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John Grisham - El testamento.doc
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Vernos otra vez hecho eso, me iré.

—¿Qué clase de papeles?

—Legales, todos en su propio interés.

—A usted no le preocupa mi interés.

Sus palabras fueron tan rápidas y cortantes que se sintió dolido por aquel reproche.

—Eso no es cierto —contestó con un hilo de voz.

—Vaya si lo es. Usted no sabe lo que quiero ni lo que necesito, lo que me gusta ni lo que me desagrada.

Usted no me conoce, Nate, por consiguiente, ¿cómo puede saber qué puede interesarme y qué no?

—De acuerdo, tiene razón. Ni yo la conozco a usted ni usted me conoce a mí. He venido como

representante de la herencia de su padre. Aún me cuesta mucho creer que estoy sentado en la oscuridad delante

de una choza en un primitivo poblado indio perdido en un pantano tan grande como todo el estado de Colorado,

en un país del Tercer Mundo que jamás había visitado, conversando con una encantadora misionera que

casualmente es la mujer más rica del mundo. Sí, tiene usted razón, no tengo ni idea de lo que le interesa, pero es

muy importante que vea estos papeles y los firme.

John Grisham El testamento

105

—No pienso firmar nada.

—Vamos, por Dios.

—No me interesan sus papeles.

—Aún no los ha visto.

—Dígame usted lo que son.

—Se trata de simples formalidades. Mi bufete tiene que legalizar el testamento de su padre. Todos los

herederos en él citados deben comunicar a los tribunales, en persona o bien por escrito, que les ha sido

notificado el procedimiento y se les ha dado ocasión de participar en él. Lo exige la ley.

—¿Y si me niego?

—La verdad es que no había considerado la posibilidad de que lo hiciera. Es algo tan rutinario que todo

el mundo colabora.

—0 sea, que me someto al tribunal de...

—Virginia. El tribunal de legalizaciones de allí asumirá jurisdicción sobre usted, aunque no se halle

presente.

—No estoy muy segura de que me guste la idea.

—En ese caso, suba a nuestra embarcación y nos iremos juntos a Washington.

—No pienso marcharme de aquí.

A continuación se produjo una larga pausa que pareció aún más silenciosa a causa de la oscuridad que

ahora los envolvía. El chico permanecía inmóvil bajo el árbol. Los indios estaban retirándose a sus chozas en

medio de la quietud de la noche, rota tan sólo por el llanto de algún niño.

—Voy por un poco de zumo —anunció Rachel casi en voz baja, entrando en la casa.

Nate se levantó, estiró las doloridas extremidades y empezó a dar manotazos a los mosquitos. Se había

olvidado el repelente en la tienda.

En el interior de la choza parpadeaba una especie de lucecita. Rachel sostenía en la mano un recipiente de

barro en el centro del cual ardía una llama.

—Son hojas de aquel árbol de allí —explicó, sentándose en el suelo de la choza junto a la puerta—. Las

quemamos para alejar a los mosquitos. Siéntese aquí cerca.

Nate hizo lo que ella le decía. Rachel regresó con dos tazas llenas de un líquido que él no identificó.

—Es macajuno, se parece al zumo de naranja.

Ambos se sentaron en el suelo casi tocándose, con la espalda apoyada contra la pared de la choza y la

llama del recipiente muy cerca de sus pies.

—Hable en voz baja —le indicó Rachel—. En la oscuridad el sonido se propaga más fácilmente y los

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