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John Grisham - El testamento.doc
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Volvió a mirar a Nate, que estaba rebuscando entre sus papeles como si tuviera una copia del contrato. Snead

llevaba dos horas mintiendo, y no fue lo suficientemente rápido.

—Mmm... por supuesto que no —balbució sin convencer a nadie. Nate advirtió que mentía, pero lo dejó

correr. Había otros medios de obtener una copia del contrato.

Los abogados de los hermanos Phelan se reunieron en un oscuro bar para lamerse las heridas. Después de

la segunda ronda, la triste actuación de Snead les pareció aún peor. Quizá consiguieran adiestrarlo un poco más

para el juicio, pero el hecho de haber cobrado tanto dinero había destrozado para siempre su declaración.

¿Cómo se habría enterado O'Riley? Parecía estar completamente seguro de que Snead había cobrado.

—Ha sido Grit —soltó Hark.

Grit, repitieron todos para sus adentros. Seguro que se había pasado al otro bando.

—Eso es lo que le ha ocurrido por haberle robado a su cliente —declaró Wally Bright después de un

prolongado silencio.

—Cállese —le espetó la señora Langhorne.

Hark estaba demasiado agotado para luchar. Apuró su copa y pidió otra. En medio del desastre

provocado por la declaración de Snead, los abogados de los hermanos Phelan se habían olvidado de Rachel, que

seguía sin constar oficialmente en el expediente del tribunal.

La declaración de Nicolette, la secretaria, duró ocho minutos. Facilitó su nombre y dirección y su breve

historial profesional. Los abogados de los hermanos Phelan se acomodaron en los asientos del otro lado de la

mesa, disponiéndose a escuchar los detalles de sus aventuras sexuales con el señor Phelan. Nicolette tenía

veintitrés años y muy pocas cualidades, aparte de una esbelta figura, unos bonitos pechos y un agraciado rostro

enmarcado por un cabello dorado rojizo. Estaban deseando oírla hablar unas cuantas horas sobre sexo.

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Yendo directamente al grano, Nate le preguntó:

—¿Se acostó usted alguna vez con el señor Phelan?

Nicolette fingió avergonzarse, pero contestó que sí.

—¿Cuántas veces?

—No las conté.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Generalmente, diez minutos.

—No, me refería a la duración de la relación.

—Bien, pues sólo trabajé allí cinco meses.

—Unas veinte semanas, aproximadamente. Por término medio, ¿cuántas veces a la semana mantenía

usted relaciones sexuales con el señor Phelan?

—Creo que unas dos.

—Eso da unas cuarenta veces en total.

—Supongo que sí. Parece mucho, ¿verdad?

—A mí no me lo parece. ¿Se quitaba la ropa el señor Phelan cuando lo hacían?

—Pues claro. Los dos nos la quitábamos.

—0 sea, que él se quedaba completamente desnudo.

—Sí.

—¿Tenía alguna marca visible en el cuerpo?

Cuando los testigos se inventan mentiras, suelen olvidar las cuestiones más obvias. Y lo mismo les ocurre

a sus abogados. Se obsesionan tanto con el engaño que siempre se les pasa por alto algún detalle. Hark y sus

chicos tenían acceso a las esposas de Phelan —Lillian, Jame y Tira— y cualquiera de ellas hubiera podido

revelarles que Troy tenía un par de manchas redondas de color morado del tamaño de un dólar de plata en la

parte superior de la pierna derecha, cerca de la cadera, justo por debajo de la cintura.

—Que yo recuerde, no —contestó Nicolette.

La respuesta sorprendió y a la vez no sorprendió a Nate. Podía haber creído fácilmente que Troy follaba

con su secretaria, porque era algo que él mismo había hecho durante décadas, y con la misma facilidad hubiera

podido creer que Nicolette mentía.

—¿No tenía ninguna mancha, marca o lunar visible? —volvió a preguntar Nate.

—No.

Los abogados de los Phelan se asustaron. ¿Sería posible que otro testigo estrella estuviera

desmoronándose delante de sus propios ojos?

—No haré más preguntas —dijo Nate, y abandonó la sala para tomarse otro café.

Nicolette miró a los abogados, que mantenían la vista fija en la mesa, preguntándose dónde estaría

exactamente la mancha. Cuando la testigo se retiró, Nate empujó sobre la mesa en dirección a sus perplejos

enemigos una fotografía de la autopsia. No dijo una sola palabra, ni falta que hacía.

El viejo Troy descansaba sobre la mesa de mármol, convertido en un pedazo de arrugada y magullada

carne en la que resultaba claramente visible una mancha roja.

Se pasaron el resto del miércoles y todo el jueves con los tres nuevos psiquiatras contratados para que

dijeran que los tres anteriores no sabían lo que hacían. Su declaración fue previsible y reiterativa: las personas

cuerdas no se arrojan al vacío.

En conjunto eran menos prestigiosos que Flowe, Zadel y Theishen. Dos de ellos ya estaban jubilados y se

sacaban unos honorarios adicionales actuando como testigos expertos; el tercero era profesor en un masificado

centro de enseñanza universitaria en el que se impartían cursos de dos años, y el cuarto se ganaba

miserablemente la vida en un pequeño consultorio de los suburbios.

Pero no se les pagaba para que su presencia causara impresión, sino sencillamente para que enturbiaran

las aguas. Se sabía que Troy Phelan era excéntrico y caprichoso. Cuatro expertos sostenían que carecía de

capacidad mental para testar; tres, que estaba perfectamente capacitado. Se trataba de embrollar y enredar la

situación en la esperanza de que algún día los que defendían la validez del testamento se cansaran y decidiesen

llegar a un acto de conciliación. En caso contrario, un jurado de profanos tendría que examinar la jerga médica y

tratar de desentrañar el sentido de las opiniones en conflicto.

Los nuevos psiquiatras estaban cobrando unas elevadas cantidades por mantener su criterio y Nate ni

siquiera intentó inducirlos a que lo modificaran. Había recibido declaraciones de muchos médicos y se guardaba

mucho de discutir con ellos acerca de cuestiones relacionadas con la medicina. En su lugar, prefirió centrarse en

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sus méritos y su experiencia. Les pasó el video y les pidió que criticaran las opiniones de sus tres colegas.

Cuando el jueves por la tarde se levantó la sesión, ya se habían completado quince declaraciones. Otra tanda

estaba programada para finales de marzo. Wycliff tenía previsto celebrar el juicio a mediados de julio. Entonces

volverían a declarar los mismos testigos, pero en una sala de justicia a puerta abierta en presencia de un público

y de un jurado cuyos miembros sopesarían todas y cada una de sus palabras.

Nate huyó de la ciudad. Se dirigió hacia el oeste cruzando Virginia y al sur a través del valle de

Shenandoah. Estaba mentalmente agotado tras pasarse nueve días escarbando con dureza en la vida íntima de

otras personas. En un indeterminado momento de su existencia, empujado por su trabajo y sus adicciones, había

perdido la honradez y la vergüenza. Había aprendido a mentir, engañar, esconderse, importunar y atacar a

inocentes testigos sin el menor remordimiento; pero, en el silencio de su automóvil y en medio de la oscuridad

de la noche, se avergonzó. Se compadeció de los hermanos Phelan. Se compadeció de Snead, un triste

hombrecillo que sólo intentaba sobrevivir, y se arrepintió de haber atacado con tanta crueldad a los nuevos

psiquiatras.

Había recuperado la capacidad de avergonzarse, y se enorgullecía y alegraba de que así fuera. Era un ser

humano, aunque no lo pareciera. A medianoche se detuvo en un motel barato cerca de Knoxville. Estaban

cayendo fuertes nevadas en el Medio Oeste, en Kansas y en lowa. Tendido en la cama con un mapa, trazó un

itinerario a través del suroeste.

La segunda noche durmió en Shawnee, Oklahoma; la tercera, en Kingman, Arizona; la cuarta, en

Redding, California.

Los hijos de su segundo matrimonio eran Austin y Angela, de doce y once años respectivamente, y

estaban en séptimo y sexto curso de primaria. Llevaba sin verlos desde el mes de julio, tres semanas antes de su

última caída. Los había acompañado a ver el partido de los Orioles y la agradable salida se había convertido más

tarde en una desagradable escena. Durante el partido se bebió seis cervezas —los niños las contaron porque su

madre les había dicho que lo hicieran— y después se pasó dos horas al volante desde Baltimore a Arlington bajo

los efectos del alcohol.

Por aquellas fechas los niños iban a trasladarse a vivir a Oregón con su madre, Christi, y el segundo

marido de ésta, Theo. El partido sería la última visita que Nate les haría a sus hijos por un tiempo, pero, en lugar

de aprovechar bien el día, se había emborrachado. Discutió con su ex mujer en el sendero de entrada de la casa

en presencia de los niños, que por desgracia ya estaban acostumbrados a aquellas escenas. Theo lo había

amenazado con una escoba. Nate despertó en su automóvil, aparcado en la zona reservada a minusválidos de un

McDonald's, con un paquete de seis botellas de cerveza vacías en el asiento.

Cuando él y Christi se habían conocido catorce años atrás, ella era la directora de una escuela privada en

Potomac. Formaba parte de un jurado, y él era uno de los abogados. Cuando el segundo día del juicio ella se

presentó con una minifalda negra, el litigio quedó prácticamente interrumpido. Su primera cita ocurrió una

semana más tarde. Nate se pasó tres años sin probar la bebida, justo el tiempo suficiente para volver a casarse y

tener dos hijos. Cuando el dique empezó a agrietarse, Christi se asustó y quiso escapar, y cuando se rompió huyó

con los niños y tardó un año en regresar. El matrimonio duró diez caóticos años.

Christi trabajaba en una escuela de Salem y Theo pertenecía a un pequeño bufete jurídico de allí. Nate no

podía reprocharles que hubiesen huido de Washington, pues siempre había creído que los había obligado a

hacerlo.

Llamó a la escuela desde su automóvil cuando ya se encontraba cerca de Medford, a cuatro horas de

camino, y tuvo que esperar cinco minutos; justo el tiempo, estaba seguro, de que ella cerrara la puerta y ordenara

sus pensamientos.

—Sí —dijo finalmente su ex esposa.

—Christi, soy yo, Nate.

Se sintió ligeramente ridículo por el hecho de tener que identificarse ante una mujer con quien había

convivido diez años.

—¿Dónde estás? —preguntó ella, como si se hallara a punto de sufrir un ataque.

—Cerca de Medford.

—¿En Oregón?

—Sí. Me gustaría ver a los niños.

—Muy bien, ¿cuándo?

—Esta noche, mañana, no tengo prisa. Llevo unos cuantos días en la carretera, recorriendo simplemente

el país. No sigo ningún itinerario determinado.

—Pues claro, Nate, creo que podría arreglarse; pero los niños están muy ocupados, ¿sabes?, la escuela,

las clases de ballet, el fútbol...

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—¿Cómo se encuentran?

—Muy bien. Gracias por preguntarlo.

—¿Y tú? ¿Qué tal te va la vida?

—Estoy bien. Nos encanta Oregón.

—Yo también estoy bien. Me he recuperado y soy abstemio, Christi, hablo en serio. Me he librado por

completo de la bebida y las drogas. Creo que voy a dejar el ejercicio de la abogacía, pero estoy francamente

bien.

Christi pensó que lo mismo le había dicho otras veces.

—Me parece muy bien, Nate —repuso con recelo.

Acordaron cenar juntos al día siguiente, con tiempo de sobra para que ella pudiese preparar a los niños,

arreglar la casa y dejar que Theo decidiera el papel que iba a interpretar. Con tiempo suficiente para ensayar y

planear las salidas.

—No seré un estorbo —prometió Nate antes de colgar.

Theo decidió quedarse a trabajar hasta tarde y no participar en la reunión. Nate abrazó con fuerza a

Angela y se limitó a estrecharle la mano a Austin. Lo único que se había jurado no hacer era comentar con

entusiasmo lo mucho que habían crecido. Christi se quedó una hora en su dormitorio mientras él se reencontraba

con los niños.

Nate no pensaba deshacerse en disculpas por cosas que no podían cambiarse. Los tres se sentaron en el

suelo del estudio y hablaron de la escuela, de las clases de ballet y de fútbol. Salem era una bonita ciudad,

mucho más pequeña que el distrito de Columbia, y los niños se habían adaptado muy bien, tenían muchos

amigos, iban a una escuela estupenda y sus profesores eran muy simpáticos.

La cena consistió en espaguetis y ensalada, y duró una hora. Nate contó historias de la selva de Brasil y

describió su viaje en busca de una cliente perdida. Estaba claro que Christi no había leído los periódicos

apropiados, pues no tenía ni idea del caso Phelan.

A las siete en punto, Nate anunció que se marchaba. Los niños tenían que hacer los deberes y se

levantaban muy temprano para ir a la escuela.

—Mañana tengo un partido de fútbol, papá —dijo Austin.

Nate sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Nadie lo llamaba «papá» desde hacía

muchísimo tiempo.

—Jugarán en la escuela —dijo Angela—. ¿Podrás ir?

La pequeña ex familia vivió unos momentos embarazosos mientras todos se miraban mutuamente en

silencio. Nate no sabía qué responder.

Christi resolvió la cuestión diciendo:

—Yo iré. Así podremos charlar un rato.

—Pues claro que iré —contestó Nate.

Los niños lo abrazaron cuando se fue. Mientras se alejaba en su automóvil, Nate sospechó que Christi

quería verlo dos días seguidos para examinarle los ojos. Ella conocía las señales.

Nate se quedó tres días en Salem. Presenció el partido de fútbol y se sintió orgulloso de su hijo. Lo

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