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John Grisham - El testamento.doc
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Visitantes de las salas de justicia. Los precedía Wally Bright, su abogado de las páginas amarillas. Wally vestía

un sucio impermeable que le llegaba hasta el suelo, unos gastados zapatos bicolores de puntera con puntitos

perforados y una corbata de poliéster de veinte años de antigüedad. Su aspecto era tan estrafalario que, si los

presentes hubieran hecho una votación, fácilmente habría ganado el premio al abogado peor vestido. Llevaba los

documentos en una carpeta de fuelle, ya utilizada para incontables casos de divorcio y otros asuntos. Por una

extraña razón, Bright jamás se había comprado un maletín. Había sido el décimo de su clase en la escuela

nocturna de leyes.

Los tres se encaminaron directamente hacia el hueco más ancho. Mientras los esposos tomaban asiento,

Bright inició el ruidoso proceso de quitarse el impermeable. Con el deshilachado dobladillo rozó el cuello de

uno de los anónimos asociados de Hark, un muchacho muy serio que ya estaba molesto por su olor corporal.

—¡Si no le importa! —dijo el joven en tono áspero al tiempo que le soltaba a Bright un revés que no lo

alcanzó.

Las palabras resonaron en la tensa y nerviosa atmósfera. Varias personas volvieron la cabeza, olvidando

por un instante los importantes documentos que estaban examinando. Todo el mundo odiaba a todo el mundo.

—¡Usted perdone! —contestó Bright en tono sarcástico.

Los dos agentes del juez se acercaron para mediar en caso de que fuera necesario, pero el impermeable

encontró un lugar bajo la mesa sin ulteriores incidentes y, al final, Bright consiguió sentarse al lado de Libbigail

mientras Spike, sentado al otro lado, se acariciaba la barba y miraba a Troy junior como si estuviera deseando

soltarle un guantazo.

Muy pocas personas en la sala pensaban que aquella escaramuza iba a ser la última que se produjera entre

los Phelan.

Si alguien muere dejando una fortuna de once mil millones de dólares, la gente se interesa por la última

voluntad y testamento. Sobre todo cuando cabe la posibilidad de que una de las fortunas más grandes del mundo

esté a punto de ser arrojada a los buitres. Allí se encontraban los representantes de los periódicos

sensacionalistas junto con los reporteros de la prensa local y de las más importantes revistas de economía. A las

nueve y media, las tres filas que Wycliff había reservado para la prensa ya estaban ocupadas. Los periodistas se

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lo pasaron en grande observando cómo los Phelan se reunían delante de ellos. Tres dibujantes trabajaban a ritmo

febril; el panorama que tenían ante sus ojos era una fuente inagotable de inspiración. El punki del cabello verde

fue objeto de una considerable cantidad de dibujos.

Josh Stafford hizo su aparición a las nueve y cincuenta minutos. Lo acompañaba Tip Durban, junto con

otros dos representantes de la firma y un par de auxiliares jurídicos que completaban el equipo. Con rostro grave

y circunspecto, los recién llegados ocuparon sus asientos junto a la mesa que les habían reservado, una bastante

espaciosa, por cierto, en comparación con aquellas junto a las cuales se habían apretujado los Phelan con sus

abogados. Josh depositó sobre la mesa una abultada carpeta que atrajo inmediatamente las miradas de todo el

mundo. Al parecer, contenía un documento de casi cinco centímetros de grosor, muy similar al que Troy Phelan

había firmado en un video apenas diecinueve días atrás.

Nadie pudo reprimir la tentación de echarle un vistazo. Nadie excepto Ramble. La legislación de Virginia

permitía que los herederos recibieran muy pronto una parte de la herencia, siempre y cuando ésta fuera en

efectivo y no hubiese ningún problema con el pago de deudas e impuestos. Los cálculos de los abogados de los

Phelan variaban entre un mínimo de diez millones por heredero y los cincuenta millones que esperaba Bright,

quien no había visto ni cincuenta mil dólares juntos en toda su vida.

A las diez, los agentes del juez cerraron la puerta de la sala y, siguiendo una invisible señal, el juez

Wycliff emergió de un agujero situado detrás del estrado y toda la sala enmudeció. El juez se sentó en su sillón

arreglándose la crujiente toga a su alrededor y, acercándose al micrófono con una sonrisa, dijo:

—Buenos días.

Todo el mundo le devolvió la sonrisa. Para su enorme satisfacción, la sala estaba de bote en bote. Un

rápido recuento de los agentes reveló que eran ocho, iban armados y estaban preparados. El juez estudió a los

Phelan; no quedaba entre ellos ningún hueco. Algunos de sus abogados se rozaban prácticamente los unos a los

otros.

—¿Están presentes todas las partes? —preguntó.

Todos los que rodeaban las mesas asintieron con la cabeza.

—Tengo que identificar a todos los implicados —anunció Wycliff, alargando la mano hacia los

documentos—. La primera petición fue presentada por Rex Phelan.

Antes de que el juez terminara de hablar, Hark Gettys se levantó y carraspeó.

—Soy Hark Gettys, señoría —tronó, dirigiéndose hacia el estrado—, y represento al señor Rex Phelan.

—Gracias, puede sentarse.

El juez recorrió las mesas, anotando metódicamente los nombres de los herederos y de sus abogados. De

todos los abogados.

Los reporteros los garabatearon tan rápidamente como el juez. Seis herederos en total, tres ex esposas.

Todo el mundo estaba presente.

—Veintidós abogados —murmuró Wycliff para sus adentros—. ¿Tiene usted el testamento, señor

Stafford?

Josh se levantó, sosteniendo otra carpeta en la mano.

—Sí, señoría.

—¿Podría usted ocupar el estrado de los testigos, por favor? Josh rodeó las mesas y pasó por delante del

secretario del tribunal para dirigirse al estrado de los testigos, donde levantó la mano derecha y juró decir toda la

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