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John Grisham - El testamento.doc
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Vida, y después se arrojó al vacío. Supo engañar a Zadel y a los demás psiquiatras, y ellos se dejaron embaucar.

Es evidente que no estaba en sus cabales.

—¿Porque se arrojó al vacío?

—Sí, porque se arrojó al vacío, porque le dejó el dinero a una heredera desconocida, porque no se tomó

la menor molestia en proteger su fortuna de los impuestos de sucesión, porque ya llevaba bastante tiempo más

loco que un cencerro. ¿Por qué cree usted que decidimos someterlo a ese examen? Si no hubiera estado chalado,

¿qué necesidad habríamos tenido de contratar a tres psiquiatras para que lo examinaran antes de que firmase el

testamento?

—Sin embargo, los tres psiquiatras dijeron que estaba bien.

—Sí, pero se equivocaron de medio a medio. Mi padre se tiró por la ventana. Las personas cuerdas no

hacen esa clase de cosas.

—Y si su padre hubiese firmado el voluminoso testamento y no el testamento manuscrito y después se

hubiera arrojado al vacío, ¿habría estado loco?

—En tal caso, nosotros no nos encontraríamos aquí ahora.

Fue la única vez en el transcurso de los dos días de penosa prueba en que Troy Junior trató de adelantarse

a su contrincante, pero Nate tuvo la habilidad de pasar a otro tema y dejar aquella cuestión para más tarde.

—Vamos a hablar de Rooster Inns —anunció, lo cual hizo que Junior hundiese los hombros.

Era una más de las muchas aventuras arriesgadas y ruinosas en las que Junior se había embarcado, sólo

eso; pero Nate tenía que arrancarle todos los detalles. Un fracaso conducía a otro y cada uno de ellos daba lugar

a una serie de preguntas.

La de Junior había sido una vida muy triste. A pesar de lo difícil que resultaba compadecerse de él, Nate

comprendía que el pobre muchacho jamás había tenido un padre. Buscaba desesperadamente la aprobación de

éste y nunca la había obtenido. Josh le había comentado que Troy se alegraba enormemente cuando los negocios

de sus hijos fracasaban.

El abogado dejó libre al testigo a las cinco y media del segundo día. Rex fue el siguiente. Se había pasado

todo el día esperando en el pasillo y estaba muy nervioso, pues temía que su declaración volviera a aplazarse.

Josh había regresado de Nueva York. Nate le acompañó en una temprana cena.

Rex Phelan se había pasado buena parte del día anterior hablando por el teléfono móvil mientras Nate

O'Riley vapuleaba a su hermano. Rex había participado en los suficientes juicios como para saber que un litigio

significaba tener que esperar: a los abogados, los jueces, los testigos, los expertos, las fechas de los juicios y los

tribunales de apelación, y esperar en los pasillos a que le llegara el turno de declarar. Cuando levantó la mano

derecha y juró decir la verdad, ya despreciaba con toda su alma a Nate. Tanto Hark como Troy junior le habían

advertido acerca de lo que le esperaba. El abogado se metería bajo su piel y se enconaría allí como un grano.

Una vez más, Nate dio comienzo al interrogatorio formulando unas preguntas incendiarias que, en

cuestión de diez minutos, consiguieron poner tensos a la mayoría de quienes se hallaban en la sala. Durante tres

años Rex había sido objeto de investigación por parte del FBI.

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En 1990 se había producido la quiebra de un banco, del que Rex había sido inversor y director. Los

clientes habían perdido dinero. Los litigios llevaban varios años en marcha y no se vislumbraba el final. El

presidente del banco estaba en la cárcel y los que se encontraban cerca del epicentro creían que Rex sería el

siguiente. Había bastante basura para que Nate se pasara muchas horas escarbando.

En broma, le recordaba constantemente a Rex que estaba bajo juramento. Era más que probable que el

FBI estudiara el video de su declaración.

A media tarde Nate empezó a abrirse camino hacia el tema de los bares de alterne. Rex era propietario de

seis locales —todos a nombre de su mujer— en la zona de Fort Lauderdale. Se los había comprado a un hombre

que más tarde había muerto en un tiroteo. Constituían un tema de conversación sencillamente irresistible. Nate

los tomó uno a uno —Lady Luck, Lolita's, Club Tiffany, etcétera— y formuló centenares de preguntas acerca de

las chicas, las bailarinas de striptease, de dónde procedían, cuánto ganaban, si consumían drogas y cuáles, si

tocaban a los clientes... Se interesó, en fin, por la rentabilidad del negocio de la carne. Tras pasarse tres horas

pintando cuidadosamente un retrato del negocio más sórdido del mundo, Nate preguntó:

—¿Trabajaba su actual esposa en uno de esos clubes?

La respuesta fue afirmativa, pero Rex no pudo soltarla sin más. El cuello y la garganta se le enrojecieron

de golpe y, por un instante, pareció que estaba a punto de saltar sobre Nate por encima de la mesa.

—Era contable —contestó, apretando las mandíbulas.

—¿Bailó alguna vez sobre la barra?

Otra pausa mientras Rex sujetaba fuertemente la mesa con los dedos.

—Por supuesto que no.

Era mentira y todos los presentes en la sala lo sabían.

Nate echó un vistazo a unos papeles que tenía delante, buscando la verdad. Todos lo observaron con

atención, esperando, quizá, que sacara una fotografía de Amber en tanga y zapatos de afilados tacones de aguja.

A las seis volvieron a suspender la sesión, con la promesa de proseguir al día siguiente. Cuando se apagó

la cámara de video y la secretaria del juzgado estaba ocupada retirando el equipo, Rex se detuvo a la altura de la

puerta y, apuntando a Nate con el dedo, le dijo:

—Se acabaron las preguntas sobre mi mujer, ¿de acuerdo?

—Eso es imposible, Rex. Todas las propiedades están a su nombre —contestó Nate, agitando unos

papeles que sostenía en la mano como si estuviera en posesión de todos los datos.

Hark empujó a su cliente fuera de la sala.

Una vez solo, Nate se pasó una hora examinando notas, pasando páginas y pensando que ojalá estuviera

en St. Michaels, sentado en el porche de la casa contemplando la bahía. Necesitaba llamar a Phil.

«Es tu último caso —se repetía una y otra vez—. Y lo haces por Rachel.»

A mediodía del segundo día los abogados de los hermanos Phelan ya estaban preguntándose abiertamente

si la declaración de Rex duraría tres días o cuatro. Éste tenía varios juicios pendientes y un embargo preventivo

por valor de siete millones de dólares, pero los acreedores no podían cobrar porque todos los bienes estaban a

nombre de su mujer, Amber, la antigua bailarina de striptease. Nate tomó un informe sobre cada uno de los

juicios, lo depositó sobre la mesa, lo examinó desde todos los ángulos y las perspectivas posibles y volvió a

guardarlo en la carpeta, donde quizá permaneciese definitivamente, o quizá no. El aburrimiento estaba sacando

de quicio a todo el mundo menos a Nate, que consiguió conservar su expresión de seriedad mientras seguía

adelante, de forma implacable, con el interrogatorio.

Durante la sesión de la tarde eligió el tema del suicidio de Troy y de los acontecimientos que lo habían

precedido. Siguió la misma línea que había empleado con junior y de inmediato quedó claro que Hark había

aleccionado a Rex. Las respuestas de éste a las preguntas acerca del doctor Zadel habían sido ensayadas, pero

fueron aceptables. Rex se atuvo a la línea sustentada por todo el grupo: era evidente que los tres psiquiatras se

habían equivocado por completo, pues minutos después Troy se había arrojado al vacío.

Rex pisó terreno más seguro cuando Nate lo sometió a un implacable interrogatorio acerca de su

desdichada carrera profesional en el seno del Grupo Phelan. Después ambos se pasaron dos dolorosas horas

malgastando los cinco millones de dólares que Rex había recibido como herencia.

A las cinco y media de la tarde, Nate anunció bruscamente que había terminado y abandonó la sala.

Un par de testigos en cuatro días. El espectáculo de dos hombres desnudados frente a una camara de un

video no era muy agradable. Los abogados de los Phelan se dirigieron a sus respectivos automóviles y se

marcharon. Quizá lo peor ya hubiera pasado, o quizá no.

Sus clientes habían sido unos niños mimados, ignorados por su padre y arrojados a un mundo de

voluminosas cuentas bancarias a una edad en que todavía no estaban preparados para manejar dinero, pese a lo

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cual se había esperado de ellos que triunfaran. Sus elecciones no habían sido buenas, pero el verdadero culpable

había sido, en definitiva, Troy. Ésa era la ponderada opinión de los abogados de los hermanos Phelan.

Libbigail entró en la sala a primera hora de la mañana del viernes y fue conducida al estrado de los

testigos. Llevaba el cabello cortado casi al rape a los lados, con un poco más de un par de centímetros de pelo

gris en la parte superior de la cabeza y lucía tantas joyas baratas en el cuello y las muñecas que, cuando levantó

la mano para prestar juramento, se oyó un estrépito a la altura de su codo.

Miró a Nate horrorizada. Sus hermanos le habían contado lo peor acerca de él.

Sin embargo, estaban a viernes y las ansias de Nate por abandonar la ciudad eran mucho mayores que las

de comer cuando tenía apetito. La miró sonriendo e inició el interrogatorio con unas fáciles preguntas sobre sus

antecedentes. Hijos, empleos, matrimonios. Durante treinta minutos, todo fue muy agradable. Después Nate

empezó a indagar en su pasado. En determinado momento, le preguntó:

—¿Cuántas veces se ha desintoxicado por consumo de drogas o alcohol? —Al advertir que la pregunta la

escandalizaba, añadió—: Yo mismo he pasado por eso en cuatro ocasiones, de modo que no tiene por qué

avergonzarse.

Su sinceridad la cautivó.

—La verdad es que no me acuerdo —respondió—. Llevo seis años limpia.

—Estupendo —dijo Nate. De un adicto a otro—. La felicito.

A partir de ese momento, ambos hablaron como si estuvieran solos. Nate tuvo que fisgonear, no sin

pedirle disculpas por ello. Se interesó por los cinco millones y, haciendo gala de un extraordinario gracejo, ella

le contó historias de drogas buenas y hombres malos. A diferencia de sus hermanos, Libbigail había encontrado

la estabilidad. Se llamaba Spike, el ex motero que también se había desintoxicado y había aprendido a ser

obediente. Vivían en una casita en una zona residencial de Baltimore.

—¿Qué haría usted si recibiera una sexta parte de la herencia de su padre? —preguntó Nate.

—Comprar un montón de cosas —contestó Libbigail—. Como usted. Como cualquier hijo de vecino.

Pero esta vez tendría cuidado con el dinero. Mucho cuidado.

—¿Qué sería lo primero que compraría?

—La Harley más grande del mundo para Spike. Después, una casa más bonita, aunque no una mansión.

—Le brillaban los ojos mientras se gastaba mentalmente el dinero.

Su declaración duró menos de dos horas. La siguió su hermana Mary Ross Phelan Jackman, que también

miró a Nate como si éste tuviera colmillos. De todos los cinco herederos Phelan mayores de edad, Mary Ross era

la única que todavía estaba casada con su primer esposo, un prestigioso traumatólogo con otro matrimonio a su

espalda. Mary Ross vestía con elegancia y lucía bonitas joyas.

Las primeras preguntas revelaron una experiencia universitaria tan prolongada como las de sus hermanos,

pero sin interrupciones, adicciones o expulsiones. Había tomado su dinero y se había pasado tres años viviendo

en la Toscana y otros dos en Niza. A los veintiocho años se había casado con el médico y ahora tenía dos hijas,

una de siete años y otra de cinco. No quedó muy claro cuánto quedaba de los cinco millones. Su esposo se

encargaba de manejar las inversiones de ambos, por lo que Nate suponía que debían de estar prácticamente sin

un centavo. Ricos, pero llenos de deudas. En los antecedentes que había preparado Josh sobre Mary Ross

figuraban una gran mansión con coches de importación en el sendero de entrada, una casa en una urbanización

de Florida y unos ingresos por parte del médico de setecientos cincuenta mil dólares anuales. Éste pagaba veinte

mil dólares mensuales a un banco, como consecuencia de una sociedad que había tratado infructuosamente de

acaparar el negocio del lavado de automóviles en el norte de Virginia.

El médico también tenía un apartamento en Alexandria para su amante. A Mary Ross y a su marido raras

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