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John Grisham - El testamento.doc
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Ventisca no se había producido. Al llegar a un semáforo en rojo de la avenida Pennsylvania, miró por el espejo

retrovisor y vio el edificio, apretujado entre una docena de otros muy similares, en el que había pasado buena

parte de los últimos veintitrés años. La ventana de su despacho estaba seis pisos más arriba y apenas podía verla.

En la calle M, por la que se accedía a Georgetown, empezó a ver sus guaridas de antaño, los viejos bares

y tugurios donde había compartido oscuras y largas horas con gente a la que ya no conseguía recordar. Sí

recordaba, en cambio, los nombres de los bármanes. Cada local tenía su historia. En sus días de bebedor, una

dura jornada en el despacho o en la sala de justicia debía suavizarse necesariamente con unas cuantas horas

bebiendo, de lo contrario no podía regresar a casa. Giró al norte por Wisconsin y vio un bar en el que una vez se

había peleado con un universitario que estaba aún más borracho que él. La disputa la había provocado una

estudiante un poco ligera de cascos. El barman los había mandado a darse puñetazos a la calle. Cuando a la

mañana siguiente compareció ante el juez, Nate lucía una tirita.

Y allí estaba el pequeño café en el que había comprado cocaína suficiente para matarse. La brigada de

narcotráfico había practicado una redada en el local cuando él se encontraba en período de desintoxicación. Dos

corredores de bolsa habían ido a parar a la cárcel.

Había pasado sus días de gloria en aquellas calles mientras sus esposas esperaban y sus hijos crecían sin

él. Se avergonzaba del sufrimiento que había causado. Cuando abandonó Georgetown juró no regresar jamás.

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En la casa de Stafford volvió a cargar en el automóvil más ropa y efectos personales y se marchó a toda

prisa.

Llevaba en el bolsillo un cheque por valor de diez mil dólares, el anticipo sobre los honorarios. Hacienda

le reclamaba sesenta mil dólares de impuestos atrasados, y la multa ascendería a otro tanto por lo menos. Le

debía a su segunda mujer treinta mil dólares por la manutención de los hijos. Mientras él se recuperaba con

ayuda de Sergio, sus obligaciones mensuales se habían acumulado.

El hecho de que estuviera arruinado no le eximía del pago de aquellas deudas. Reconocía que su futuro

económico era decididamente negro. La manutención de los hijos menores le costaba tres mil dólares mensuales

por cada uno. Y los dos mayores le resultaban casi igual de caros, a causa de las matrículas, la vivienda y la

comida. Podría subsistir con el dinero que le dejase el caso Phelan durante unos cuantos meses, pero, a juzgar

por lo que decían Wycliff y Josh, el juicio se adelantaría en lugar de retrasarse. Cuando se cerrara finalmente la

testamentaría, él comparecería ante un juez federal, se declararía culpable de evasión de impuestos y entregaría

su licencia.

El padre Phil estaba enseñándole a no preocuparse por el futuro. El Señor cuidaba de los suyos.

Nate se preguntó una vez más si Dios estaba recibiendo más de lo que había pactado.

Puesto que era incapaz de escribir en otro tipo de papel que no fuera el de oficio, por la comodidad de sus

amplios márgenes y sus anchas líneas, Nate tomó una hoja e intentó escribirle una carta a Rachel. Tenía la

dirección en Houston de Tribus del Mundo. Indicaría en el sobre «Personal y Confidencial», lo dirigiría a Rachel

Lane y añadiría una nota explicatoria: «A quien corresponda».

Alguien de Tribus del Mundo debía de saber quién era ella y dónde estaba. A lo mejor, ese alguien estaba

al corriente de que Troy era su padre. Y, a lo mejor, ese alguien había atado cabos y ya sabía que su Rachel era

la beneficiaria.

Nate suponía, además, que Rachel se pondría en contacto con Tribus del Mundo, si no lo había hecho ya.

Estaba en Corumbá, pues había ido a verlo al hospital. Era lógico suponer que desde allí hubiera llamado a

Houston para comentarle a alguien la visita que él le había hecho.

Recordaba que ella le había comentado el presupuesto anual que le asignaba Tribus del Mundo. Tenía

que haber algún método de correspondencia por correo. Si su carta llegaba a las manos apropiadas en Houston,

quizá también llegase al lugar apropiado de Corumbá.

Escribió la fecha y, después, «Querida Rachel».

Se pasó una hora contemplando el fuego que ardía en la chimenea mientras trataba de buscar palabras

que sonaran inteligentes. Al final, inició la carta con un párrafo en el que hablaba de la nieve. ¿La echaba ella de

menos de la época de su infancia? ¿Cómo eran las nevadas de Montana? En aquellos momentos había una capa

de al menos treinta centímetros de grosor al otro lado de su ventana.

Se vio obligado a confesarle que estaba actuando como abogado suyo y, en cuanto entró de lleno en el

ritmo de la jerga legal, la carta echó a andar sin dificultad. Le explicó con toda la sencillez que pudo lo que

estaba ocurriendo con el juicio.

Le habló del padre Phil, de la iglesia y del sótano. Estaba estudiando la Biblia y le gustaba mucho.

Rezaba por ella.

Al terminar, vio que había llenado tres páginas y se sintió orgulloso. La leyó un par de veces y la

consideró digna de ser enviada. Si la carta llegaba a la choza de Rachel, sabía que ésta la leería una y otra vez y

no prestaría la menor atención a las deficiencias de su estilo.

Estaba deseando volver a verla.

Uno de los motivos del lento avance de las obras de reforma del sótano de la iglesia era la tendencia del

padre Phil a levantarse tarde. Laura decía que ella salía diariamente de casa a las ocho de la mañana para

dirigirse al parvulario, y la mayor parte de las veces el párroco aún seguía bajo las mantas. Era un ave nocturna,

decía él para justificarse, y le encantaba ver viejas películas en blanco y negro en la televisión pasada la

medianoche.

De ahí la extrañeza de Nate cuando Phil le llamó el viernes a las siete de la mañana y le preguntó:

—¿Ha leído el Post?

—No leo los periódicos —contestó Nate.

Se había librado de aquella costumbre durante su período de desintoxicación. En cambio, Phil leía cinco

periódicos al día. Eran una buena fuente de material para sus sermones.

—Pues creo que le convendría hacerlo.

—¿Por qué?

—Hay un reportaje sobre usted.

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Nate se calzó las botas y recorrió las dos manzanas que lo separaban de una cafetería de Main Street. En

la primera plana de la sección dedicada al área metropolitana aparecía un bonito reportaje acerca del hallazgo de

la heredera perdida de la fortuna de Troy Phelan. Los documentos se habían presentado a última hora del día

anterior en el juzgado de distrito del condado de Fairfax, en el que ella, a través de su abogado, un tal Nate

O’Riley, rechazaba los argumentos de las personas que habían impugnado el testamento de su padre. Puesto que

no había muchas cosas que decir acerca de ella, el reportaje se centraba en su abogado. Según su declaración,

presentada también en el juzgado, éste había localizado a Rachel Lane, le había mostrado una copia del

testamento manuscrito, había discutido con ella las distintas cuestiones legales y había conseguido convertirse en

su abogado.

No se ofrecía ninguna indicación concreta acerca del paradero de la señorita Lane.

El señor O'Riley era un antiguo socio del bufete Stafford; había sido un destacado procurador de los

tribunales, había abandonado el bufete en agosto; se había declarado insolvente en octubre; había sido

encausado en noviembre y todavía tenía que responder de la acusación de fraude fiscal que pesaba sobre él. Las

autoridades tributarias señalaban que les había escamoteado sesenta mil dólares, y para redondear la cosa, el

reportero mencionaba el innecesario dato de sus dos divorcios y completaba la humillación con la pésima

fotografía que acompañaba el reportaje, en la cual O'Riley aparecía con una copa en la mano en un bar del

distrito de Columbia. Nate estudió su granulosa imagen de varios años atrás, con los ojos irritados, las mejillas

oscurecidas por el alcohol y una estúpida sonrisa de complacencia, como si estuviera alternando con personas de

su agrado. Se avergonzó al verla, pero era algo que pertenecía a otra vida.

Naturalmente, ningún reportaje podía considerarse completo sin una rápida enumeración de los

turbulentos detalles de la vida y muerte de Troy: tres esposas, siete hijos conocidos, unos once mil millones de

dólares en activos y su vuelo final desde catorce pisos de altura.

No había sido posible contactar con el señor O'Riley para conocer sus opiniones. El señor Stafford no

tenía nada que declarar. En cuanto a los abogados de los herederos Phelan, ya habían dicho tantas cosas que no

había sido necesario preguntarles nada más.

Nate dobló el periódico y regresó a casa. Eran las ocho y media. Le quedaban casi dos horas antes de la

reanudación de las obras del sótano. Los sabuesos ya conocían su nombre, pero les resultaría muy difícil dar con

su rastro. Josh había dispuesto que su correspondencia se desviara a un apartado de Correos del distrito de

Columbia. Le habían asignado un nuevo número de teléfono de oficina, a nombre de Nate O'Riley, abogado. Las

llamadas las atendía una secretaria del bufete de Josh que archivaba los mensajes.

En St. Michaels, sólo el párroco y su mujer conocían su identidad. Corrían rumores de que era un

próspero abogado de Baltimore que estaba escribiendo un libro.

Se enviaron por correo copias de la respuesta de Rachel Lane a todos los abogados de los hermanos

Phelan que, en su conjunto, se quedaron estupefectos al recibir la noticia. De modo que estaba viva y dispuesta a

presentar batalla, por más que la elección del abogado resultase en cierto modo enigmática. La fama de O'Riley

era cierta. Se trataba de un hábil y brillante letrado que no podía soportar la presión a que estaba sometido; pero

los representantes legales de los hermanos Phelan y el propio juez Wycliff sospechaban que quien llevaba la voz

cantante era Josh Stafford. Había rescatado a O'Riley de las drogas y el alcohol, lo había regenerado, había

depositado el expediente en sus manos y lo había enviado al juzgado.

Los abogados de los Phelan se reunieron el viernes por la mañana en el despacho de la señora Langhorne,

ubicado en uno de los modernos edificios de la avenida Pennsylvania, en la zona comercial. El bufete era un

poco quiero y no puedo: sus cuarenta abogados constituían un número suficiente para atraer clientes de la

máxima categoría, pero su ambiciosa dirección había elegido el espectacular y ostentoso mobiliario propio de

unos abogados que estaban esperando con ansia la gran oportunidad que los lanzara a la fama.

Habían acordado reunirse una vez por semana, cada viernes a las ocho y por no más de dos horas, para

analizar el litigio Phelan y planear la estrategia.

La idea había sido de Langhorne, quien había comprendido que ella tendría que ser la conciliadora, pues

los chicos estaban demasiado ocupados pavoneándose y combatiendo. Además, había demasiado dinero que

perder en un juicio en el que los contendientes, todos agrupados a un lado de la estancia, estaban apuñalándose

mutuamente por la espalda.

Al parecer, la depredación ya había terminado, o eso creía ella por lo menos. Sus clientes Geena y Cody

no la abandonarían. Yancy llevaba al joven Ramble muy bien sujeto por la correa y Wally Bright vivía

prácticamente con Libbigail y Spike. Hark tenía a los otros tres —Troy junior, Rex y Mary Ross— y daba la

impresión de conformarse con su cosecha. El polvo estaba posándose alrededor de los herederos. Las relaciones

adquirían por momentos un carácter familiar. Las cuestiones se habían definido y los abogados sabían que como

no trabajasen en equipo perderían el pleito.

La cuestión número uno era Snead. Se habían pasado varias horas estudiando los videos de su primer

intento y cada uno de ellos había preparado largas notas acerca de la manera de mejorar su actuación. La

invención de mentiras resultaba descarada. Yancy, un antiguo aspirante a guionista cinematográfico, había

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llegado a escribirle a Snead un guión de cincuenta páginas plagado de afirmaciones en las que se presentaba al

pobre Troy como un individuo totalmente insensato.

La número dos era Nicolette, la secretaria. En unos días la machacarían delante de las cámaras de video,

pues la chica tendría que decir ciertas cosas. A Bright se le había ocurrido apuntar la posibilidad de que el viejo

hubiera sufrido un ataque de apoplejía en el transcurso de una relación sexual con ella horas antes de enfrentarse

con los tres psiquiatras, algo que sólo Nicolette y Snead estaban en condiciones de declarar. Un ataque de esa

especie equivaldría a una merma de las facultades mentales. La genial idea había sido aceptada de inmediato,

pero había dado lugar a una prolongada discusión acerca de la autopsia. Aún no disponían de una copia del

resultado. El pobre hombre se había estrellado contra el suelo de ladrillos del patio y había sufrido un terrible

golpe en la cabeza, como cabía esperar. ¿Podía la autopsia, a pesar de ello, revelar la presencia de un ataque

cerebral?

La número tres eran sus propios expertos. El psiquiatra de Grit había protagonizado una precipitada

salida en compañía de éste, por cuyo motivo ahora sólo había cuatro letrados, uno por cada bufete. No era un

número difícil de manejar en un juicio y, de hecho, podía resultar más convincente, sobre todo en caso de que

todos ellos llegaran a las mismas conclusiones por caminos distintos. Los abogados habían acordado ensayar

también las declaraciones de sus psiquiatras, y los habían sometido a duros interrogatorios, tratando de provocar

su derrumbamiento por efecto de la presión.

La número cuatro era la necesidad de contar con más testigos. Tenían que encontrar a otras personas que

hubieran estado alrededor del viejo Troy Phelan en sus últimos días. En eso Snead podría echarles una mano.

La última cuestión a debatir era la aparición de Rachel Lane y su abogado.

—No hay nada en los registros firmado por esta mujer —anunció Hark—. Es una especie de reclusa.

Nadie sabe dónde está excepto su abogado, y éste no quiere revelarlo. Han tardado un mes en localizarla, y no

ha firmado nada. Desde un punto de vista técnico, el tribunal carece de jurisdicción sobre ella. En mi opinión, es

obvio que esta mujer se muestra reacia a presentarse.

—Lo mismo les ocurre a algunos ganadores de la lotería —terció Bright—. Quieren llevar la cosa con

discreción para evitar que todos los sablistas del barrio llamen a su puerta.

—¿Y si no quiere el dinero? —preguntó Hark, dejando boquiabiertos de asombro a todos los presentes en

la estancia.

—Eso es una locura —replicó instintivamente Bright, pero sus palabras se perdieron en el aire mientras él

reflexionaba acerca de aquella posibilidad.

Al ver que los demás se rascaban la cabeza, perplejos, Hark insistió en el tema.

—Era sólo una idea, pero convendría tenerla en cuenta. Según la legislación de Virginia, el legado de un

testamento puede rechazarse, en cuyo caso queda dentro de la testamentaría, sujeto a las restantes disposiciones.

Si este testamento es impugnado y no existe ningún otro, los siete hijos de Troy Phelan se lo llevarán todo. Y, si

Rachel Lane no quiere nada, nuestros clientes se repartirán la herencia.

Unos vertiginosos cálculos cruzaron por la mente de los abogados. Once mil millones menos los

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