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John Grisham - El testamento.doc
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Vio el teléfono y le llamó la atención. Al parecer, seguía funcionando. Como era de esperar, Josh se había

encargado de que se pagaran todas las facturas. Llamó a Sergio a su casa y se pasó veinte minutos charlando con

él. Sergio estaba preocupado y lo regañó por no dar señales de vida. Nate le explicó lo ocurrido con el servicio

telefónico en el Pantanal. Las cosas estaban yendo en otra dirección, se enfrentaba con algunas incógnitas, pero

su aventura seguía adelante. Abandonaría su profesión y se libraría de ir a la cárcel.

Sergio no le hizo ninguna pregunta relacionada con la bebida. Le daba la impresión de que Nate se había

rehabilitado y había recuperado las fuerzas. Éste le dio el número de la casa donde se hospedaría y ambos

prometieron almorzar juntos muy pronto.

Después llamó a su hijo mayor a la Universidad del Noroeste en Evanston y le dejó un mensaje en el

contestador. ¿Dónde podría estar un estudiante de posgrado de veintitrés años a las siete de la mañana de un

domingo? No en la iglesia asistiendo a misa, desde luego. Nate prefería no saberlo. No importaba lo que hiciese,

nunca fracasaría tan estrepitosamente como su padre. Su hija tenía veintiún años y estudiaba de forma

discontinua en la Universidad Pitt. La última conversación que había mantenido con ella había girado en torno al

tema de la matrícula; la conversación había tenido lugar la víspera de que él se fuera a una habitación de motel

con una botella de ron y una bolsa llena de pastillas.

No conseguía encontrar el número de teléfono de su hija. Desde que dejara a Nate, la madre de ambos

jóvenes había vuelto a casarse un par de veces. Era una persona desagradable, a la que él sólo llamaba en caso

estrictamente necesario. Esperaría un par de días y le telefonearía para pedirle el número de su hija. Estaba

decidido a hacer el doloroso viaje hasta Oregón para ver por lo menos a sus dos hijos menores. Su madre había

contraído otra vez matrimonio, curiosamente con un abogado, en cuya existencia estaba claro que no tenía

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cabida ningún vicio. Les pediría perdón y trataría de sentar las frágiles bases de una relación. No sabía muy bien

cómo hacerlo, pero había jurado que lo intentaría.

Se detuvo en un café de Annapolis para desayunar. Escuchó las predicciones meteorológicas desde un

reservado ocupado por un grupo de pendencieros clientes habituales del local y echó distraídamente un vistazo

al Post. Leyó los titulares y las noticias de última hora y no vio nada que le interesara. Las noticias jamás

cambiaban; problemas en Oriente Próximo; problemas en Irlanda; escándalos en el Congreso; los mercados

subían y volvían a bajar; un vertido de petróleo; otro medicamento contra el sida; matanzas de campesinos por

parte de las guerrillas en América del Sur; disturbios en Rusia.

La ropa le estaba holgada, por lo que decidió comerse tres huevos con jamón y galletas. Los del

reservado habían llegado a un frágil consenso, según el cual volvería a nevar.

Cruzó la bahía de Chesapeake por el Bay Bridge. Las carreteras de la costa oriental seguían cubiertas de

nieve en algunos tramos. El jaguar derrapó por dos veces y lo obligó a aminorar la marcha. El vehículo tenía un

año de antigüedad y Nate no recordaba cuándo expiraba el alquiler; sólo había elegido el color, pues su

secretaria se había ocupado del papeleo, pero estaba decidido a librarse de él lo antes posible y buscarse un viejo

automóvil con tracción en las cuatro ruedas. Antes aquel coche elegante, tan propio de un abogado, le parecía un

detalle muy importante. Ahora ya no le hacía falta.

Al llegar a Easton, giró en la carretera estatal 33, todavía cubierta por cinco centímetros de nieve en

polvo. Siguió las huellas de otros vehículos y pronto cruzó las adormiladas localidades costeras con sus puertos

llenos de embarcaciones de vela. Las playas de la bahía de Chesapeake aparecían blancas después de la nevada y

el agua era de un color intensamente azul.

St. Michaels tenía una población de mil trescientos habitantes. La carretera 33 se convertía, al cruzar la

ciudad a lo largo de unas pocas manzanas, en Main Street, la calle principal, con tiendas y locales comerciales a

ambos lados y viejos edificios muy juntos los unos de los otros, perfectamente conservados y listos para salir en

una postal.

Nate había oído hablar toda su vida de St. Michaels. La localidad tenía un museo marítimo, un festival de

las ostras, un puerto con gran actividad y docenas de encantadores establecimientos hoteleros que ofrecían

alojamiento y desayuno y atraían a muchos habitantes de la ciudad durante largos fines de semana. Nate pasó

por delante de la oficina de Correos y de una pequeña iglesia cuyo párroco estaba quitando la nieve de los

peldaños con una pala.

La casa estaba en Green Street, a dos manzanas de distancia de Main Street, orientada hacia el norte y

con una vista del puerto. Era de estilo victoriano, con unos gabletes gemelos y un largo porche exterior que

rodeaba los muros laterales. Estaba pintada de azul pizarra, tenía unos adornos de madera blancos y amarillos y

la nieve acumulada llegaba casi hasta la puerta principal. El jardín delantero era pequeño y el sendero de entrada

estaba cubierto por cincuenta centímetros de nieve. Nate aparcó junto al bordillo y se abrió paso como pudo

hasta el porche. Una vez dentro de la casa, fue encendiendo las luces mientras se dirigía a la parte posterior. En

un armario que había junto a la puerta trasera encontró una pala de plástico.

Se pasó una hora maravillosa limpiando el porche y quitando la nieve del sendero de entrada y de la acera

para poder regresar a su automóvil.

Como era de esperar, la casa estaba lujosamente decorada con antigüedades y ofrecía un aspecto muy

pulcro y bien organizado. Josh le había dicho que una mujer iba todos los miércoles para limpiar y quitar el

polvo. La señora Stafford pasaba allí dos semanas en primavera y una en otoño. En el transcurso de los últimos

dieciocho meses Josh sólo había dormido tres noches en la casa. Había cuatro dormitorios y otros tantos baños.

Menuda casita.

Pero no había café, lo cual constituyó la primera emergencia del día. Nate cerró las puertas y se dirigió al

centro. Las aceras estaban limpias y mojadas a causa de la nieve que empezaba a fundirse. Según el termómetro

del escaparate de la barbería, la temperatura era de cuatro grados. Las tiendas y negocios estaban cerrados. Nate

estudió los escaparates mientras caminaba sin prisa. De pronto oyó sonar las campanas de la iglesia.

Según el boletín que le entregó el anciano portero, el párroco era el padre Phil Lancaster, un hombrecillo

bajito y vigoroso con gruesas gafas de montura de concha y ensortijada cabellera pelirroja con algunas hebras

grises. Igual hubiera podido tener treinta y cinco años que cincuenta. El rebaño que asistiría al acto religioso de

las once era viejo y escaso, debido sin duda al mal tiempo. Nate contó veintiuna personas en el pequeño templo,

incluyendo al propio Phil y al organista. Había muchas cabezas grises.

La iglesia era muy bonita, con techo abovedado, bancos y suelo de madera oscura y cuatro vidrieras de

colores. Cuando el solitario portero se acomodó en el último banco, Phil se levantó con sus negras vestiduras y

dio la bienvenida a la iglesia de la Trinidad, en la que todo el mundo se sentía como en casa. Tenía una voz

sonora y nasal, y no necesitaba micrófono. En su plegaria, el párroco dio gracias a Dios por la nieve y el

invierno y por las estaciones que se nos daban como recordatorio de que todo estaba siempre en sus manos.

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Siguieron los himnos y las plegarias. Cuando el padre Phil empezó a predicar, se percató de la presencia

de Nate, el único forastero, sentado en el banco de la antepenúltima fila. Ambos intercambiaron una sonrisa y,

por un angustioso momento, Nate temió que el cura tuviera intención de presentarlo a los demás feligreses.

El sermón versaba sobre el tema del entusiasmo, una elección un poco extraña dado el promedio de edad

de los concurrentes. Nate trató por todos los medios de prestar atención, pero no pudo evitar distraerse. Sus

pensamientos regresaron a la capillita de Corumbá con su puerta y sus ventanas abiertas, a través de los cuales

penetraba un calor sofocante, el Cristo en la cruz y el joven de la guitarra.

Para no ofender a Phil, se esforzó en mantener los ojos clavados en el globo de mortecina luz fijado a la

pared, detrás y por encima del púlpito. Al observar el grosor de las gafas del predicador, abrigó la esperanza de

que su desinterés pasara inadvertido.

Sentado en la caldeada y pequeña iglesia, finalmente a salvo de las incertidumbres de su gran aventura, a

salvo de las fiebres y las tormentas, de los peligros del distrito de Columbia, de sus adicciones y de la

destrucción espiritual, Nate se dio cuenta de que se sentía en paz por primera vez en su vida, que él recordara.

No temía nada. Dios estaba atrayéndolo, y aunque Nate no sabía hacia dónde, no sentía miedo. «Ten paciencia»,

se dijo.

Entonces musitó una oración. Le dio gracias a Dios por haberle salvado la vida y rezó por Rachel, porque

sabía que ella estaba rezando por él.

La serenidad lo indujo a sonreír. Cuando terminó la plegaria, abrió los ojos y vio a Phil, que lo miraba

con una sonrisa en los labios.

Después de la bendición, los fieles empezaron a salir y, al llegar a la puerta, pasaron por delante de Phil.

Cada uno de ellos lo felicitó por el sermón y le hizo algún breve comentario relacionado con la iglesia. La cola

se movía muy despacio, pues en realidad aquello era un ritual.

—¿Cómo está su tía? —le preguntó Phil a uno de los feligreses, escuchando después con sumo interés la

descripción del más reciente achaque de la mujer.

—¿Qué tal va la cadera? —le preguntó a otro—. ¿Cómo fue el viaje a Alemania?

Estrechaba las manos y se inclinaba hacia delante para escuchar mejor lo que le decían. Sabía lo que

pensaban los fieles. Nate permaneció pacientemente al final de la cola. No tenía prisa. Nada ni nadie lo esperaba.

—Bienvenido —dijo el padre Phil, dándole la mano y sujetándolo por el otro brazo—. Bienvenido a la

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