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John Grisham - El testamento.doc
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Viejo había perdido la chaveta en aquel momento.

Los abogados se quedaron de una pieza. Hark contempló sus risueños rostros por un instante antes de

añadir:

—0 es posible que su intención sea declarar que no sabía nada del testamento manuscrito y que el señor

Phelan estaba perfectamente cuerdo y lúcido el día en que murió.

—¿Cuánto pide? —preguntó Wally Bright, yendo directamente al grano.

—Cinco millones de dólares. El diez por ciento ahora y el resto cuando se llegue a un acuerdo.

Las exigencias de Snead no asustaron a los abogados. Considerando lo mucho que estaba en juego, en

realidad su codicia era más bien moderada.

—Como es natural, nuestros clientes no disponen de esta suma —prosiguió Hark—. Por consiguiente, si

queremos comprar su testimonio, de nosotros depende. A unos ochenta y cinco mil dólares por heredero,

podemos firmar un contrato con el señor Snead. Estoy convencido de que su declaración nos permitirá ganar el

pleito o bien forzará un acto de conciliación.

El nivel de riqueza de los presentes en la estancia era muy desigual. La cuenta del bufete de Bright era

deficitaria. Éste debía impuestos atrasados. En el otro extremo del espectro, algunos de los socios de la firma en

que trabajaban Hemba y Hamilton ganaban más de un millón de dólares al año.

—¿Está usted insinuando que paguemos de nuestro bolsillo a un testigo mentiroso? —inquirió Hamilton.

—Nosotros ignoramos que miente —contestó Hark. Ya tenía previstas todas las preguntas—. Nadie lo

sabe. Estaba solo con el señor Phelan. No hay testigos. La verdad será la que el señor Snead quiera que sea.

—Me suena un poco deshonroso —intervino Hemba.

—¿Se le ocurre alguna idea mejor? —rezongó Grit, que ya andaba por el cuarto canapé.

John Grisham El testamento

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Hemba y Hamilton pertenecían a una prestigiosa firma jurídica y no estaban acostumbrados a la suciedad

y la mugre de las calles, lo cual no significaba que ellos o los de su clase fuesen menos corruptos, pero sus

clientes eran grandes empresas que utilizaban a los cabilderos para sobornar legalmente a los políticos con el fin

de conseguir importantes contratas gubernamentales y que ocultaban el dinero en cuentas secretas en Suiza, todo

ello con la ayuda de sus fieles abogados. El hecho de pertenecer a un importante bufete los inducía a fruncir el

entrecejo ante el comportamiento poco ético sugerido por Hark y aprobado por Grit, Bright y los demás.

—No estoy muy seguro de que nuestro cliente lo apruebe —señaló Hamilton.

—Su cliente dará saltos de alegría —repuso Hark. Cubrir con el manto de la ética a TJ Phelan casi

parecía un chiste—. Le aseguro que le conocemos mejor que ustedes. Se trata de establecer si ustedes están

dispuestos a participar o no.

—¿Está usted insinuando que nosotros, los abogados, adelantemos los primeros quinientos mil? —

preguntó Hemba en tono despectivo.

—Exactamente —contestó Hark.

—En tal caso, nuestra firma jamás participaría en este plan.

—Pues, en tal caso, su firma está a punto de ser despedida —terció Grit—. No olvide que son ustedes el

cuarto bufete en un mes. De hecho, Troy Phelan ya había amenazado con prescindir de sus servicios. Ambos se

callaron y escucharon. Hark se dispuso a proseguir.

—Para evitar la embarazosa situación de tener que pedir a cada uno de nosotros que suelte la pasta, he

encontrado un banco dispuesto a prestarnos quinientos mil dólares a un plazo de un año. Lo único que

necesitamos son seis firmas en el documento del préstamo. Yo ya he firmado.

—Yo lo firmaré —anunció Bright en un alarde de jactancia. Era intrépido porque no tenía nada que

perder.

—A ver si lo entiendo —dijo Yancy—. Nosotros le pagamos primero el dinero a Snead y éste habla. ¿Es

así?

—Sí.

—¿No convendría que primero oyéramos su versión?

—Su versión aún debe ser elaborada en parte. Esto es lo bueno del trato. En cuanto le paguemos, será

nuestro. Podremos configurar su declaración y estructurarla a nuestra conveniencia. Tenga en cuenta que no hay

otros testigos, exceptuando tal vez su secretaria.

—¿Cuánto vale la secretaria? —preguntó Grit.

—Es gratis. Va incluida en el paquete de Snead.

¿Cuántas veces en el ejercicio de la profesión se presenta la oportunidad de embolsarse un porcentaje de

la décima fortuna más grande del país?

Los abogados hicieron sus cálculos. Un pequeño riesgo ahora y una mina de oro después.

La señora Langhorne los sorprendió a todos diciendo:

—Aconsejaré a mi firma que aceptemos el trato; pero esto ha de ser un secreto hasta la tumba.

—La tumba —repitió Yancy—. Podrían quitarnos la licencia e incluso procesarnos. Sobornar a alguien

para que cometa perjurio es un delito.

—Usted no lo comprende —le dijo Grit—. No puede haber perjurio. La verdad la define Snead y sólo

Snead. Si él afirma que ayudó al difunto a redactar el testamento y que en ese momento el viejo estala chiflado,

¿quién puede rebatirlo? Es un trato sensacional. Yo firmaré.

—Ya somos cuatro —dijo Hark. —Yo firmaré —aseguró Yancy. Hemba y Hamilton vacilaron.

—Tendremos que consultarlo con nuestra firma —señaló Hamilton muy serio

—¿Es necesario que les recuerde que todo esto es confidencial? —intervino Bright.

Tenía gracia. El combatiente callejero y ex alumno de clases nocturnas estaba reprendiendo a los

guardianes de la ley por una cuestión de ética.

—No —contestó Hemba—. No hace falta que nos lo recuerde.

Hark llamanaría a Rex, le comentaría lo del trato y Rex llamaría a su hermano TJ y le comunicaría que

sus abogados estaban torpedeándolo Hemba y Hamilton pasarían a la historia en cuestión de cuarenta y ocho

horas.

—Hay que actuar con rapidez —les advirtió Hark a sus colegas—. El señor Snead alega apuros

económicos y está absolutamente dispuesto a llegar a un acuerdo con la otra parte.

—Por cierto —dijo Langhorne—, ¿sabemos algo más acerca de la otra parte? Todos estamos

impugnando el testamento. Alguien tiene que defenderlo. ¿Dónde está Rachel Lane?

John Grisham El testamento

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—Evidentemente, se esconde —respondió Hark—. Josh me ha asegurado que saben dónde se encuentra,

que permanecen en contacto con ella y que ella contratará a unos abogados para que protejan sus intereses.

—Por once mil millones de dólares, me lo imagino —soltó Grit. Los abogados reflexionaron por un

instante acerca de los once mil millones, cada uno de ellos dividiéndolos por distintas magnitudes del número

seis y aplicando después sus porcentajes personales. Cinco millones para Snead parecía una suma razonable.

Jevy y Nate llegaron renqueando al puesto de venta a primera hora de la tarde. El motor de la batea

estaba fallando cada vez más y les quedaba muy poco combustible. Fernando, el propietario de la tienda, se

hallaba tendido en una hamaca del porche, al abrigo de los abrasadores rayos del sol. Era un viejo y curtido

veterano del río que había conocido al padre de Jevy.

Ambos hombres ayudaron a Nate a desembarcar. La fiebre había vuelto a subirle y tenía las piernas

débiles y entumecidas, por lo que los tres avanzaron muy despacio por el estrecho embarcadero y subieron con

cuidado por los peldaños del porche. Tras haberlo tendido en la hamaca, Jevy hizo un rápido recuento de los

acontecimientos de la pasada semana. A Fernando no se le escapaba nada de lo que ocurría en el río.

—El Santa Loura se hundió —dijo—. Hubo una gran tormenta.

—¿Has visto a Welly? —le preguntó Jevy.

—Sí. Una embarcación de transporte de ganado lo sacó del río. Se detuvieron aquí. Él mismo me contó la

historia. Estoy seguro de que se encuentra en Corumbá.

Jevy soltó un suspiro de alivio al enterarse de que Welly aún vivía. Sin embargo, la pérdida del barco era

una trágica noticia. El Santa Loura era uno de los mejores barcos del Pantanal, y se había hundido estando bajo

su cuidado.

Mientras ambos hablaban, Fernando estudió a Nate. Éste apenas podía oír sus palabras, y mucho menos

comprenderlas, pero tampoco le importaba.

—Eso no es malaria —declaró Fernando, rozando con el dedo el sarpullido del cuello de Nate.

Jevy se acercó a la hamaca y observó a su amigo. Tenía el cabello enmarañado y mojado y los ojos

todavía cerrados a causa de la hinchazón de los párpados.

—¿Qué es? —preguntó.

—La malaria no provoca un sarpullido como éste. El dengue sí.

—¿La fiebre del dengue?

—Sí. Se parece a la malaria. Produce fiebre, escalofríos y dolores en los músculos y las articulaciones, y

también lo transmiten los mosquitos; pero el sarpullido indica que es el dengue.

—Mi padre lo tuvo una vez y se puso muy enfermo.

—Tienes que llevarlo a Corumbá cuanto antes.

—¿Puedes prestarme tu motor?

La embarcación de Fernando estaba amarrada bajo el destartalado edificio. Su motor no estaba tan

oxidado como el de Jevy y tenía cinco caballos más de potencia. Ambos pusieron manos a la obra de inmediato,

cambiando los motores y llenando los depósitos, tras lo cual, después de pasarse una hora tendido en la hamaca

en estado comatoso, el pobre Nate fue conducido de nuevo al embarcadero y colocado en la embarcación bajo la

tienda. Estaba demasiado enfermo para darse cuenta de lo que ocurría.

Ya eran casi las dos y media. Corumbá se encontraba a diez horas de viaje. Jevy le dejó el número de

teléfono de Valdir a Fernando. No era corriente que los barcos que navegaban por el Paraguay contasen con

radio, pero en caso de que Fernando viera casualmente alguno que la tuviese, Jevy quería que se pusiera en

contacto con Valdir y le comunicara la noticia.

Jevy navegó a toda velocidad, orgulloso una vez más de tener una embarcación capaz de surcar el agua

con tal rapidez. La estela hervía a su espalda.

La fiebre del dengue podía ser mortal. Su padre había estado gravemente enfermo durante una semana,

con intensos dolores de cabeza y fiebre muy alta. Le dolían tanto los ojos que su madre lo tuvo varios días en

una habitación a oscuras. Era un rudo hombre del río, acostumbrado a las heridas y el dolor, por lo que, cuando

Jevy lo oyó gemir como un niño, pensó que su padre se estaba muriendo. El médico lo visitaba a días alternos

hasta que, al final, la fiebre remitió.

Podía ver los pies de Nate asomar por debajo de la tienda, eso era todo.

Nate despertó una vez, pero no consiguió ver nada. Volvió a despertar y todo estaba oscuro. Trató de

decirle algo a Jevy acerca del agua, que le diera un sorbito y quizás un poco de pan, pero no consiguió articular

palabra. Hablar exigía esfuerzo y movimiento, sobre todo cuando uno trataba de gritar por encima del rugido del

motor. Las articulaciones estaban totalmente anquilosadas y él se sentía soldado al casco de aluminio de la

embarcación.

John Grisham El testamento

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Rachel estaba tendida a su lado bajo la maloliente tienda, rozándole las rodillas con las suyas como

cuando ambos estaban sentados juntos en el suelo delante de su choza y más tarde en el escalón de piedra de la

orilla del río, bajo el árbol. Era el cauto y breve contacto de una mujer ansiosa de percibir la inocente sensación

de la carne. Llevaba once años viviendo entre los ipicas, cuya desnudez creaba una distancia entre ellos y

cualquier persona civilizada. El hecho de dar un simple abrazo constituía una tarea complicada. ¿Por dónde

agarrar? ¿Dónde dar una palmada? ¿Cuánto rato apretar? Seguro que jamás había tocado a ninguno de los

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