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John Grisham - El testamento.doc
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Veía muy conmovido y al borde de las lágrimas, pero conseguía decirle a la cámara lo que acababa de ver. Josh y

Tip Durban hacían lo mismo.

La cinta duraba treinta y nueve minutos. —¿Cómo harán para desenmarañar esto? se preguntó cuando

hubo terminado la grabación.

Era una pregunta sin respuesta. Dos de los herederos —Rex y Libbigail— ya habían presentado

peticiones de impugnación del testamento. Sus abogados —Haré Gettys y Wally Bright respectivamente—

habían conseguido despertar una considerable atención y habían sido entrevistados y fotografiados por la prensa.

Los restantes herederos no tardarían en seguir su ejemplo. Josh había hablado con casi todos los

abogados y la carrera al palacio de justicia ya se había iniciado.

—Todos los desprestigiados psiquiatras del país quieren ver el video —dijo Josh—. Habrá opiniones

para todos los gustos.

—¿Le preocupa a usted la cuestión del suicidio?

—Por supuesto que sí; pero él lo planeó todo con sumo cuidado, incluso su muerte. Sabía exactamente

cómo y cuándo quería morir.

—¿Y el otro testamento tan grueso que firmó en primer lugar? —preguntó Wycliff

—No lo firmó.

—Pero si lo he visto. Está en el video.

—No. Garabateó el nombre del ratón Mickey.

Wycliff estaba tomando notas en un bloc de tamaño folio. Su mano se detuvo en medio de una frase.

—¿El ratón Mickey? —repitió.

John Grisham El testamento

109

—Así estamos, señor juez. Desde 1982 hasta 1996 preparé once testamentos para el señor Phelan,

algunos gruesos y otros delgados, y en todos ellos la fortuna se repartía de maneras tan distintas que cuesta

imaginárselas. La ley establece que cada nuevo testamento anula el anterior. Yo le llevaba el nuevo testamento a

su despacho y ambos nos pasábamos dos horas examinándolo minuciosamente, tras lo cual él lo firmaba. Yo

conservaba los testamentos en mi despacho y siempre le llevaba el último. Una vez que el nuevo había sido

firmado, ambos, el señor Phelan y yo, introducíamos el anterior en la trituradora de documentos que había al

lado de su escritorio. La ceremonia le encantaba. Lo llenaba de alegría durante varios meses, hasta que alguno

de sus hijos lo hacía enfadar y entonces empezaba a decir que quería modificar su testamento.

«Si los herederos consiguen demostrar que no estaba en pleno uso de sus facultades mentales, nos

quedaremos sin testamento, pues todos los demás fueron destruidos.»

—En cuyo caso, habría muerto sin testar —señaló Wycliff.

—Sí, y tal como usted sabe, en ese caso la herencia, según la legislación de Virginia, se reparte entre los

hijos.

—Once mil millones de dólares. Siete hijos.

—Siete que nosotros sepamos. En cuanto a los once mil millones de dólares, al parecer la cifra se ajusta

bastante a la realidad. ¿No impugnaría usted el testamento?

Una sonada disputa legal era precisamente lo que Wycliff deseaba. Sabía que la batalla jurídica haría

mucho más ricos a los abogados, incluido Josh Stafford.

Sin embargo para poder librar una batalla eran necesarios dos bandos, y por el momento sólo había

aparecido uno. Alguien tenía que defender el último testamento del señor Phelan.

—¿Se sabe algo de Rachel Lane? —preguntó.

—No, pero estamos buscándola.

—¿Dónde se encuentra?

—Creemos que trabaja como misionera en algún lugar de América del Sur. Aún no la hemos localizado.

Tenemos gente allí abajo. Josh se dio cuenta de que estaba utilizando la palabra «gente» con una cierta

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