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John Grisham - El testamento.doc
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Impugnación. Los herederos, incluido Ramble, corrían el peligro de perder lo poco que Troy les había dejado en

caso de que decidiesen impugnar el testamento. Los abogados apenas prestaron atención a aquel detalle. Ya

habían resuelto hacer esto último y sabían que sus voraces clientes seguirían sus consejos.

Pero se callaron muchas cosas. Para empezar, el pleito sería muy pesado. Lo más prudente y menos

costoso sería elegir un bufete con experiencia para que actuara como equipo jurídico principal. Los demás

ocuparían un segundo plano, seguirían defendiendo a sus clientes y estarían al corriente de todas las novedades

que se fueran produciendo. Semejante estrategia les exigiría dos cosas: uno, cooperación, y dos, la voluntaria

reducción de casi todos los egos presentes en la sala.

Sin embargo, semejante exigencia no se mencionó ni una sola vez en el transcurso de las tres horas que

duró la reunión.

Sin haber urdido exactamente una intriga pues éstas requieren colaboración—, los abogados habían

logrado dividir a los herederos de forma tal que no hubiese dos que compartieran el mismo bufete. Por medio de

una hábil manipulación que no se enseña en las facultades de Derecho sino que se adquiere espontáneamente

más tarde, los abogados habían convencido a sus clientes de la necesidad de hablar con ellos más que con sus

coherederos. La confianza no era una virtud de los Phelan, y tampoco de sus abogados.

La cosa amenazaba con convertirse en un pleito tan prolongado como caótico.

No hubo ni una sola voz que tuviera la valentía de sugerir que se dejara en paz el testamento. Nadie tenía

el menor interés en cumplir los deseos del hombre que había amasado la fortuna de la que ahora ellos pretendían

apoderarse por medio de maquinaciones.

Durante el tercer o cuarto recorrido por las mesas, se intentó establecer la cuantía de las deudas de cada

uno de los seis herederos en el momento de la muerte del señor Phelan, pero el intento fracasó por culpa de toda

una serie de quisquillosas minucias legales.

—¿Están incluidas las deudas de los cónyuges? —preguntó Hark, el abogado de Rex cuya esposa Amber,

la bailarina de striptease, era propietaria de varios clubes de alterne y la titular de casi todas las deudas.

—¿Y las deudas tributarias? —preguntó el abogado de Troy Junior, que llevaba quince años teniendo

dificultades con Hacienda.

—Mis clientes no me han autorizado a divulgar información de carácter económico —dijo Langhorne,

dando definitivamente por zanjado el asunto.

Las reticencias de los abogados confirmaron lo que todo el mundo sabía: los herederos Phelan estaban

hundidos hasta el cuello en préstamos e hipotecas.

Todos los abogados, precisamente por el hecho de serlo, se sentían profundamente preocupados por la

publicidad y la forma en que los medios de comunicación presentarían su lucha. Sus clientes no eran

sencillamente un hatajo de hijos mimados y codiciosos, a quienes su padre había desheredado. Pero los

abogados temían que la prensa se quedara sólo con esta imagen. La manera en que los demás percibieran los

hechos revestía una importancia fundamental.

—Sugiero que contratemos los servicios de una empresa de relaciones públicas —propuso Hark.

Era una idea fabulosa que los demás se apresuraron a aceptar. Contratar a un profesional que presentara a

los herederos Phelan como unos apenados hijos que habían amado con todo su corazón a un padre excéntrico,

libertino y medio loco... que no tenía tiempo para ellos. ¡Eso era! Había que presentar a Troy como un hombre

malvado, ¡y convertir a sus clientes en unas víctimas!

La idea adquirió cuerpo y se propagó alegremente por las mesas hasta que alguien preguntó cómo

demonios iban a pagar semejante servicio.

—Son tremendamente caros —dijo un abogado que cobraba nada menos que seiscientos dólares la hora

por sus servicios directos y cuatrocientos por los de cada uno de sus tres inútiles asociados.

De pronto, la propuesta perdió rápidamente fuerza, hasta que Hark apuntó tímidamente la posibilidad de

que cada bufete aportara una cantidad de dinero para tal fin. Los participantes en la reunión se convirtieron de

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repente en unos seres increíblemente taciturnos. Los que tantas cosas tenían que decir acerca de todo se sentían

ahora cautivados por el mágico lenguaje de los informes y los casos antiguos.

—Ya hablaremos de ello más tarde —dijo Hark, tratando de salvar las apariencias.

Estaba claro que la idea jamás volvería a mencionarse.

A continuación, pasaron a analizar la cuestión de Rachel y su posible paradero. ¿Y si contrataban los

servicios de una importante empresa de seguridad para que la localizase? Casualmente casi todos los abogados

presentes conocían alguna. La idea era muy sugestiva y despertó más interés del que hubiera debido. ¿Qué

abogado no querría representar a la heredera elegida?

Sin embargo, optaron por no buscar a Rachel, sobre todo porque no lograron ponerse de acuerdo acerca

de qué harían en caso de que la encontrasen. Estaban seguros de que ésta no tardaría en aparecer, sin duda

rodeada por todo un séquito de letrados.

La reunión terminó con una nota de optimismo. Los abogados habían conseguido lo que se proponían. Se

despidieron, acordando llamar de inmediato a sus clientes para comunicarles con orgullo que estaban haciéndose

muchos progresos. Podían decir, inequívocamente, que la opinión unánime de los abogados de los Phelan era la

de impugnar el testamento con todas sus fuerzas.

Durante todo el día el río no paró de crecer. En algunos lugares se desbordó muy despacio, devoró

bancos de arena, subió hasta la densa maleza e inundó los pequeños y embarrados patios de las casas, por

delante de las cuales pasaban aproximadamente una vez cada tres horas. El río arrastraba cada vez más restos,

maleza, hierbas, ramas y arbolillos. A medida que se ensanchaba, aumentaba su fuerza y las corrientes que

azotaban el barco los obligaban a navegar cada vez más despacio.

Sin embargo, nadie miraba el reloj. Nate había sido amablemente relevado de sus deberes de capitán

cuando el Santa Loura recibió un fuerte golpe de un tronco que bajaba por el río y de cuya presencia él ni

siquiera se había apercibido. Aunque no se había producido ningún daño, la sacudida había obligado a Jevy y a

Welly a correr de inmediato a la timonera. Nate regresó entonces a la pequeña cubierta en cuyo centro estaba

tendida la hamaca y se pasó la mañana leyendo y contemplando la naturaleza que lo rodeaba.

—Bueno, ¿qué le parece el Pantanal? —le preguntó Jevy mientras se tomaba un café con él.

Estaban sentados el uno al lado del otro en un banco, con los brazos asomando por la barandilla y los pies

colgando sobre el costado del barco.

—Es soberbio.

—¿Conoce Colorado?

—He estado allí, sí.

—Durante la estación de las lluvias los ríos del Pantanal se desbordan. Pues bien, la zona inundada tiene

una superficie equivalente a la de Colorado.

—¿Tú has estado en Colorado?

—Sí, tengo un primo que vive allí.

—¿Y en qué otros sitios has estado?

—Hace tres años mi primo y yo recorrimos todo el país en un gran autocar, un Greyhound. Estuvimos en

todos los estados menos en seis.

Jevy era un pobre muchacho brasileño de veinticuatro años. Nate le doblaba la edad y, a lo largo de

buena parte de su carrera profesional, había disfrutado de dinero en abundancia. Y, sin embargo, Jevy había

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