiento pareció venirle a la cabeza.

—Pero, por otra parte, cuanto más sepamos uno del otro, antes aprenderemos a entendernos. Ahora, me habéis pedido que idee más códigos para vos. Lo siento, milord, pero debo haber malinterpretado vuestro pedido. ¿Qué estaba mal en los primeros que hice?

Vetinari suspiró:

—Me temo que eran indescifrables, Leonardo.

—Pero seguramente…

—Es difícil de explicar —empezó Vetinari, consciente de que lo que para él eran las claras aguas de la política, para Leonardo era barro—. Estos nuevos son… ¿simplemente endemoniadamente difíciles?

—Especificaste que fueran endiabladamente, señor —explicó Leonardo, con aspecto preocupado.

—Oh, sí.

—No parece haber un patrón común para los diablos, mi señor, pero investigué un poco en los textos de ciencias ocultas más accesibles y creo que estos códigos serán considerados «difíciles» por más del 96 por ciento de los diablos.

—Bien.

—Pueden rayar, tal vez, en lo diabólicamente difícil en algunas partes…

—Eso no es un problema. Los usaré inmediatamente.

Leonardo aún parecía tener algo en mente.

—Sería tan fácil hacerlos archidemoníacamente difí…

—Pero estos ya servirán, Leonardo —dijo Vetinari.

—Milord —Leonardo casi sollozó—. ¡No os puedo garantizar totalmente que gente lo suficientemente inteligente no pueda leer vuestros mensajes!

—Bien.

—¡Pero, mi señor, sabrán lo que vos pensáis!

Vetinari le dio golpecitos en el hombro.

—No, Leonardo. Simplemente sabrán lo que hay en mis mensajes.

No lo entiendo, milord.

—No, pero por otra parte yo no sé hacer estallar el café. ¿Cómo sería el mundo si todos fuéramos iguales?

La cara de Leonardo se ensombreció durante un instante.

—No estoy seguro —replicó—. Pero si queréis que trabaje en ello, es probable que pueda diseñar un…

—Era sólo una pregunta retórica, Leonardo.

Vetinari sacudió la cabeza tristemente. A menudo le parecía que Leonardo, que había elevado el intelecto hasta niveles desconocidos hasta ese momento, había encontrado allí grandes y especializadas bolsas de estupidez. ¿Qué razón habría para codificar mensajes que enemigos muy inteligentes no pudieran descodificar? Terminarías sin saber lo que ellos pensaban de lo que tú pensabas que ellos estaban pensando...

—Había un mensaje bastante extraño de Uberwald, mi señor —dijo Leonardo—. Ayer por la mañana.

—¿Extraño?

—No estaba codificado.

¿Nada? Creí que todo el mundo usaba códigos.

—Oh, el remitente y el destinatario están codificados, pero el mensaje es bastante sencillo. Era una petición de información sobre el Comandante Vimes, del cual me habéis hablado a menudo.

Lord Vetinari se quedó bastante silencioso.

—El mensaje de respuesta era en su mayoría muy claro, también. Una cantidad de… cotilleos.

—¿Todos sobre Vimes? ¿Ayer por la mañana? ¿Antes de que yo…?

—¿Mi señor?

—Dime —pidió el Patricio—. El mensaje de Uberwald. ¿No contiene ninguna pista sobre el remitente?

Algunas veces, como un rayo de luz atravesando las nubes, Leonardo podía ser bastante perceptivo.

—¿Creéis poder conocer al emisor, mi señor?

—Oh, cuando era más joven pasé algún tiempo en Uberwald —explicó el Patricio—. En esos días, jóvenes ricos de Ankh-Morpork solían ir a lo que llamábamos la Gran Burla, visitando extensos países y ciudades para ver de primera mano cómo eran de inferiores. O eso parecían, de todos modos. Oh, sí. Pasé algún tiempo en Uberwald.

No era habitual que Leonardo da Quirm prestara atención a lo que la gente a su alrededor hacía, pero vio la expresión lejana de los ojos de Lord Vetinari.

—¿Guarda gratos recuerdos, mi señor? —aventuró.

—¿Mmmm? Oh, ella era un mujer muy… especial pero, que pena, bastante mayor que yo —dijo Vetinari—. Mucho mayor, debo decir. Pero eso fue hace mucho tiempo. La vida nos enseña pequeñas lecciones y nosotros continuamos —Hubo otra vez la distante expresión en sus ojos—. Bueno, bueno, bueno…

—Y seguro que la señorita ahora está muerta —dijo Leonardo. No era muy bueno en este tipo de conversación.

—Oh, lo dudo mucho —replicó Vetinari—. No tengo duda de que aún vive. —Sonrió. El mundo se volvía más… interesante—. Dime, Leonardo —continuó—. ¿No has pensado nunca que un día las guerras se combatirán con los cerebros?

Leonardo cogió su taza de café.

—Oh, vaya. ¿No será algo un poco sucio? —preguntó.

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