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John Grisham - El testamento.doc
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Impresionante serie a las actividades al aire libre, de sonadas condenas contra médicos acusados de negligencia

en el ejercicio de su profesión. Nate O'Riley se convirtió en una estrella en esa clase de juego y empezó a beber

y a consumir cocaína. Descuidó a su familia y se obsesionó con sus adicciones: los grandes veredictos, la bebida

y la droga. Se las arreglaba en cierto modo para conservar el equilibrio, pero siempre estaba al borde del

desastre. De pronto perdió un juicio y se despeñó por primera vez.

La firma lo escondió en un elegante balneario hasta que estuvo suficientemente recuperado y pudo

protagonizar una rutilante reaparición. La primera de muchas.

—¿Cuándo sale? —preguntó Tip.

Ya no estaba sorprendido y la idea le gustaba cada vez más.

—Pronto.

Nate se había convertido en un adicto irremediable. Podía pasarse meses e incluso años sin probar la

droga, pero siempre acababa recayendo. Las sustancias químicas le habían destrozado la mente y el cuerpo. Su

conducta se volvió excéntrica y los rumores acerca de su locura fueron filtrándose a todos los ámbitos de la

firma, hasta que acabaron por propagarse a través de la red de chismorreos del mundillo de la abogacía.

Casi cuatro meses atrás se había encerrado en una habitación de motel con una botella de ron y una bolsa

de pastillas en lo que muchos de sus compañeros interpretaron como un intento de suicidio.

Josh lo confinó en un centro de desintoxicación por cuarta vez en diez años.

—Puede que sea beneficioso para él —apuntó Tip—. Me refiero a eso de alejarse de aquí durante un

tiempo.

Al tercer día del suicidio del señor Phelan, Hark Gettys llegó a su despacho antes del amanecer, ya

cansado pero ansioso de que empezara el día. Había cenado muy tarde con Rex Phelan y después ambos se

habían pasado dos horas en un bar, en el que apenas habían podido contener su impaciencia por la cuestión del

testamento mientras planeaban sus futuras estrategias. Por eso tenía los ojos hinchados y enrojecidos y le dolía la

cabeza; pero a pesar de ello se movía con agilidad alrededor de la cafetera.

Las tarifas horarias de Hark eran muy variadas. El año anterior se había encargado de un desagradable

caso de divorcio por una suma tan baja como doscientos dólares la hora. A cada posible cliente le pedía

trescientos cincuenta dólares, lo cual era bastante poco para un ambicioso abogado del distrito de Columbia,

pero cuando conseguía que lo contrataran por esa suma, más tarde hinchaba la minuta y obtenía lo que merecía.

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Una cementera indonesia le había pagado cuatrocientos cincuenta dólares la hora por un asunto sin importancia

y después había intentado estafarlo con un cheque falso. Había resuelto un caso de homicidio en el que había

ganado una tercera parte de trescientos cincuenta mil dólares. Por consiguiente, en la cuestión de los honorarios

ponía toda la carne en el asador.

Hark trabajaba como especialista en litigios en un bufete de cuarenta abogados, un equipo de segunda fila

con un historial de combates cuerpo a cuerpo y disputas que habían dificultado su desarrollo, por cuyo motivo él

estaba deseando abrir su propia firma. Casi la mitad de sus ganancias anuales iban a parar a la partida de gastos

generales, y en su opinión aquel dinero pertenecía a su bolsillo.

En determinado momento de una noche de insomnio, había tomado la decisión de aumentar su tarifa a

quinientos dólares la hora y de cobrar una semana con carácter retroactivo. Llevaba seis días trabajando

exclusivamente en el asunto Phelan y, ahora que el viejo había muerto, su chiflada familia era el sueño dorado

de cualquier abogado.

Lo que Hark ansiaba con toda el alma era una dura contienda, una larga y encarnizada pelea en la que

numerosas jaurías de abogados presentaran toneladas de estupideces legales. Un juicio sería algo maravilloso,

una batalla de alto nivel por una de las más grandes herencias de Estados Unidos, en la que él desempeñaría el

papel principal. Ganar la batalla sería bonito, pero no lo más importante. Se embolsaría una fortuna y se haría

famoso y en eso estribaba el moderno ejercicio de la abogacía. A quinientos dólares la hora, sesenta horas a la

semana, cincuenta semanas al año, la facturación anual bruta de Hark alcanzaría el millón y medio de dólares.

Los gastos generales para un nuevo bufete —alquiler, secretarias, auxiliares— sumarían medio millón de dólares

como máximo, por lo que él podría ganar un millón de dólares en caso de que abandonara su miserable firma y

abriera su propio bufete unas puertas más abajo.

Listo. Apuró de un trago el café y se despidió mentalmente de su desordenado despacho. Echaría el

cerrojo con el caso Phelan y puede que con uno o dos más. Se llevaría a su secretaria y a su auxiliar y se daría

prisa en hacerlo, antes de que la firma pudiera reclamarle parte de los honorarios del caso del millonario suicida.

Se sentó tras su escritorio y se le aceleró el pulso al pensar en su nueva firma y en la forma en que podría

combatir con Josh Stafford. Tenía motivos para estar preocupado. Stafford no había querido revelarle el

contenido del nuevo testamento. Había puesto en duda su validez a la vista del suicidio, y el cambio de tono de

Stafford inmediatamente de éste lo había desconcertado. Ahora Stafford se había ausentado de la ciudad y no

contestaba a sus llamadas.

Estaba deseando que la pelea comenzase.

A las nueve se reunió con Libbigail Phelan Jeter y Mary Ross Phelan Jackman, las dos hijas del primer

matrimonio de Troy. Rex había concertado la cita a instancias de Hark. Aunque ambas mujeres tenían abogado

en aquel momento, Hark las quería como clientes. Cuantos más clientes tuviera, mayor sería su fuerza en la

mesa de negociación y en la sala de justicia, aparte de que podría cobrarles a cada uno de ellos quinientos

dólares la hora por el mismo trabajo.

La reunión fue un poco embarazosa, pues ninguna de las dos mujeres se fiaba de Hark, sencillamente

porque no se fiaban de su hermano Rex. TJ tenía tres abogados y su madre tenía otro. ¿Por qué debían ellas

juntar sus fuerzas siendo así que nadie más lo hacía? Habiendo tanto dinero en juego, ¿no era mejor que cada

uno contase con su propio abogado?

Hark insistió, pero ganó muy poco terreno. Aunque estaba decepcionado, más tarde siguió adelante con

su plan de abandonar la firma de inmediato. Podía oler el dinero.

Libbigail Phelan Jeter había sido una niña rebelde que no quería a su madre Lillian y ansiaba ser objeto

de la atención de su padre, que raras veces paraba en casa. Tenía nueve años cuando sus padres se divorciaron.

A los catorce años, Lillian la envió a un internado. Troy desaprobaba los internados, aun cuando distaba

de ser un experto en educación infantil, y mientras Libbigail estudiaba en el instituto, había hecho el insólito

esfuerzo de mantenerse en contacto con ella. Muchas veces le decía que la prefería a todos sus hijos. No cabía

duda de que era la más inteligente.

Pero Troy no asistió a la ceremonia de su graduación y se olvidó de enviarle un regalo. El verano que

precedió al inicio de sus estudios universitarios Libbigail se lo pasó tratando de buscar algún medio de lastimar a

su padre. Se fue a Berkeley, oficialmente para estudiar poesía medieval irlandesa, pero tenía el propósito de

estudiar muy poco o nada en absoluto. A Troy no le gustaba la idea de que cursase estudios en California y

menos en una universidad tan radical como la de Berkeley. La guerra del Vietnam estaba tocando a su fin. Los

estudiantes habían ganado y ya era hora de que lo celebrasen.

Se deslizó sin dificultad hacia la cultura de las drogas y el sexo fácil. Vivía en una casa de tres pisos con

un grupo de estudiantes de todas las razas, sexos e inclinaciones sexuales. Las combinaciones variaban cada

semana, lo mismo que el número. Se llamaban a sí mismos «comuna», pero no tenían estructuras ni normas. El

dinero no constituía ningún problema, porque casi todos ellos pertenecían a familias acomodadas. Libbigail era

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conocida simplemente como una hija de una familia rica de Connecticut. Por aquel entonces se calculaba que la

fortuna de Troy sólo ascendía a unos cien millones de dólares.

Dominada por su espíritu de aventura, Libbigail avanzó por la cadena de la droga hasta que la heroína se

apoderó de ella. Su proveedor era un batería de jazz llamado Tino, que vivía más o menos en la comuna. Tino

rondaba los cuarenta, había abandonado sus estudios secundarios en Memphis y nadie sabía exactamente cómo o

cuándo había empezado a formar parte del grupo. Y a nadie le importaba.

Libbigail se aseó justo lo suficiente para viajar al Este al cumplir los veintiún años, un día memorable

para todos los hijos de Troy Phelan, pues era la ocasión en que el viejo les hacía el Regalo. Troy no creía en la

conveniencia de crear fideicomisos para sus hijos. Si no eran responsables a la edad de veintiún años, ¿por qué

llevarlos de la correa? Los fideicomisos exigían fideicomisarios y abogados y daban lugar a constantes peleas

con los beneficiarios que no soportaban recibir el dinero con cuentagotas de manos de unos contables. Había que

darles el dinero, pensaba Troy, y dejar que se ahogaran o nadaran.

Casi todos los hijos de Troy Phelan se ahogaron rápidamente. A Troy se le pasó por alto el cumpleaños

de Libbigail. Se encontraba en algún lugar de Asia por asuntos de negocios. Además, su segundo matrimonio

con Janie estaba en pleno apogeo. Rocky y Geena eran pequeños y él había perdido cualquier interés que

hubiese podido tener por su primera familia.

Libbigail no lo echó de menos. Los abogados completaron los trámites del Regalo y ella se pasó una

semana con Tino en un elegante hotel de Manhattan, completamente drogada.

El dinero le duró casi cinco años, un período de tiempo en el que hubo dos maridos, numerosos amantes,

dos detenciones, tres prolongadas estancias en centros de desintoxicación y un accidente de tráfico que por poco

le cuesta la pierna izquierda.

Su actual marido era un ex motero al que había conocido en un centro de rehabilitación. Pesaba ciento

cuarenta y cinco kilos y lucía una rizada barba gris que le llegaba hasta el pecho. Se llamaba Spike y había

evolucionado hasta convertirse en un tipo honrado. Se dedicaba a fabricar armarios en un taller situado en la

parte de atrás de su modesta vivienda del suburbio de Lutherville, en Baltimore.

El abogado de Libbigail era un desgreñado sujeto llamado Wally Bright en cuyo despacho se presentó de

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