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John Grisham - El testamento.doc
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Vivienda de Georgetown había terminado durante su estancia en el centro de desintoxicación. No tenía ningún

sitio a donde ir cuando regresara. Ni familia propiamente dicha. Sus dos hijos mayores se habían distanciado de

él y no sentían el menor interés por verlo, y a los dos pequeños de su segundo matrimonio se los había llevado la

madre. Hacía seis meses que no los veía y apenas había pensado en ellos en Navidad.

Al cumplir cuarenta años había ganado un pleito contra un médico, a quien se le pedía una indemnización

de diez millones de dólares por no haber diagnosticado un cáncer. Fue el veredicto más importante de su carrera.

Cuando al cabo de dos años terminaron las apelaciones, su bufete percibió unos honorarios superiores a los

cuatro millones de dólares. Su bonificación de aquel año ascendió a un millón y medio de dólares. Fue rico

durante unos meses, hasta que se compró la nueva casa. Hubo pieles y brillantes, automóviles y viajes y algunas

Inversiones dudosas. Después empezó a salir con una universitaria adicta a la cocaína y el muro se resquebrajó.

La caída fue muy dura, y se pasó dos meses encerrado. Su segunda mujer se marchó con el dinero, y, aunque

posteriormente regresó y se reconcilió brevemente con él, del dinero nunca más se supo.

Había sido millonario y ahora ya se imaginaba la pinta que debía de tener en aquel patio: enfermo, solo,

arruinado, condenado por fraude fiscal, temiendo regresar a casa y aterrorizado ante la idea de enfrentarse con

las múltiples tentaciones que lo esperaban en su país.

La búsqueda de Rachel había sido emocionante y le había hecho olvidar sus inquietudes. Ahora que todo

había terminado y él se encontraba de nuevo tendido boca arriba, pensó en Sergio, en la desintoxicación, en las

adicciones y en los problemas que lo aguardaban.

No podía pasarse el resto de su vida subiendo y bajando en chalana por el Paraguay con Jevy y Welly,

lejos de la bebida, las drogas y las mujeres y sin preocuparse por sus problemas legales. Tenía que regresar.

Tenía que enfrentarse una vez más con las consecuencias de sus actos.

John Grisham El testamento

135

Un penetrante alarido lo sacó bruscamente de sus ensoñaciones. El chalado pelirrojo había vuelto.

Jevy empujó la cama de ruedas por una galería y después por un pasillo para dirigirse a la parte delantera

del hospital. Se detuvo junto a un cuarto de los porteros y ayudó a su amigo a levantarse. Nate temblaba y estaba

muy débil, pero aun así tenía el firme propósito de escapar. En el interior del cuarto, se quitó la camisa de

hospital y se puso unos holgados pantalones de jugador de fútbol, una camiseta roja, las consabidas sandalias de

goma, una gorra de tela vaquera y unas gafas ahumadas de plástico. Tenía toda la pinta, pero no se sentía

brasileño en absoluto. Jevy había gastado muy poco dinero en la ropa. Cuando se estaba encasquetando la gorra,

se desmayó.

Jevy oyó el golpe contra la puerta. La abrió de inmediato y lo encontró tumbado en el suelo entre unos

cubos y unas fregonas. Lo sujetó por debajo de las axilas y lo arrastró de nuevo hasta la cama, consiguió

colocarlo en ella y lo cubrió con la sábana.

Nate abrió los ojos y preguntó: —¿Qué ha pasado?

—Se ha desmayado —contestó Jevy.

La cama se estaba moviendo y Jevy se encontraba a su espalda. Se cruzaron con dos enfermeras que no

parecieron reparar en ellos.

—No es una buena idea —opinó Jevy.

—Tú sigue adelante.

Se detuvieron muy cerca del vestíbulo. Nate se levantó muy despacio, volvió a sentirse débil y dio unos

pasos. Jevy le rodeó los hombros con su fuerte brazo y evitó que perdiera el equilibrio, agarrándolo por el

bíceps.

—Tómeselo con calma —repetía—. Despacito.

Ni los empleados administrativos que había por allí, ni los enfermos que intentaban ser admitidos, ni los

camilleros y enfermeras que fumaban en los escalones de la entrada, les dirigieron una sola mirada de extrañeza.

El sol azotó con fuerza el rostro de Nate, que se apoyó en Jevy. Cruzaron la calle hasta el lugar donde éste había

dejado aparcada su mastodóntica camioneta Ford.

Al llegar al primer cruce evitaron la muerte por un pelo.

—¿Quieres conducir más despacio si no te importa? —dijo Nate en tono áspero.

Estaba sudando y le gruñía el estómago.

—Perdón —se disculpó Jevy, aminorando considerablemente la marcha.

Echando mano de todo su encanto personal y de la promesa de una futura recompensa, Jevy consiguió

que la recepcionista del hotel Palace les alquilara una habitación doble.

—Mi amigo está enfermo —le explicó en voz baja, señalando con la cabeza a Nate, cuyo aspecto era

ciertamente el de una persona enferma.

Jevy no llevaba equipaje, y no quería que la mujer pensara mal.

Una vez en la habitación, Jevy se dejó caer en la cama. La fuga lo había dejado agotado. Jevy encontró en

la televisión la repetición de un partido de fútbol, pero a los cinco minutos se cansó y se fue para reanudar su

galanteo con la chica de abajo.

Nate intentó un par de veces ponerse en contacto con una telefonista internacional. Recordaba vagamente

haber oído la voz de Josh por teléfono y sospechaba que tenía que volver a llamarlo. Al segundo intento, le

soltaron una parrafada en portugués. Cuando la telefonista intentó hablar en inglés, a Nate le pareció oír las

palabras «tarjeta telefónica». Colgó y se fue a dormir.

El médico llamó a Valdir. Valdir encontró la camioneta de Jevy aparcada en la calle delante del hotel

Palace y al muchacho tmando una cerveza en la piscina. Se agachó junto al borde de ésta y, sin poder ocultar su

irritación, preguntó:

—¿Dónde está el señor O'Riley?

—Arriba, en su habitación —contestó Jevy tras beber otro sorbo de cerveza.

—¿Y por qué está aquí?

—Porque quería irse del hospital. ¿Se lo reprocha?

La única intervención quirúrgica que Valdir había sufrido en su vida se la habían practicado cuatro años

atrás en Campo Grande. Ninguna persona que tuviera dinero hubiese querido permanecer voluntariamente en el

hospital de Corumbá.

—¿Cómo está?

—Yo creo que bien.

—Quédate con él.

John Grisham El testamento

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—Ya no trabajo para usted, señor Valdin

—Lo sé, pero no olvides lo del barco.

—No puedo sacarlo a flote. No fui yo quien lo hundió, sino una tormenta. ¿Qué quiere que haga?

—Quiero que atiendas al señor O'Riley.

—Necesita dinero. ¿Podría pedírselo usted por telegrama?

—Supongo que sí.

—Y también necesita un pasaporte. Lo ha perdido todo.

—Tú cuida de él. Yo me encargaré de lo demás.

La fiebre volvió a subir durante la noche, calentándole el rostro mientras dormía al tiempo que se

consolidaba el impulso que no tardaría en provocar un estrago. Su tarjeta de visita fue una hilera de minúsculas

gotitas de sudor perfectamente alineadas por encima de las cejas y, a continuación, la creciente humedad del

cabello en contacto con la almohada. Hirvió a fuego lento mientras él dormía, preparándose para estallar. Los

temblores y las pequeñas oleadas de escalofríos recorrían todo su cuerpo, pero él estaba tan cansado y su cuerpo

conservaba todavía tantos restos de sustancias químicas que siguió durmiendo sin darse cuenta. No obstante, la

presión que estaba acumulándose por detrás de sus ojos era tan fuerte que, cuando los abriera, no tendría más

remedio que gritar. La fiebre le secó la boca por completo.

Al final, Nate soltó un gruñido. Sintió el terrible martilleo de una taladradora entre las sienes. Cuando

abrió los ojos, la muerte lo esperaba. Estaba sumergido en un charco de sudor, le ardía el rostro y tenía las

rodillas y los codos doblados a causa del dolor. Jevy —musitó en un susurro—. ¡Jevy!

Jevy encendió la lámpara que estaba sobre la mesilla de noche que los separaba y Nate soltó un gruñido

todavía más fuerte.

—¡Apaga eso! —exclamó.

Jevy corrió al cuarto de baño para tener una fuente de luz menos directa. A fin de superar la prueba, había

comprado agua embotellada, hielo, aspirinas, medicamentos de venta sin receta y un termómetro. Creía estar

preparado.

Transcurrió una hora que a Jevy se le hizo eterna. La fiebre subió a cuarenta y las oleadas de escalofríos

eran tan violentas que la pequeña cama vibraba y hacía estremecer el suelo. Cuando Nate no temblaba, Jevy le

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