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John Grisham - El testamento.doc
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Insatisfactoria que era su respuesta—. Troy firmó un testamento poco antes de arrojarse al vacío y me ordenó

que lo mantuviese en secreto durante cierto tiempo. Bajo ningún pretexto puedo divulgar su contenido. Al

menos por el momento.

—¿Cuándo entonces?

—Muy pronto; pero no ahora.

—¿0 sea que todo sigue como siempre?

—Exacto. Este consejo de administración se mantiene todo el mundo conserva su cargo. Mañana la

empresa hará lo mismo que hizo la semana pasada.

Todo aquello sonaba muy bien, pero nadie se lo creía. La compañía estaba a punto de cambiar de mano.

Troy jamás había creído en la conveniencia de repartir las acciones del Grupo Phelan. Pagaba bien a la gente,

pero no aceptaba la tendencia de permitir que los suyos se convirtieran en propietarios de una parte de la

empresa. Sólo un tres por ciento de las acciones estaba en manos de unos pocos empleados que habían recibido

un trato de favor. Se pasaron una hora discutiendo el texto de un comunicado de prensa y después decidieron

suspender las reuniones por espacio de un mes.

John Grisham El testamento

15

Stafford se reunió con Durban en el vestíbulo y juntos se dirigieron en el automóvil de uno de ellos al

despacho del forense en McLean. La autopsia ya había finalizado.

La causa de la muerte era evidente. No había restos de alcohol ni de droga de ningún tipo.

Y no había tumor. Ni el menor signo de cáncer. Troy gozaba de buena salud física en el momento de su

muerte, aunque estaba ligeramente desnutrido.

Tip rompió el silencio mientras cruzaban el Potomac por el puente Roosevelt.

—¿Te dijo él que padecía un tumor cerebral?

—Sí. Varias veces.

Stafford conducía, pero no prestaba la menor atención a las calles, los puentes o los automóviles. ¿Qué

otras sorpresas les tendría reservadas Troy?

—¿Por qué mintió?

—¿Quién sabe? Estás tratando de analizar a un hombre que acaba de arrojarse desde lo alto de un

edificio. El tumor cerebral confería carácter apremiante a todas las cosas. Todo el mundo, yo incluido, pensaba

que se estaba muriendo. Su excentricidad hizo que la sugerencia de un equipo de psiquiatras pareciera una idea

estupenda. Tendió una trampa, ellos acudieron en tropel y ahora sus propios psiquiatras juran que Troy estaba en

su sano juicio. Además, buscaba comprensión. Era un viejo solitario.

—Pero estaba loco, ¿no? Al fin y al cabo, pegó un salto.

—Troy era raro en muchas cosas, pero sabía exactamente lo que hacía.

—¿Por qué saltó?

—Padecía una depresión. Ya te he dicho que era un viejo muy solitario.

Se encontraban en la avenida Constitution, detenidos en medio de un intenso tráfico, tratando de entender

lo que había ocurrido mientras contemplaban los faros traseros de los vehículos que tenían delante.

—Parece fraudulento —dijo Durban—. Los engaña con la promesa del dinero, satisface a sus psiquiatras

y, en el último segundo, otorga un testamento que los deja totalmente arruinados.

—Fue fraudulento, pero eso es un testamento, no un contrato. Según la legislación de Virginia, una

persona no está obligada a dejarles un solo centavo a sus hijos.

—Pero ellos lucharán, ¿no crees?

—Probablemente. Tienen muchos abogados. Hay demasiado dinero en juego.

—¿Por qué los odiaba tanto?

—Creía que eran unas sanguijuelas. Se avergonzaba, y ellos no paraban de pelearse con él. Jamás

ganaron honradamente un centavo y malgastaron mucho dinero suyo. Troy pensaba que, si eran capaces de

despilfarrar millones, también podrían dilapidar miles de millones. Y tenía razón.

—¿Qué parte de culpa le correspondía en esas peleas familiares?

—Una parte muy considerable. No era fácil querer a Troy. Una vez me dijo que había sido un mal padre

y un marido pésimo. No podía quitarles las manos de encima a las mujeres, sobre todo a las que trabajaban para

él. Se consideraba su propietario. —Recuerdo algunas denuncias por acoso sexual.

—Lo arreglamos con discreción. Y soltando muchos dólares. Troy no quería pasar por esa humillación.

—¿Cabe la posibilidad de que existan otros herederos desconocidos?

—Lo dudo. Pero ¿qué puedo saber yo? Jamás imaginé que tuviera otra heredera, y esta idea de dejárselo

todo a ella es algo que no acierto a comprender. Troy y yo nos pasamos muchas horas hablando de sus bienes y

de la forma de repartirlos.

—¿Cómo la encontraremos?

—No lo sé. Aún no he pensado en ella.

Cuando Stafford regresó a su bufete descubrió que todos los que trabajaban en él estaban en ascuas.

Según los criterios de Washington, se trataba de una firma de abogados más bien pequeña: sesenta

profesionales. Josh era el fundador y el socio principal. Tip Durban y otros cuatro letrados tenían la

consideración de socios, lo cual significaba que Josh los escuchaba de vez en cuando y les entregaba una parte

de los beneficios. Durante treinta años, el bufete se había caracterizado por la agresividad con que llevaba los

casos, pero, cuanto más se acercaba Josh a los sesenta, tanto menos tiempo se pasaba en las salas de justicia y

tanto más sentado tras su escritorio atestado de papeles. Habría podido tener cien abogados si hubiera

incorporado a ex senadores, cabilderos y analistas de reglamentaciones, algo normal en el distrito de Columbia,

pero a Josh le encantaban las salas de justicia y sólo contrataba a jóvenes asociados que hubieran intervenido por

lo menos en diez casos con jurado.

John Grisham El testamento

16

La carrera promedio de un abogado especialista en pleitos es de veinticinco años. El primer ataque

cardíaco suele inducirlos a tomarse las cosas con la calma suficiente como para retrasar un segundo. Josh había

evitado quemarse, ocupándose del laberinto de necesidades legales del señor Phelan: valores, leyes

antimonopolio, empleo, fusiones de empresas y docenas de cuestiones de carácter personal.

Tres grupos de asociados esperaban en la sala de recepción de su espacioso despacho. Dos secretarias

tendían memorandos y mensajes telefónicos hacia él mientras se quitaba el abrigo y se sentaba detrás de su

escritorio.

—¿Qué es lo más urgente? —preguntó.

—Creo que esto —contestó una secretaria.

Era de Hark Gettys, un hombre con quien Josh se había pasado el último mes hablando tres veces a la

semana. Marcó el número y Hark se puso inmediatamente al aparato.

Prescindieron de los comentarios intrascendentes y Hark fue directamente al grano.

—Mire, Josh, ya puede imaginarse hasta qué extremo está apremiándome la familia.

—Me lo imagino.

—Quieren ver el maldito testamento, por lo menos conocer su contenido.

Las siguientes frases serían decisivas, y Josh las había preparado con sumo cuidado.

—No tan rápido, Hark.

Tras una breve pausa, Hark preguntó:

—¿Por qué? ¿Ocurre algo?

—Me preocupa la cuestión del suicidio.

—¿Cómo? ¿Qué quiere decir?

—Mire, Hark, ¿cómo puede un hombre estar en pleno uso de sus facultades mentales segundos antes de

arrojarse al vacío?

La tensa voz de Hark se elevó una octava y sus palabras revelaron una ansiedad todavía mayor.

—Ya oyó lo que dijeron los psiquiatras. Qué demonios, lo tenemos grabado.

—¿Siguen manteniendo las mismas opiniones después del suicidio?

—¡Por supuesto que sí!

—¿Me lo puede demostrar? Busco ayuda en esta cuestión, Hark.

—Mire, Josh, anoche sometimos nuevamente a examen a nuestros tres psiquiatras. Se trataba de un

ejercicio muy duro, y se mantienen firmes en sus opiniones. Cada uno de ellos firmó una declaración jurada de

ocho páginas de extensión, ratificándose en sus opiniones acerca de la salud mental del señor Phelan.

—¿Podría ver esas declaraciones?

—Se las envío ahora mismo.

—Sí, por favor.

Josh colgó y esbozó una sonrisa sin mirar a nadie en particular. Los asociados, tres grupos de brillantes,

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