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John Grisham - El testamento.doc
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Vacía, Josh metió el brazo entumecido por el frío y volvió a cerrar la portezuela.

La casa era técnicamente una cabaña de troncos, con la suficiente cantidad de madera maciza como para

conferirle el aspecto de vivienda rústica. Pero, con sus cuatrocientos metros cuadrados de superficie, lo era todo

menos una cabaña. Troy se la había comprado a un actor en decadencia.

Un mayordomo vestido de pana se hizo cargo de su equipaje y una sirvienta les preparó café. Mientras

Josh telefoneaba al despacho, Durban se dedicó a admirar los trofeos de caza disecados que colgaban en las

paredes. En la chimenea ardían unos troncos y la cocinera les preguntó qué deseaban para cenar.

El asociado se apellidaba Montgomery, llevaba cuatro años en el bufete y había sido elegido

personalmente por el señor Stafford. Se había perdido tres veces en las calles de Houston antes de localizar la

sede de las Misiones de las Tribus del Mundo en la planta baja de un edificio de cinco pisos. Aparcó su

automóvil de alquiler y se enderezó el nudo de la corbata.

Había hablado un par de veces con el señor Trill por teléfono y, aunque llegó a la cita con una hora de

retraso, semejante detalle no pareció importar. El señor Trill era afable y cortés, pero no se mostraba demasiado

dispuesto a colaborar.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó. —Necesito cierta información sobre —contestó Montgomery.

Trill asintió con la cabeza sin decir nada. —Una tal Rachel Lane —añadió Montgomery.

—El nombre no me suena —dijo Trill, desplazando la como si tratara de localizarla—, pero la verdad es

que cuatro mil colaboradores.

—Trabaja cerca de la frontera entre Brasil y Bolivia.

—¿Cuántas cosas sabe usted acerca de ella?

—No muchas, pero tenemos que localizarla.

—¿Con qué objeto?

John Grisham El testamento

23

—Por un asunto de carácter legal —respondió Montgomery, titubeando lo bastante para resultar

sospechoso.

Trill frunció el ceño y se cruzó de brazos. Ya no sonreía.

—¿Hay algún problema? —preguntó.

—No, pero el asunto es muy urgente. Tenemos que hablar ella.

—¿No pueden enviar una carta o un paquete?

—Me temo que no. Necesitamos su colaboración y su firma.

—Supongo que es confidencial.

—Extremadamente confidencial.

Trill suavizó la expresión. —Discúlpeme un momento —dijo.

Trill abandonó el despacho y Montgomery permaneció sentado, estudiando el espartano mobiliario. La

única decoración consistía en una serie de fotos ampliadas de niños indios colgadas en las paredes.

Al regresar, Trill parecía una persona distinta; se mostraba rígido, serio y nada dispuesto a colaborar.

—Lo siento, señor Montgomery —dijo sin sentarse—, pero no podremos ayudarle.

—¿Ella está en Brasil?

—Lo siento.

—¿En Bolivia?

—Lo siento.

—¿Existe siquiera?

—No puedo responder a sus preguntas.

—¿A ninguna?

—A ninguna.

—¿Podría hablar con su jefe o supervisor?

—Por supuesto que sí.

—¿Dónde está?

—En el cielo.

Tras cenar unos gruesos bistecs con salsa de setas, Josh Stafford y Tip Durban se retiraron al estudio,

donde también había una chimenea encendida. Otro mayordomo, un mexicano con chaqueta blanca y pantalones

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