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John Grisham - El testamento.doc
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12.11.2019
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Varones.

Nate hubiera querido besarla aunque sólo fuese en la mejilla, pues estaba claro que llevaba años sin

recibir semejante muestra de afecto. «¿Cuándo fue la última vez que te besaron, Rachel? —había deseado

preguntarle—. Tú has estado enamorada; ¿hasta qué extremo llegaste en lo físico?»

Sin embargo, se guardó las preguntas y, en su lugar, ambos hablaron sobre unas personas a las que no

conocían. Ella tenía un profesor de piano cuyo aliento olía tan mal que hasta las teclas de marfil se habían vuelto

amarillas. Él tenía un entrenador de lacrosse que estaba paralizado de cintura para abajo porque se había roto la

columna vertebral durante un partido. Una chica que asistía a la misma iglesia que Rachel se quedó embarazada

y su padre la condenó desde el púlpito. Una semana después la chica se suicidó. A él se le había muerto un

hermano de leucemia. Nate le acarició las rodillas y al parecer a ella le gustó, pero no fue más allá. No hubiera

estado bien propasarse con una misionera.

Ella se encontraba allí para evitar que él muriera. Había enfermado dos veces de malaria. La fiebre sube y

baja, los escalofríos golpean el vientre como si fueran puños de hielo, pero luego desaparecen. Las náuseas se

experimentan en oleadas. Después pasan varias horas sin que ocurra nada. Rachel le dio unas palmadas en el

brazo y le prometió que viviría. «Eso se lo dice a todos», pensó Nate, dispuesto a aceptar la muerte.

Cesaron las palmadas. Nate abrió los ojos y buscó con la mano a Rachel, pero ya no estaba.

Jevy lo oyó delirar en un par de ocasiones. Cada vez detuvo la embarcación, le dio a beber a Nate un

poco de agua y le mojó con cuidado el sudoroso cabello.

—Ya estamos llegando —le repetía, para tranquilizarlo—. Ya estamos llegando.

Las primeras luces de Corumbá hicieron que a Jevy se le llenaran los ojos de lágrimas. Las había

observado infinidad de veces cuando regresaba de sus viajes a la parte norte del Pantanal, pero nunca se había

sentido tan feliz de hacerlo. Las luces parpadeaban a lo lejos, en lo alto de la colina. Las contó hasta que se

confundieron en una sola imagen borrosa.

Eran casi las once de la noche cuando Jevy saltó a las aguas someras y tiró de la batea hasta alcanzar el

agrietado suelo de hormigón. El muelle estaba desierto. Subió corriendo por la ladera de la colina hasta un

teléfono público.

Valdir estaba viendo la televisión y fumando su último cigarrillo de la noche sin prestar atención a las

protestas de su regañona mujer cuando sonó el teléfono.

Descolgó el auricular sin levantarse, pero enseguida se puso en pie de un salto.

—¿Quién es? —preguntó la mujer mientras él corría al dormtorio.

Jevy ha regresado —contestó él, volviendo la cabeza.

—¿Quién es Jevy?

Pasando por su lado, Valdir le dijo:

—Me voy al río.

A la mujer le importó un bledo.

Mientras cruzaba la ciudad en su automóvil, Valdir llamó a un médico amigo suyo que acababa de

acostarse y lo convenció de que se reuniera con él en el hospital.

Jevy estaba paseando arriba y abajo por el muelle. El norteamericano permanecía sentado en una roca,

con la cabeza apoyada sobre las rodillas. Sin una palabra, lo acomodaron cuidadosamente en el asiento de atrás y

salieron disparados mientras la grava volaba a su espalda.

Valdir tenía tantas preguntas que no sabía ni por dónde empezar. La reprimenda vendría más tarde.

—¿Cuándo se puso enfermo? —preguntó en portugués.

Sentado a su lado, Jevy se restregaba los ojos, tratando de permanecer despierto. Llevaba sin dormir

desde que habían abandonado el poblado de los indios.

—No lo sé —contestó—. Los días se confunden. Es la fiebre del dengue. El sarpullido aparece al cuarto

o quinto día, y creo que ya lleva dos días así. No lo sé.

Estaban cruzando el centro a toda prisa, sin respetar los semáforos ni las señales. Los cafés de las aceras

ya estaban cerrando y apenas había tráfico.

—¿Encontrasteis a la mujer?

John Grisham El testamento

125

—Sí.

—¿Dónde?

—Muy cerca de las montañas. Creo que está en Bolivia. A un día de viaje al sur de Porto Indio.

—¿El lugar figura en el mapa?

—No.

—Entonces, ¿cómo disteis con ella?

Ningún brasileño reconocía jamás haberse extraviado, mucho menos si se trataba de un guía

experimentado como Jevy, pues ello habría afectado a su pundonor y quizás a su bolsillo.

—Estábamos en una zona inundada, donde los mapas no significan nada. Encontré a un pescador que nos

ayudó. ¿Cómo está Welly?

—Welly está bien. El barco se ha perdido.

A Valdir le preocupaba más el barco que su marinero.

—Jamás había visto tormentas más tremendas. Hemos tropezado con tres.

—¿Qué dijo la mujer?

—No lo sé. Casi no hablé con ella.

—¿No se sorprendió de veros?

—No me lo pareció. De hecho, se mostró que le gustó nuestro amigo de aquí atrás.

—¿Cómo fue su encuentro?

—Pregúnteselo a él.

Nate estaba acurrucado en el asiento trasero, prácticamente inconsciente, y se suponía que Jevy no sabía

nada, por lo que Valdir no insistió. Los abogados podrían hablar más tarde, cuando Nate estuviera en

condiciones de hacerlo.

Una silla de ruedas esperaba junto al bordillo cuando llegaron al hospital. Acomodaron a Nate y

siguieron al enfermero por la acera. El aire era cálido y pegajoso, todavía sofocante. En los peldaños de la

entrada, una docena de mujeres de la limpieza y auxiliares en bata blanca charlaban en voz baja mientras

fumaban. El hospital no disponía de aire acondicionado. El médico amigo era muy desabrido y fue directamente

al grano. El papeleo se haría por la mañana. Empujaron la silla de ruedas en que iba Nate a través del desierto

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