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John Grisham - El testamento.doc
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Inadvertido fácilmente.

Un cansado y delgado Papá Noel pasó por allí, buscando niños a los que ofrecer los baratos regalos que

llevaba en la bolsa. Elvis estaba cantando Blue Christmas desde un tocadiscos automático. Había mucha gente,

el ruido resultaba muy molesto y todo el mundo regresaba a casa para celebrar las fiestas.

—¿Qué tal estás? —preguntó Josh.

—Muy bien. ¿Por qué no te vas? Estoy seguro de que tienes cosas mejores que hacer.

—Me quedaré.

—Mira, Josh, estoy bien. Si crees que estoy esperando a que te marches para correr a la barra a tragarme

un vaso de vodka, te equivocas. No me apetece el alcohol. Estoy limpio y me enorgullezco de ello.

Josh se sintió un poco avergonzado, sobre todo porque se había puesto en evidencia. Las borracheras de

Nate eran legendarias. En caso de que sucumbiera a la tentación, no habría en todo el aeropuerto suficiente

alcohol para satisfacerlo.

—No estoy preocupado por eso —mintió.

—Pues vete. Ya soy mayor.

Se despidieron junto a la puerta, fundiéndose en un cálido abrazo y prometiendo llamarse casi cada hora.

Josh tenía mil cosas que hacer en el despacho. Había adoptado en secreto dos pequeñas medidas de precaución.

Primero, había reservado dos asientos contiguos para el vuelo. Nate ocuparía el de la ventanilla; el del pasillo

permanecería vacío. No convenía que un sediento ejecutivo se sentara a su lado y comenzara a beber whisky y

vino. Los pasajes eran de ida y vuelta y costaban más de siete mil dólares cada uno, pero el dinero no tenía

importancia.

Segundo, Josh había hablado con un empleado de la compañía aérea y le había explicado que Nate

acababa de salir de una clínica de desintoxicación, por lo que bajo ninguna circunstancia tendrían que servirle

alcohol. A bordo habría una carta de Josh dirigida a la compañía aérea en caso de que fuera necesario mostrarla

para convencer a Nate.

Un auxiliar de vuelo le sirvió zumo de naranja y café. Nate se cubrió con una manta ligera y contempló

cómo desaparecía bajo sus pies la vasta superficie del distrito de Columbia mientras el aparato de la Varig se

elevaba en medio de las nubes.

Experimentó una sensación de alivio por el hecho de poder alejarse de Walnut Hill y Sergio, de la ciudad

y sus agobios, de sus pasados problemas con su última esposa, su ruina económica y sus contratiempos con

Hacienda. A diez mil metros de altura, Nate ya casi había tomado la decisión de no regresar jamás.

Pero todos los regresos le afectaban los nervios. El temor a que volviera a caer estaba siempre presente, a

flor de piel. Ahora lo más terrible de la situación era que había habido tantos regresos que ya se sentía un

veterano. Tal como hacía con sus esposas y los casos más famosos que había ganado, podía compararlos entre

sí. ¿Hasta cuándo habría otro?

A la hora de la cena, se dio cuenta de que Josh había estado trabajando entre bastidores. No le ofrecieron

vino. Picó del plato con toda la cautela de alguien que acaba de pasarse casi cuatro meses disfrutando de las

mejores lechugas del mundo; hasta hacía unos días, no había tomado grasas, mantequilla ni azúcar, y no quería

que se le revolviera el estómago. Hizo una breve siesta, pero estaba harto de dormir. En su calidad de atareado

abogado y noctámbulo, se había acostumbrado a dedicar muy pocas horas al sueño. Durante su primer mes en

Walnut Hill habían tenido que suministrarle somníferos para que durmiera diez horas al día. En estado de coma,

no podía oponer resistencia.

John Grisham El testamento

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Reunió su colección de «juguetes» en el vacío asiento de al lado y empezó a leer los manuales de

instrucciones. El teléfono satélite lo intrigaba, aunque no podía creer que se viera obligado a utilizarlo.

Otro teléfono le llamó la atención. Era el más reciente artilugio técnico de los viajes aéreos, un pequeño

dispositivo prácticamente escondido en la pared, junto a su asiento. Lo tomó y llamó a Sergio. Estaba cenando,

pero se alegró de oírle.

—¿Dónde estás? —le preguntó.

—En un bar —contestó Nate en voz baja, porque las luces del interior del aparato ya se habían

amortiguado.

—Muy gracioso.

—Probablemente sobrevolando Miami, y aún me quedan ocho horas de vuelo. Acabo de descubrir este

aparato y me apetecía llamarte.

—0 sea, que estás bien.

—Pues sí. ¿Me echas de menos?

—Todavía no. Y tú, ¿me echas de menos a mí?

—¿Bromeas? Soy un hombre libre y estoy volando rumbo a la selva para emprender una maravillosa

aventura. Te echaré de menos más tarde, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Y me llamarás cuando estés en apuros.

—No estaré en apuros, Sergio. Esta vez no.

—Así me gusta, Nate.

—Gracias, Serge.

—Faltaría más. No dejes de llamarme.

Pusieron una película, pero nadie la miraba. El auxiliar de vuelo sirvió más café. La secretaria de Nate era

una resignada mujer llamada Alice que llevaba casi diez años resolviéndole los problemas. Vivía con su

hermana en una vieja casa de Arlington. Fue la siguiente en recibir su llamada. En los últimos cuatro meses sólo

se habían hablado una vez.

La conversación duró media hora. Alice se alegró de oír su voz y de saber que ya había salido del centro

de desintoxicación. Ignoraba lo de su viaje a América del Sur, lo cual era un poco extraño habida cuenta de que

normalmente se enteraba de todo. Pero por teléfono se mostró reservada e incluso recelosa. Nate, procurador de

los tribunales, tenía la mosca detrás de la oreja y atacó como si estuviera haciendo una repregunta.

Alice seguía trabajando en el departamento de pleitos, todavía en el mismo despacho, pero para otro

abogado.

—¿Quién? —preguntó Nate.

Uno nuevo, especialista en pleitos. Alice hablaba con cierto cuidado y Nate comprendió que había

recibido instrucciones precisas del propio Josh. Era natural que Nate la llamara nada más salir.

¿Qué despacho ocupaba el nuevo? ¿Quién era su auxiliar jurídico? ¿De dónde procedía? ¿Cuántos casos

de negligencia médica había llevado? ¿La habían asignado a él sólo provisionalmente? Alice se mostró lo

suficientemente evasiva para no decir nada.

—¿Quién ocupa mi despacho?

—Nadie. No se ha tocado nada. Sigue habiendo montones de expedientes en todos los rincones.

—¿Qué está haciendo Kerry?

—Sigue tan ocupado como siempre. Está esperándole. Kerry era el auxiliar jurídico preferido de Nate.

Alice dio una respuesta adecuada a todas sus preguntas, pero reveló muy pocas cosas. Se mostró

especialmente hermética acerca del nuevo abogado.

—Vaya preparándose —le dijo Nat cuando la conversación empezó a decaer—. Ya es hora de que

regrese.

—Aquí ha sido todo muy aburrido.

Nate colgó muy despacio y volvió a repasar las palabras de su secretaria. Algo había cambiado. Josh

estaba reorganizando discretamente su firma. ¿Decidiría prescindir de Nate? Probablemente no, pero sus días en

las salas de justicia habían terminado.

Resolvió preocuparse por ello más adelante. Tenía muchas personas a los que llamar y muchos teléfonos

con que hacerlo. Conocía a un juez que había dejado la bebida diez años atrás y quería comentarle el maravilloso

informe que le habían hecho en el centro de desintoxicación. Su primera ex mujer se merecía una buena

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reprimenda, pero no estaba de humor para hacérsela. Y quería telefonear a sus cuatro hijos y preguntarles por

qué no lo habían llamado ni le habían escrito.

En lugar de ello, sacó una carpeta de la cartera de documentos y empezó a leer todo lo relacionado con el

señor Troy Phelan y el asunto que tenía entre manos. A medianoche, mientras el avión sobrevolaba algún lugar

del Caribe, Nate se quedó dormido.

Una hora antes del amanecer, el aparato inició el descenso. Nate estaba durmiendo a la hora del

desayuno, por lo que, cuando despertó, un auxiliar de vuelo le sirvió a toda prisa un café.

La ciudad de Sáo Paulo apareció ante sus ojos con su enorme superficie de casi mil trescientos kilómetros

cuadrados. Nate contempló el mar de luces de abajo y se preguntó cómo era posible que una ciudad pudiera

albergar a veinte millones de personas.

Hablando muy rápidamente en portugués, el piloto dio los buenos días al pasaje y después dijo algo que

Nate no comprendió. La traducción en inglés que oyó a continuación no fue mucho mejor. Confiaba en no verse

obligado a señalar las cosas con el dedo y expresarse con gruñidos para abrirse camino por el país. La barrera

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