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23 - Carpe Yugulum - Terry Pratchett - tetelx -...doc
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07.09.2019
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Vargo se trepó, se retorció y revolvió varias para acomodarse sobre la almohada, entonces colocó la tapa y pasó el cerrojo.

Mientras el ojo de la narrativa retrocedía del ataúd en su lugar, dos cosas ocurrieron. Una ocurrió comparativamente despacio, y fue que Vargo se dio cuenta lentamente de que no recordaba que el ataúd tuviera una almohada.

La otra era que Greebo había decidido que estaba tan enojado como el infierno, y que no iba a aguantarlo más. Había sido sacudido de un lado a otro en la cosa con ruedas, y luego puesto en su lugar por Tata, y estaba furioso por eso porque él sabía, de una manera oscura y animal, que arañar a Tata podía ser la única cosa sumamente estúpida que podía hacer en todo el mundo, ya que nadie más estaba preparado para alimentarlo. Esto no había mejorado su humor.

Entonces se había encontrado con un perro, que había tratado de lamerlo. Lo había arañado y mordido varias veces, pero esto no había tenido ningún efecto aparte de animarlo a tratar de ser más amigable.

Finalmente había encontrado un cómodo lugar de descanso y se había hecho un ovillo, y ahora alguien lo estaba usando como un almohadón...

No hubo mucho ruido. El ataúd se meció varias veces, y luego giró.

Greebo guardó sus garras y se volvió a dormir.[43]

—... arder, con una clara luz brillante...

Chapoteo, succión, chapoteo.

—... y yo dentro de mi... Om sea alabado.

Chapoteo, chapoteo.

Avenas había recitado la mayoría de los himnos que sabía, incluso los viejos que uno realmente no debería cantar más pero que sin embargo recordaba porque las palabras eran tan buenas. Los cantaba fuerte y desafiante, para ahuyentar la noche y las dudas. Le ayudaban a quitar su mente del peso de Yaya Ceravieja. Era asombroso cómo había aumentado aparentemente en la última milla, en especial cada vez que se caía y ella encima de él.

Había perdido una de sus propias botas en un lodazal. Su sombrero estaba flotando en un charco en algún lugar. Las espinas habían rasgado su abrigo en harapos...

Se resbaló y cayó una vez más cuando el barro cedió bajo sus pies. Yaya salió rodando y se detuvo en un grupo de juncias.

Si Hermano Melchio pudiera verlo ahora...

El halcón descendió y se posó en la rama de un árbol muerto unas yardas más lejos. Avenas odiaba la cosa. Parecía demoníaca. Volaba aunque seguramente no podía ver a través de la capucha. Peor, siempre que pensaba en él, como ahora, la cabeza con capucha se volvía para mirarlo con una mirada invisible. Se quitó su otro zapato inútil, su cuero brillante todo manchado y rajado, y lo lanzó con mano poco experta.

—¡Vete, criatura perversa!

El ave no se movió. El zapato pasó de largo.

Entonces, mientras trataba de ponerse de pie, olió a cuero quemado.

Dos volutas de humo subían enroscándose a cada lado de la capucha.

Avenas buscó en su cuello la seguridad de la tortuga, y no estaba ahí. Le había costado cinco óbolos en la Ciudadela, y era demasiado tarde ahora para reflexionar que quizás no debía haberla colgado de una cadena que valía un décimo de óbolo. Probablemente estaba en algún charco, o enterrada en algún pantano barroso...

Ahora el cuero se consumió, y el resplandor amarillo de los agujeros era tan brillante que apenas podía ver el perfil del ave. Convertía el terreno frío y húmedo en líneas y sombras, ponía un borde dorado sobre cada mata de hierba y árbol destrozado... y se apagó tan rápidamente que dejó los ojos de Avenas llenos de explosiones púrpura.

Cuando recuperó la respiración y el equilibrio, el ave volaba alejándose por el páramo.

Recogió el cuerpo inconsciente de Yaya Ceravieja y corrió detrás de él.

Al menos, el sendero conducía cuesta abajo. El barro y los helechos resbalaban bajo sus pies. Los riachuelos corrían de cada agujero y hondonada. La mitad del tiempo le parecía no estar caminando, simplemente controlando una caída, rebotando de las rocas, deslizándose a través de charcos de barro y hojas.

Y entonces allí estaba el castillo, a través de una brecha entre los árboles, iluminado por el destello de un relámpago. Avenas se tambaleó a través de un grupo de arbustos espinosos, logró conservarse vertical bajando una pendiente de rocas sueltas, y se derrumbó sobre el camino con Yaya Ceravieja encima de él.

Ella se movió.

—... vacaciones de la razón... matemos a todos ellos... no puedo tolerar esto... —murmuró.

El viento sopló un puñado de gotas de lluvia sobre su cara, y abrió los ojos. Por un momento, a Avenas le pareció que tenía las pupilas rojas, y luego la helada mirada azul lo enfocó.

—¿Estamos aquí, entonces?

—Sí.

—¿Qué le pasó a su sombrero sagrado?

—Se perdió —dijo Avenas abruptamente. Yaya lo miró de más cerca.

—Su amuleto mágico se ha ido también —dijo—. El de la tortuga y el hombrecillo sobre ella.

—¡No es un amuleto mágico, Señorita Ceravieja! ¡Por favor! Un amuleto mágico es un símbolo de superstición primitiva mecanicista, mientras que la tortuga de Om es... es... es... Bien, no lo es, ¿comprende?

—Oh, correcto. Gracias por explicar —dijo Yaya—. Ayúdeme a levantarme, ¿quiere?

Avenas estaba teniendo alguna dificultad con su genio. Había llevado a la vieja chismosa por millas, estaba helado hasta los huesos, y ahora que estaban aquí ella actuaba como si de algún modo le hubiera hecho un favor.

—¿Cuál es la palabra mágica? —preguntó.

—Oh, no creo que un hombre santo como usted debería mezclarse con palabras mágicas —dijo Yaya—. Pero las palabras sagradas son: haga lo que le digo o será castigado. Deberían funcionar.

La ayudó a ponerse de pie, animado con una rabia mal digerida, y la sostuvo cuando se tambaleó.

Se escuchó un grito desde el castillo, que se cortó de repente.

—No era femenino —dijo Yaya—. Creo que las muchachas han empezado. Démosles una mano, ¿quiere?

Su brazo temblaba cuando lo levantó. El halcón bajó aleteando y se apoyó en su muñeca.

—Ahora ayúdeme a llegar a la puerta.

—De nada, agradecido de ser servicial —masculló Avenas. Miró al ave, cuya capucha giró hacia él.

—Ése es... otra ave fénix, ¿verdad? —dijo.

—Sí —dijo Yaya, observando la puerta—. Un ave fénix. Usted no puede tener uno solo de nada.

—Pero parece un pequeño halcón.

—Nació entre los halcones, de modo que se ve como un halcón. Si fuera empollado en un nido de gallina sería un pollo. Es lógico. Y permanecerá como halcón, hasta que necesite ser un ave fénix. Son aves tímidas. Usted podría decir que un ave fénix es lo que sea en que pueda convertirse...

—Demasiada cáscara de huevo...

—Sí, Señor Avenas. ¿Y cuándo pone el ave fénix dos huevos a veces? Cuando necesita hacerlo. Variopintenen tenía razón. Un ave fénix es de la naturaleza de las aves. Primero ave, después mito.

Las puertas colgaban flojas, sus refuerzos de hierro retorcidos fuera de lugar y sus maderos ardiendo, pero habían hecho algo de esfuerzo para dejarlas cerradas. Sobre lo que quedaba del arco, un murciélago esculpido en piedra decía a los visitantes todo lo que tenían que saber sobre este lugar.

Sobre la muñeca de Yaya la capucha del halcón crepitaba y echaba humo. Mientras Avenas lo observaba, unas pequeñas llamas brotaron del cuero otra vez.

—Él sabe qué hicieron —dijo Yaya—. Empolló sabiéndolo. Las aves fénix comparten sus mentes. Y no toleran el mal.

La cabeza se volvió para mirar a Avenas con su mirada de fuego blanco e, instintivamente, él dio un paso hacia atrás y trató de cubrirse los ojos.

—Use la aldaba —dijo Yaya, cabeceando hacia el gran anillo de hierro que colgaba libremente de una puerta astillada.

—¿Qué? ¿Quiere que yo llame a la puerta? ¿De un castillo de vampiros?

—No vamos a entrar a hurtadillas, ¿verdad? De todos modos, ustedes los Omnianos son buenos en llamar a las puertas.

—Bien, sí —dijo Avenas—, pero normalmente sólo para compartir una plegaria y para interesar a las personas en nuestros folletos... —dejó caer la aldaba varias veces, produciendo ecos alrededor del valle—... ¡no para que me corten la garganta!

—Piense en esto como una calle particularmente difícil —dijo Yaya—. Trate otra vez... tal vez están escondidos detrás del sofá, ¿eh?

—¡Ja!

—¿Es usted un buen hombre, Señor Avenas? —dijo Yaya, en tono conversacional, mientras los ecos se apagaban—. ¿Incluso sin su libro sagrado, su amuleto sagrado, y su sombrero sagrado?

—Er... trato de serlo... —arriesgó.

—Bien... aquí es donde lo averiguará —dijo Yaya. Por fin llegamos al fuego, Señor Avenas. Aquí es donde ambos lo averiguamos.

Tata subió corriendo algunos escalones, un par de vampiros en los talones. Los vampiros estaban torpes porque no habían llegado a dominar la cuestión de no poder volar, pero también había otra cosa mala en ellos.

—¡Té! —gritaba uno—. ¡Debo tomar... !

Tata abrió la puerta a las almenas. La siguieron, y tropezaron con la pierna de Igor mientras caminaban afuera de las sombras.

Levantó dos afiladas patas de mesa.

—¿Cómo quieren ssuss esstacass, muchachoss? —gritó con excitación, mientras atacaba—. ¡Deberían haber dicho que less gusstaban miss arañass!

Tata se apoyó contra la pared para recuperar la respiración.

—Yaya está en algún lugar por aquí —jadeó—. No me pregunte cómo. Pero aquellos dos estaban ansiando una taza de té, y creo que sólo Esme podría confundir así la cabeza de alguien...

Los sonidos de la aldaba retumbaron abajo, alrededor del patio. Al mismo tiempo se abrió la puerta en el otro extremo de las almenas. Una media docena de vampiros avanzó.

—Están actuando muy tontos, ¿verdad? —dijo Tata—. Deme un par de estacas más.

—Me quedé ssin esstacass, Tata.

—Está bien, entonces, páseme una botella de agua bendita... Apúrese...

—No queda ninguna, Tata.

—¿No tenemos nada?

—Tenemoss una naranja, Tata.

—¿Para qué?

—Sse acabaron loss limoness.

—¿Qué bien hará una naranja si golpeara a un vampiro en la boca con ella? —dijo Tata, echando el ojo a las criaturas que se acercaban.

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