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John Grisham - El testamento.doc
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Inmediato.

Cuando al final se posó la polvareda, llamó a Josh Stafford y se presentó. Antes de ir al grano, y según la

costumbre, ambos dedicaron unos minutos a una charla intrascendente, presidida, sin embargo, por la rigidez y

la cautela que exigía la importancia del asunto que tenían entre manos. Josh jamás había oído hablar del juez

Wycliff.

—¿Hay un testamento? —preguntó finalmente Wycliff.

—Sí, señoría, lo hay.

Josh eligió las palabras con cuidado. En Virginia era delito ocultar la existencia de un testamento. En

caso de que el juez quisiera saberlo, Josh se mostraría plenamente dispuesto a colaborar.

—¿Dónde está?

—Aquí, en mi despacho.

—¿Quién es el albacea?

—Yo.

—¿Cuándo tiene intención de legalizarlo?

—Mi cliente me pidió que esperara hasta el día 15 de enero.

—Mmm. ¿Por alguna razón en particular?

Había una razón muy sencilla. Troy quería que sus codiciosos hijos disfrutaran de una última orgía de

compras antes de que él tirara de la alfombra que pisaban. Era una crueldad y una vileza muy propia de él.

—No tengo ni idea —contestó Josh—. Se trata de un testamento ológrafo. El señor Phelan lo firmó

segundos antes de arrojarse al vacío.

—¿Un testamento ológrafo?

—Sí.

—¿No estaba usted con él?

—Sí. Es una larga historia.

—Quizá convendría que me la contara.

—Puede que sí.

John Grisham El testamento

33

Josh tenía el día muy ocupado. Wycliff no, pero dio a entender que no disponía de un solo minuto libre.

Ambos acordaron reunirse para almorzar un rápido bocadillo en el despacho de Wycliff.

A Sergio no le gustaba la idea de que Nate viajase a Suramérica. Después de haberse pasado casi cuatro

meses viviendo en un lugar tan altamente estructurado como Walnut Hill, donde las verjas y las puertas estaban

cerradas y un invisible guardia armado vigilaba la carretera dos kilómetros más abajo, y en el que la televisión,

las películas, los juegos, las revistas y los teléfonos estaban fuertemente controlados, el regreso a una sociedad

conocida solía ser traumático. Y la idea de un regreso previo paso por Brasil era aún más preocupante.

A Nate no le importaba. No estaba en Walnut Hill por orden judicial. Josh lo había internado allí y, si

Josh le pedía que jugara al escondite en la selva, lo haría. Que Sergio protestara y despotricase todo lo que

quisiera.

La semana de preparación para la salida se convirtió en un infierno. La dieta cambió de carecer por

completo de grasa a baja en grasas, y se añadieron ingredientes inevitables tales como sal, pimienta, queso y un

poco de mantequilla a fin de preparar su organismo para los males del exterior. El estómago de Nate se rebeló,

lo que hizo que adelgazase más de un kilo.

—Esto es sólo una pequeña muestra de lo que te aguarda allí abajo— le dijo Sergio en tono presuntuoso.

Ambos riñeron durante la terapia, lo que era habitual en Walnut Hill. Tenían que endurecerle la piel y

afilarle los cantos. Sergio empezó a distanciarse de su paciente. Las despedidas solían ser difíciles, por lo que

Sergio abrevió las sesiones y adoptó una actitud distante.

Nate empezó a contar las horas que le faltaban para salir.

El juez Wycliff se interesó por la última voluntad de Troy Phelan, pero Josh se negó cortésmente a

revelársela. Estaban comiendo unos bocadillos adquiridos en una tienda de comida preparada, sentados

alrededor de una mesita en un rincón del pequeño despacho de su señoría. La ley no exigía que Josh revelara el

contenido del testamento, al menos por el momento. Wycliff estaba traspasando un poco los límites, pero su

curiosidad era comprensible.

—Comprendo en cierto modo a los demandantes —dijo—. Tienen todo el derecho a saber cómo se

distribuye la herencia. ¿Por qué aplazarlo?

—Me limito a cumplir los deseos de mi cliente —contestó Josh.

—Tendrá que legalizar el testamento más tarde o más temprano.

—Por supuesto que sí.

Wycliff acercó su agenda a su plato de plástico y le echó un vistazo, mirando después a Josh por encima

de sus gafas de lectura.

—Hoy estamos a 21 de diciembre. No hay manera de reunir a todos los interesados antes de Navidad.

¿Qué le parece el día 27?

—¿Qué se propone hacer?

—Una lectura del testamento.

La idea pilló tan por sorpresa a Josh que éste estuvo a punto de atragantarse con una hoja de eneldo.

Reunir a los Phelan con su séquito de nuevos amigos y parásitos y todos sus joviales abogados en la sala de

justicia de Wycliff, y encargarse de que la prensa se enterase de ello... Mientras masticaba otro encurtido y

estudiaba su pequeña agenda de tapas negras, tuvo que hacer un esfuerzo por reprimir una sonrisa. Ya le parecía

oír los jadeos y los gemidos, las exclamaciones de asombro y absoluta incredulidad, y a continuación las

maldiciones en voz baja, seguidas tal vez de un lloriqueo y un par de sollozos mientras los Phelan trataban de

asimilar la faena que su amado progenitor les había jugado.

Sería un momento tan terrible, espléndido y absolutamente singular en toda la historia judicial de Estados

Unidos que, de repente, Josh no pudo esperar.

—El 27 me parece muy bien —dijo.

—De acuerdo. Lo notificaré a las partes interesadas en cuanto consiga identificarlas a todas. Hay muchos

abogados.

—Es lógico que así sea si piensa que hay seis hijos y tres ex esposas, lo que supone nueve equipos de

abogados, contando sólo los principales.

—Espero que mi sala de justicia sea lo bastante espaciosa para acogerlos a todos.

Tendrían que permanecer de pie, estuvo a punto de decir Josh. Todos reunidos en silencio mientras se

rasgaba el sobre, se sacaba el testamento y se leían las increíbles palabras en él escritas.

—Le sugiero que lo lea —dijo Josh.

Wycliff tenía intención de hacerlo. Estaba imaginándose la misma escena que Josh. Sería uno de sus

momentos más espectaculares, la lectura de un testamento que repartiría once mil millones de dólares.

John Grisham El testamento

34

—Supongo que será un tanto polémico —repuso el juez.

—Es perverso.

Su señoría llegó incluso a sonreír.

Antes de su última caída, Nate vivía en un apartamento de un viejo edificio de Georgetown que había

alquilado después de su último divorcio, pero ahora lo había perdido tras quedarse sin fondos. Por consiguiente,

no tenía dónde pasar su primera noche de libertad.

Como de costumbre, Josh había preparado cuidadosamente su salida. Llegó a Walnut Hill el día acordado

con una bolsa llena de pantalones cortos y camisas J. Crew nuevos y pulcramente planchados para su viaje al

sur. Tenía el pasaporte y el visado, una elevada suma de dinero en efectivo, montones de instrucciones y billetes,

y un mapa. Incluso un botiquín de primeros auxilios.

Nate no tuvo ni siquiera ocasión de ponerse nervioso. Dijo adiós a algunos miembros del personal del

centro de desintoxicación, pero casi todos estaban ocupados en otros quehaceres, pues preferían evitar las

despedidas. Después cruzó orgullosamente la puerta principal tras haberse pasado ciento cuarenta días en un

maravilloso estado de abstinencia; limpio, bronceado, en buena forma y con ocho kilos menos de los ochenta y

cinco con que había entrado allí, un peso que no conocía desde hacía veinte años.

Josh iba al volante, y durante los primeros cinco minutos ninguno de los dos dijo nada. La nieve cubría

los pastizales, pero su espesor fue disminuyendo a medida que se alejaban de los Montes Azules. Estaban a 22

de diciembre. A un volumen muy bajo la radio transmitía villancicos.

—¿Podrías apagarla? —dijo finalmente Nate.

—¿Qué?

—La radio.

Josh pulsó un botón y la música que él ni siquiera había oído se desvaneció.

—¿Qué tal te sientes? —preguntó.

—¿Podrías detenerte en la tienda más próxima?

—Pues claro. ¿Por qué?

—Quiero un paquete de seis botellas.

—Muy gracioso.

—Sería capaz de matar por una botella grande de Coca-Cola. Compraron bebidas sin alcohol en la tienda

de un pueblo. Cuando la mujer que atendía la caja les deseó jovialmente feliz Navidad, Nate no pudo contestar.

Una vez de nuevo en el automóvil, Josh puso rumbo a Dulles, a dos horas de camino.

—El destino de tu vuelo es Sáo Paulo, donde esperarás tres horas para tomar otro avión con destino a una

ciudad llamada Campo Grande.

—¿Habla inglés la gente de allí abajo?

—No. Son brasileños. Hablan portugués.

—Claro.

—Pero en el aeropuerto podrás hablar en ingles.

—¿Qué tamaño tiene Campo Grande?

—Medio millón de habitantes,tu tomarás otro vuelo local, las ciudades son cada vez más pequeñas.

—Y los aviones también.

—Sí, igual que aquí.

—No sé por qué, pero la idea de un vuelo local en un aparato brasileño no me hace mucha gracia.

Échame una mano, Josh. Estoy nervioso.

—0 eso, o un viaje de seis horas en autocar.

—Sigue hablando.

—En Corumbá. te reunirás con un abogado llamado Valdir Habla inglés.

—¿Te has puesto en contacto con él?

—Sí.

—¿Y has podido entenderle?

—Sí, casi todo. Es un hombre muy simpático. Trabaja por unos cincuenta dólares la hora, aunque no te lo

creas.

—¿Qué tamaño tiene Corumbá?

John Grisham El testamento

35

—Noventa mil habitantes.

—0 sea, que habrá comida y agua y un sitio donde dormir.

—Sí, Nate, dispondrás de una habitación. Es más de lo que tienes aquí.

—Gracias, hombre.

—Perdón. ¿Quieres echarte atrás?

—Sí, pero no lo haré. Mi objetivo en estos momentos es huir de este país antes de que vuelvan a

desearme una feliz Navidad. Sería capaz de pasarme dos semanas durmiendo en una zanja con tal de no ver

muñecos de nieve.

—Déjate de zanjas. Es un buen hotel.

—¿Y qué tengo que hacer con Valdir?

—Te está buscando un guía que te acompañará al Pantanal.

—¿Cómo? ¿En avión? ¿En helicóptero?

—Probablemente en una embarcación. Según tengo entendido, aquella zona está llena de ríos y pantanos.

—Y de serpientes, caimanes y pirañas.

—Pero qué cobarde eres. Yo creía que te apetecía ir.

—Y es cierto. Conduce más rápido.

—Cálmate. Josh señaló una cartera de documentos que había detrás del asiento del copiloto—. Ábrela —

dijo—. Es tu cartera de trabajo.

Nate la tomó soltando un gruñido.

—Pesa una tonelada. ¿Qué hay aquí dentro?

—Cosas muy buenas.

Era nueva, de cuero marrón, pero hecha de tal forma que pareciese usada y lo bastante grande para

contener una pequeña biblioteca sobre jurisprudencia. Nate se la colocó sobre las rodillas y la abrió.

Juguetes —murmuró.

—Este diminuto aparato gris de aquí es lo último en teléfonos digitales —dijo Josh, orgulloso de los

chismes que había reunido—. Valdir tendrá servicio local para ti cuando llegues a Corumbá.

—0 sea que en Brasil tienen teléfonos.

—Montones de ellos. Es más, allí las telecomunicaciones están en pleno apogeo. Todo el mundo tiene

teléfono móvil.

—¿A pesar de ser tan pobres? ¿Y eso qué es?

—Un ordenador.

—¿Para qué demonios quiero yo un ordenador?

—Es el modelo más reciente en su tipo. Fíjate en lo pequeño que es.

—Ni siquiera puedo leer el teclado.

—Puedes conectarlo al teléfono y disponer de correo electrónico.

—Qué barbaridad. ¿Y todo eso tendré que hacerlo en medio de un pantano bajo la atenta mirada de las

serpientes y los caimanes?

—Eso depende de ti.

Josh, yo ni siquiera tengo correo electrónico en el despacho.

—No es para ti, sino para mí. Quiero mantenerme en contacto contigo. Cuando la encuentres, quiero

saberlo de inmediato.

—¿Eso qué es?

—El mejor juguete de la cartera. Es un teléfono satélite. Puedes utilizarlo en cualquier lugar de la Tierra.

Procura que las pilas estén cargadas y podrás localizarme en todo momento.

—Acabas de decir que tienen un sistema telefónico estupendo.

—Pero no en el Pantanal. Son unos humedales de setenta mil kilómetros cuadrados sin ciudades y con

muy poca gente. El SatFone será tu único medio de comunicación en cuanto abandones Corumbá.

Nate abrió la bolsa de plástico duro y examinó el pequeño reluciente teléfono.

—¿Cuánto te ha costado esto? —preguntó.

—A mí ni un centavo.

—Entonces, ¿cuánto le ha costado a la herencia Phelan?

John Grisham El testamento

36

—Cuatro mil cuatrocientos dólares. Y los vale.

—¿Tienen electricidad mis indios? —preguntó Nate, hojeando el manual de instrucciones.

—Por supuesto que no.

—En ese caso, ¿cómo haré para cargar las pilas?

—Hay una pila adicional. Ya se te ocurrirá algo.

—Qué salida tan discreta.

—Ya verás como cuando llegues allí me agradecerás todos estos juguetes.

—¿Puedo agradecértelos ahora?

—No.

—Gracias, Josh. Por todo.

—Faltaría más.

En la abarrotada terminal, sentados alrededor de una mesita al otro lado de la bulliciosa barra, ambos se

tomaron un café exprés muy flojo y leyeron los periódicos. Josh no paraba de echar vistazos a la barra; pero

Nate daba la impresión de no haberse dado cuenta. A pesar de que el logotipo de neón de la Heineken no pasaba

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