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John Grisham - El testamento.doc
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Igual lo que pudiera estar haciendo su hijo de catorce años.

Yancy, el abogado, se había divorciado dos veces, estaba libre en aquellos momentos y tenía unos

gemelos de once años de su segundo matrimonio, unos niños, por cierto, excepcionalmente inteligentes para su

edad; en cambio, Ramble era dolorosamente lento para la suya, por lo que los tres se lo pasaron en grande con

sus videojuegos en el dormitorio mientras Yancy veía un partido de fútbol americano en la televisión.

Su cliente tendría que recibir obligatoriamente cinco millones de dólares al cumplir los veintiún años,

pero, dado su nivel de madurez y el desbarajuste que reinaba en su hogar, el dinero le duraría todavía menos que

a los restantes hermanos Phelan. Sin embargo, a Yancy le importaban un bledo aquellos míseros cinco millones,

pues él ganaría otros tantos con las minutas que iba a arrancar de la parte de la herencia que le correspondía a

Ramble.

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Yancy tenía otras preocupaciones. Tira había contratado los servicios de otro bufete, uno

extraordinariamente agresivo que estaba muy cerca del Capitolio y tenía los contactos apropiados. Tira sólo era

una ex esposa, no una hija, y su parte sería muy inferior a la que recibiría Ramble. Los nuevos abogados se

habían dado cuenta y estaban ejerciendo presión sobre ella para que prescindiera de los servicios de Yancy y

empujara al joven Ramble hacia ellos. Por suerte, la madre no se preocupaba demasiado por el hijo y Yancy

estaba desarrollando una espléndida labor de manipulación para conseguir apartar al chico de su madre.

Las risas de los muchachos y sus juegos eran una música celestial para sus oídos.

A última hora de la tarde, Nate entró en una pequeña tienda de comida preparada que había a pocas

manzanas de distancia del hotel. Estaba paseando por la calle, vio que la tienda estaba abierta y decidió que no

estaría mal comprar una cerveza. Sólo una cerveza o tal vez dos. Estaba solo en el confín del mundo. Era

Navidad y no tenía con quién celebrarlo. Una oleada de soledad y depresión se abatió sobre él, que empezó a

deslizarse, empujado al principio por la autocompasión.

Vio las hileras de botellas de bebidas alcohólicas, whisky, ginebra, vodka, todas llenas y sin abrir,

alineadas como preciosos soldaditos vestidos con vistosos uniformes. Abrió la boca y cerró los ojos. Se agarró al

mostrador para no tambalearse y se le contrajo el rostro en una mueca de dolor mientras pensaba en Sergio, allá

en Walnut Hill, en Josh, en sus ex esposas y en las personas a las que había hecho tanto daño con cada una de

sus caídas. Los pensamientos empezaron a girar vertiginosamente y, cuando ya estaba a punto de desmayarse, el

hombrecillo le dijo algo. Nate lo miró enfurecido, se mordió el labio inferior y señaló la botella de vodka. Dos

botellas, ocho reais.

Cada caída había sido distinta. Algunas habían sido muy lentas, un trago por aquí, otro por allá, una

grieta en el dique, seguida de otras.

En cierta ocasión, él mismo se había dirigido a un centro de desintoxicación. Otra vez había despertado

atado con unas correas a una cama, con una jeringa intravenosa en la muñeca. En su última caída, una camarera

lo había encontrado en estado comatoso en la habitación de un motel barato.

Tomó la bolsa de papel con su contenido y se dirigió con paso decidido a su hotel, sorteando un grupo de

sudorosos chiquillos que jugaban al fútbol en la arena. «Qué suerte tienen los niños pensó—. Ni cargas ni

equipaje. Mañana será otro partido.»

En una hora oscurecería, y Corumbá ya empezaba a despertar poco a poco. Los bares y las terrazas de los

cafés estaban abriendo y por la calle circulaban algunos coches. Al llegar al vestíbulo del hotel oyó la música en

directo procedente de la piscina y por un instante, estuvo tentado de sentarse a una mesa para escuchar una

última canción.

Pero no lo hizo. Se fue a su habitación, cerró la puerta y llenó un vaso alto de plástico con cubitos de

hielo. Colocó las botellas una al lado de la otra, abrió una, echó lentamente el vodka sobre el hielo y juró no

detenerse hasta haber vaciado las dos.

Jevy estaba esperando al comerciante que iba a venderle los accesorios cuando éste llegó a las ocho. El

sol ya estaba muy alto en el cielo y ninguna nube filtraba sus rayos. Las aceras se notaban calientes.

No había bomba de aceite, por lo menos para el motor diésel. El comerciante efectuó dos llamadas y Jevy

subió a su camioneta y condujo hasta las afueras de Corumbá, donde un hombre regentaba un negocio de

recuperación de piezas navales en cuyo patio se amontonaban los restos de docenas de embarcaciones

desguazadas. En el taller de los motores, un chico de la sección de accesorios sacó una bomba de aceite muy

gastada, cubierta de grasa y envuelta en un trapo sucio. Jevy pagó gustosamente veinte reais por ella.

Se dirigió al río y aparcó junto a la orilla. El Santa Loura seguía en su sitio. Se alegró de ver que Welly

ya había llegado. Welly era un marinero novato que aún no había cumplido los dieciocho años y afirmaba saber

cocinar, pilotar, guiar, limpiar, navegar y prestar cualquier otro servicio que se le exigiera. Jevy sabía que

mentía, pero semejantes fanfarronadas eran frecuentes entre los muchachos que buscaban trabajo en el río.

—¿Has visto al señor O'Riley? —le preguntó Jevy.

—¿El norteamericano?

—Sí, el norteamericano.

—No. Ni rastro de él.

Un pescador le gritó algo a Jevy desde una barca, pero éste tenía otras preocupaciones en la cabeza.

Avanzó por el puente de madera contrachapada y subió al barco, en cuya parte de atrás se habían reanudado los

golpes. El mismo mugriento maquinista estaba bregando con el motor, medio inclinado sobre el mismo, con el

torso desnudo y chorreando sudor. La atmósfera en la sala de máquinas era asfixiante. Jevy le entregó al hombre

la bomba de aceite y éste la examinó haciéndola girar con sus cortos y rechonchos dedos.

El motor era un diésel de cinco cilindros en línea y la bomba estaba situada al fondo del cárter, justo por

debajo del borde de la rejilla del suelo. El maquinista se encogió de hombros, como si la adquisición de Jevy

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pudiera efectivamente resolver el problema y, a continuación, consiguió pasar al otro lado del colector

comprimiendo el vientre contra el aparato, se arrodilló muy despacio, se inclinó y apoyó la cabeza contra el tubo

de escape.

Masculló algo y Jevy le entregó una llave inglesa. La bomba de repuesto fue colocada lentamente en su

sitio. La camisa y los pantalones cortos de Jevy quedaron empapados en cuestión de segundos.

Cuando ambos hombres ya habían conseguido introducirse en la reducida sala de máquinas, Welly hizo

acto de presencia y preguntó si lo necesitaban. Pues no, la verdad era que no lo necesitaban para nada.

—Tú vigila por si viene el norteamericano —le indicó Jevy, enjugándose el sudor de la frente.

El maquinista se pasó media hora entre maldiciones probando distintas llaves inglesas hasta que anunció

que la bomba ya estaba lista. Puso en marcha el motor y dedicó unos cuantos minutos a controlar la presión del

aceite. Al final, esbozó una sonrisa y guardó las herramientas.

Jevy se dirigió al centro de la ciudad para recoger a Nate en el hotel.

La tímida recepcionista no había visto al señor O'Riley. Llamó por teléfono a la habitación y no contestó

nadie. Pasó una camarera y le preguntaron si sabía algo del norteamericano. No, éste no había abandonado su

habitación. La recepcionista le entregó a regañadientes una llave a Jevy.

La puerta estaba cerrada, pero no tenía puesta la cadena de seguridad. Jevy entró muy despacio. Observó

que no había nadie en la cama y que las sábanas estaban revueltas, lo cual le extrañó. Después vio las botellas,

una vacía y tirada en el suelo y la otra medio llena. La habitación estaba muy fresca, pues el aire acondicionado

funcionaba a toda marcha. Vio un pie descalzo y, al acercarse un poco más, descubrió a Nate tendido desnudo

en el suelo entre la cama y la pared, con la sábana que había arrastrado consigo al caer enrollada en torno a las

rodillas. Rozó ligeramente el pie con la punta del zapato y la pierna experimentó una sacudida.

Afortunadamente, no estaba muerto.

Jevy le habló, lo sacudió por el hombro y, a los pocos segundos, oyó un lento y doloroso gruñido.

Arrodillado sobre la cama, entrelazó cuidadosamente las manos bajo una axila del norteamericano, lo levantó del

suelo, lo apartó de la pared y consiguió tenderlo sobre la cama, donde rápidamente le cubrió las partes pudendas

con una sábana.

Otro doloroso gruñido. Nate estaba tendido boca arriba con un pie colgando fuera de la cama, los ojos

hinchados y todavía cerrados, y el cabello alborotado. Su respiración era muy lenta y afanosa. Jevy se situó al

pie de la cama y lo miró fijamente.

La camarera y la recepcionista asomaron la cabeza por el hueco de la puerta, pero Jevy les hizo señas de

que se retiraran. Después cerró la puerta y recogió la botella vacía.

—Ya es hora de irnos —dijo.

No recibió respuesta alguna. Quizá conviniese que llamara a Valdir, quien a su vez informaría de lo

ocurrido a los norteamericanos que habían enviado a Brasil a aquel pobre borracho. Era probable que más tarde

lo hiciera.

—¡Nate! —gritó—. ¡Dígame algo!

No hubo respuesta. Como Nate no se recuperara pronto, avisaría a un médico. Una botella y media de

vodka en una sola noche podía matar a un hombre. Quizás había sufrido una intoxicación etílica y necesitaba

ingresar en un hospital.

Entró en el cuarto de baño, empapó una toalla con agua fría y procedió a colocarla alrededor del cuello de

Nate, que al cabo de un momento empezó a moverse y abrió la boca, tratando de decir algo.

—¿Dónde estoy? —balbució al fin con voz pastosa.

—En Brasil. En su habitación de hotel.

—Estoy vivo.

—Más o menos —apuntó Jevy. Tomó un extremo de la toalla y enjugó el rostro y los ojos de Nate—.

¿Cómo se encuentra? —le preguntó.

—Me quiero morir —susurró Nate, alargando la mano hacia la toalla.

La tomó, se introdujo un extremo en la boca y empezó a chuparlo.

—Voy por un poco de agua —dijo Jevy. Abrió la nevera y sacó una botella—. ¿Puede levantar la

cabeza? —le preguntó.

—No —gruñó Nate.

Jevy vertió un poco de agua sobre los labios y la lengua del norteamericano. Parte de ella rodó por las

mejillas de éste y mojó la toalla. A Nate le dio igual. La cabeza parecía a punto de estallarle y lo primero que se

había preguntado era cómo demonios había podido despertar.

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Abrió ligeramente un ojo, el derecho. Aún tenía pegados los párpados del izquierdo. La luz le quemaba el

cerebro y una oleada de náuseas le subió a la garganta. Se inclinó rápidamente hacia un lado y un chorro de

vómito salió disparado de su boca.

Jevy se echó hacia atrás y fue en busca de otra toalla. Se entretuvo un momento en el cuarto de baño,

prestando atención a las bascas y los accesos de tos de Nate. El espectáculo de un hombre desnudo en la cama

vomitando por efecto de una borrachera era algo que prefería no ver. Abrió la ducha y reguló la temperatura del

agua.

Había acordado con Valdir cobrar mil reais por acompañar al señor O'Riley al Pantanal, ayudarlo a

localizar a la persona que estaba buscando y devolverlo nuevamente a Corumbá. Se trataba de una buena suma

de dinero, pero él no era un enfermero ni una niñera. El barco ya estaba a punto. Si Nate ni siquiera era capaz de

abrir la puerta sin ayuda, él se buscaría otro trabajo.

Cuando se produjo una pausa en las náuseas, Jevy acompañó a Nate al cuarto de baño y lo colocó bajo la

ducha, donde éste se desplomó sobre la alfombrilla de plástico.

—Lo siento —repetía Nate una y otra vez.

Jevy lo dejó allí sin importarle que se ahogara. Dobló las sábanas, trató de limpiar la porquería y bajó al

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