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John Grisham - El testamento.doc
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Vestíbulo para tomarse una buena taza de café cargado.

Ya eran casi las dos cuando Welly los oyó acercarse. Jevy aparcó en la orilla mientras la enorme

camioneta diseminaba guijarros a su alrededor y despertaba con su ruido a los pescadores. No se veía ni rastro

del norteamericano.

De pronto, una cabeza se levantó muy despacio en algún lugar de la cabina. Llevaba unas enormes gafas

de sol para protegerse los ojos y una gorra encasquetada hasta las orejas. Jevy abrió la portezuela del

acompañante y ayudó al señor O'Riley a apearse.

Welly se acercó a la camioneta y sacó de la parte de atrás la maleta y la cartera de Nate. Hubiera deseado

saludar a éste, pero no parecía el mejor momento. El norteamericano tenía pinta de estar muy enfermo; estaba

pálido y cubierto de sudor y tenía las piernas tan débiles que no podía caminar sin ayuda. Welly los siguió hasta

la orilla y los acompañó por el inseguro puente de madera contrachapada hasta el barco. Jevy subió por los

peldaños que conducían al puente llevando casi en volandas al señor O'Riley y después lo condujo

prácticamente a rastras por la pasarela hasta la pequeña cubierta, donde lo ayudó a tenderse en la hamaca.

Una vez de regreso en la cubierta, Jevy puso en marcha el motor y Welly soltó las amarras.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Welly.

—Está borracho.

—Pero si son sólo las dos.

—Lleva mucho rato bebido.

El Santa Loura se alejó de la orilla y, remontando la corriente, pasó muy despacio por delante de

Corumbá.

Nate vio pasar la ciudad. El techo que había por encima de su cabeza era un grueso y desgastado toldo de

color verde estirado sobre una estructura metálica asegurada a la cubierta por medio de cuatro palos. Dos de

éstos sostenían la hamaca, que se había balanceado ligeramente justo después de que hubiesen soltado las

amarras. Nate volvió a experimentar un acceso de náuseas. Procuró no moverse. Quería que todo permaneciera

absolutamente inmóvil. La embarcación navegaba con suavidad río arriba. Las aguas estaban tranquilas. No

soplaba una gota de viento y Nate trató, mientras contemplaba el toldo de color verde oscuro, de examinar la

situación. No era fácil, pues la cabeza le dolía y le daba vueltas, y concentrarse suponía todo un reto.

Había llamado a Josh desde su habitación poco antes de salir. Con unos cubitos de hielo aplicados contra

el cuello, había marcado el número y había tratado por todos los medios de hablar con normalidad. Jevy no le

había dicho nada a Valdir. Nadie lo sabía aparte de él y Nate, y ambos habían acordado dejar las cosas tal como

estaban. En el barco no había botellas de licor y él había prometido abstenerse de beber hasta que regresaran.

¿Dónde hubiera podido encontrar un trago en el Pantanal?

En caso de que Josh estuviera preocupado, su voz no lo reflejó.

El bufete aún estaba cerrado a causa de las fiestas navideñas, etcétera, pero él tenía un montón de trabajo

que hacer, como de costumbre.

Nate le dijo que todo iba bien. El barco era adecuado y lo habían reparado debidamente. Estaban

deseando zarpar. Cuando colgó, volvió a vomitar. Y después volvió a ducharse. Finalmente, Jevy lo acompañó

al ascensor y lo ayudó a cruzar el vestíbulo.

El río describió una suave curva, volvió a girar y Corumbá desapareció de su vista. Cuanto más se

alejaban de la ciudad, más disminuía el tráfico fluvial. La ventajosa posición de Nate le permitía ver la estela y la

cenagosa agua marrón que burbujeaba detrás de ellos. El Paraguay tenía menos de ciento cincuenta metros de

John Grisham El testamento

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anchura y se estrechaba rápidamente en una serie de meandros. Pasaron junto a una frágil barca cargada de

verdes bananas y dos niñitos los saludaron con la mano.

El constante golpeteo del motor diésel no cesó tal como Nate esperaba, sino que se convirtió en un sordo

zumbido y una incesante vibración que sacudía todo el barco. No tendría más remedio que aguantarse. Trató de

columpiarse lentamente en la hamaca mientras una suave brisa le acariciaba el rostro. Las náuseas habían

desaparecido.

«No pienses en la Navidad, ni en casa, ni en los hijos y los recuerdos rotos, y no pienses tampoco en tus

adicciones. La caída ha terminado», se dijo. El barco era su centro de tratamiento. Jevy era su psiquiatra. Welly

era el enfermero. Se libraría de la afición a la bebida en el Pantanal y jamás volvería a beber.

¿Cuántas veces podría engañarse a sí mismo?

Los efectos de la aspirina que Jevy le había dado se le estaban pasando y la cabeza volvía a dolerle. Se

sumió en una especie de duermevela y despertó cuando apareció Welly con una botella de agua y un cuenco de

arroz. Comenzó a comer sirviéndose de una cuchara, pero le temblaban tanto las manos que gran parte del arroz

fue a parar a la pechera de la camisa y a la hamaca. Estaba caliente y salado y él se lo comió sin dejar un grano.

—¿Mais? —preguntó Welly.

Nate respondió que no sacudiendo la cabeza y se bebió el agua. Se hundió en la hamaca y trató de echar

una siesta.

Después de varios falsos comienzos, el desfase horario, el cansancio y los efectos secundarios del vodka

empezaron a hacerle efecto. El arroz también contribuyó y Nate no tardó en sumirse en un profundo sueño. Cada

hora Welly le echaba un vistazo.

—Está roncando —informaba a Jevy en la timonera.

Durmió sin soñar. La siesta duró cuatro horas mientras el Santa Loura navegaba lentamente rumbo al

norte, con la corriente y el viento en contra. Cuando despertó, Nate oyó el latido regular del motor diésel y tuvo

la sensación de que el barco no se movía. Se incorporó en la hamaca, miró por encima de la borda y estudió la

orilla en busca de alguna señal de que avanzaban. La vegetación era muy densa. Las riberas parecían

completamente deshabitadas. Vio la estela en la popa y, mirando fijamente un árbol, se dio cuenta de que en

efecto estaban navegando hacia algún lugar, pero muy despacio. El nivel del agua era muy alto a causa de las

lluvias, lo que hacía más fácil la navegación, pero corriente arriba el tráfico fluvial no era tan rápido.

Aunque las náuseas y el dolor de cabeza habían desaparecido, los movimientos todavía le provocaban

molestias. Probó a levantarse de la hamaca, más que nada porque necesitaba orinar. Consiguió apoyar los pies en

la cubierta sin que se produjera ningún incidente y, mientras hacía una momentánea pausa, apareció Welly y le

ofreció una tacita de café.

Nate tomó la taza caliente, la acunó entre sus manos y aspiró su aroma. Jamás nada le había olido mejor.

—Obrigado —dijo.

—Sim —contestó Welly con una radiante sonrisa en los labios. Nate tomó un sorbo del delicioso café

azucarado y procuró no devolverle a Welly la mirada. El muchacho iba vestido con el habitual atuendo del río:

unos viejos pantalones de gimnasia, una desgastada camiseta y unas baratas sandalias de goma que protegían las

endurecidas plantas de los pies, cubiertas de cicatrices. Al igual que Jevy, Valdir y todos los brasileños que él

había conocido hasta entonces, Welly tenía el cabello negro, los ojos oscuros, las facciones semicaucásicas y la

piel morena, más oscura, pero en un tono exclusivamente propio.

«Estoy vivo y sobrio pensó Nate, tomando un sorbo de café—. Por un breve instante, he rozado una vez

más el borde del infierno y he sobrevivido. He llegado hasta el fondo, he caído, he contemplado la borrosa

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