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24 - El quinto elefante - Terry Pratchett - tet...doc
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07.09.2019
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Vaciló y luego quitó la cuerda de campana de encima del ataúd. Igor reapareció, a la manera de los Igors.

—Esos inteligentes jóvenes de la torre de telégrrafo van a estarr despierrtos, ¿verrdad?

—Shi, sheñora.

—Enviale un mensaje a nuestrro guardia pidiéndole que averrigüe todo sobrre el Comandante Vimes de la Guarrdia, porr favorr.

—¿Esh un diplomático, sheñora?

Lady Margolotta se tumbó de espaldas.

—No, Igorr. Él es la rrazón de que existan los diplomáticos. Cierra la tapa, porr favorr.

Sam Vimes podía procesar en paralelo. La mayoría de maridos pueden hacerlo. Aprenden a seguir su propia línea de pensamiento mientras escuchan al mismo tiempo lo que dicen sus esposas. Y escuchar es importante, porque han de estar preparados para citar la última frase al dedillo en cualquier momento. Una habilidad adicional muy importante es mantener una alarma que salte con frases peligrosas como «y nos lo pueden traer mañana» o «así que les he invitado a cenar» o «lo pueden tener en azul y muy barato».

Lady Sybil era consciente de ello. Sam podía seguir coherentemente una conversación mientras estaba pensado en algo completamente distinto.

—Le diré a Willikins que ponga en la maleta ropa de invierno —dijo ella, mirándolo—. Debe hacer bastante frío allí arriba en esta época del año.

—Sí. Es una buen idea —Vimes continuó mirando un punto situado justo encima de la chimenea.

—Vamos a tener que oficiar como anfitriones en una fiesta, creo yo, por lo que deberíamos llevar un cargamento de comida típica de Ankh-Morpork. Como demostración, ya sabes. ¿crees que deberíamos también llevar un cocinero?

—Sí, cariño. Eso sería una buena idea. Nadie fuera de esta ciudad sabe hacer un bocadillo de nudillos correctamente.

Sybil estaba impresionado. Aunque las orejas funcionaban completamente en piloto automático, habían conducido a la boca a hacer una pequeña pero pertinente contribución.

Preguntó:

—¿Crees que deberíamos llevarnos el cocodrilo?

—Sí. Sería aconsejable.

Sybil miró la cara de su marido. Pequeños surcos se formaron en la frente de Vimes, mientras las orejas le daban un codazo al cerebro. Parpadeó:

—¿Qué cocodrilo?

—Estabas lejos, Sam. En Uberwald, creo.

—Lo siento.

—¿Hay algún problema?

—¿Por qué me envía a mí, Sybil?

—Estoy segura de que Havelock comparte conmigo la convicción de que tu tienes talentos ocultos, Sam.

Vimes se dejó caer melancólicamente en su sillón. El persistente defecto del carácter de su esposa, por lo demás práctico y sensato, era que creía, contra toda evidencia, que él era un hombre de muchos talentos. Él sabía que tenía talentos ocultos. No tenían nada que le hiciera desear que flotaran hasta la superficie. Contenían cosas que era mejor dejar descansar.

Había otra molesta preocupación que no podía identificar completamente. Si hubiera podido, la hubiera expresado más o menos así: los policías no se van de vacaciones. Donde había policías, como Lord Vetinari acostumbraba a señalar, había crímenes. Así que si iba a Joder, o como quisiera que se pronunciaba el condenado lugar, habría un crimen. Era algo que el mundo siempre cargaba en las espaldas de los policías.

—Va a ser bonito ver a Serafine otra vez —dijo Sybil.

—Sí, efectivamente —dijo Vimes.

En Joder no sería, oficialmente, un policía. No le gustaba esto para nada. En realidad, le gustaba incluso menos que todo lo otro.

En las pocas ocasiones en las que había estado fuera de Ankh-Morpork y su feudo circundante, había ido a otras ciudades próximas donde la insignia de Ankh-Morpork tenía algo de peso o había sido en una encendida persecución, el más antiguo y honorable de los procedimientos policiales. Por la manera de hablar de Zanahoria, en Joder su insignia sería algo así como los deshechos del menú de alguien.

Su frente se cubrió de arrugas de nuevo:

—¿Serafine?

—Lady Serafine von Uberwald —dijo Sybil—. ¿La madre de la Sargento Angua? ¿Recuerdas que te lo dije el año pasado? Estuvimos en el último curso juntas. Por supuesto, todos sabíamos que era una mujer lobo, pero nadie ni siquiera hubiera soñado en comentarlo en esa época. Bueno, simplemente no lo hacías. Hubo todo ese asunto del instructor de esquí, por supuesto, pero estoy segura de que mi propia memoria debe tener alguna que otra laguna. Se caso con el Barón, y viven justo a las afueras de Beyonk. Le escribo para contarle las última novedades cada Noche de la Vigilia de los Puercos. Una familia muy antigua de Hombres Lobo.

—Un buen pedigrí —dijo Vimes distraídamente.

—Sabes que no te gustaría que Angua te oyera hablar así, Sam. No te preocupes tanto. Tendrás la oportunidad de relajarte, estoy segura. Va a ser bueno para ti.

—Sí, cariño.

—Será como una segunda luna de miel —dijo Sybil.

—Sí, efectivamente —dijo Vimes, recordando que por unas razones u otras, nunca habían tenido en realidad una primera.

—Sobre ese, ehh, asunto —dijo Sybil, con más vacilaciones—, ¿recuerdas que te dije que iba a ver a la vieja Señora Dicha?

—Oh, sí, ¿cómo está? —Vimes miraba la chimenea de nuevo. No era sólo las antiguas compañeras de escuela. A veces parecía que Sybil se mantenía en contacto con todo el mundo que había conocido alguna vez. Su lista para la Noche de la Vigilia de los Puercos iba ya para un segundo volumen.

—Muy bien, creo yo. De cualquier forma, ella está de acuerdo en que…

Alguien llamó a la puerta.

Ella suspiró:

—Es la noche libre de Willikins —dijo—. Mejor que contestes, Sam. Sé que quieres.

—Les he dicho que no me molesten si no es un asunto importante —dijo Vimes, levantándose.

—Sí, pero tú crees que todos los crímenes son un asunto importante, Sam.

Zanahoria estaba en el rellano.

—Es algo de… política, señor —dijo.

—¿Qué es tan político a las diez menos cuarto de la noche, capitán?

—El Museo del Pan Enano ha sido atracado, señor —dijo Zanahoria.

Vimes miró los honestos ojos azules de Zanahoria.

—Me viene un pensamiento a la cabeza, capitán —dijo, lentamente—. Y ese pensamiento es: un determinado objeto falta.

—Correcto, señor.

—Y es la copia de la Torta.

—Sí, señor. O entraron justo después de que nos fuéramos o —Zanahoria se humedeció los labios nerviosamente— estaban escondidos mientras nosotros estábamos ahí.

—Nada de ratas, entonces.

—No, señor. Lo siento, señor.

Vimes se abrochó su capa y cogió el casco de su colgador.

—Así que alguien ha robado una copia de la Torta de Piedra unas pocas semanas antes de que la real deba ser usada en un ceremonia muy importante —dijo—. Encuentro esto intrigante.

—Eso es lo que pensé yo también, señor.

Vimes suspiró.

Odio los asuntos políticos.

Cuando se hubieron ido, Lady Sybil se quedó sentada un rato, mirándose las manos. Luego llevó una lámpara a la biblioteca y sacó un delgado libro encuadernado en piel blanca en las cuales se había escrito en letras doradas las palabras: “Nuestra boda”.

Había sido un extraño evento. Toda la alta sociedad de Ankh-Morpork (tan alta que apestaba, como siempre decía Sam) había acudido, la mayoría por simple curiosidad. Ella era la soltera más elegible de Ankh-Morpork, la que siempre habían pensado que no se casaría. Y él era simplemente un capitán de la guardia que acostumbraba a molestar a un montón de gente.

Y aquí tenía los iconografías del evento. Aquí estaba ella, que parecía más expansiva que radiante y aquí estaba Sam, mirando ceñudamente al espectador con su pelo precipitadamente apelmazado. Aquí estaba el Sargento Colon, con su pecho tan inflado que sus pies casi no tocaban el suelo, y Nobby, sonriendo ampliamente, o simplemente haciendo una mueca; era tan difícil de decir con Nobby.

Sybil pasó las páginas con cuidado. Había puesto una hoja de tisú entre ellas para protegerlas.

De muchas formas, se dijo a sí misma, era afortunada. Estaba orgullosa de Sam. Trabajaba duro para un montón de gente. Se preocupaba de la gente que no era importante. Siempre tenía mucho más con lo que enfrentarse de lo que era aconsejable. Era el hombre más civilizado que ella hubiera conocido. No un caballero, gracias a Dios, sino un hombre amable.

Nunca sabía en realidad lo que él hacía. Oh, sabía cuál era su trabajo, pero según todos los indicios, no se pasaba mucho tiempo detrás de su mesa. Cuando al final se acostaba, solía dejar sus ropas directamente en la cesta de la lavandería, por lo que ella solo oía más tarde de labios de la chica de la lavandería lo de las manchas de sangre y de barro. Había rumores de persecuciones por los tejados, peleas mano-a-mano y rodilla-ingle con hombres que tenían nombres como Harry “El Arranca-cerrojos” Weems…

Había un Sam Vimes que ella conocía, que salía y volvía a casa de nuevo, y afuera había otro Sam Vimes que escasamente le pertenecía a ella y vivía en el mismo mundo que todo esos hombres de los nombres horribles.

Sybil Ramkin había sido criada para que fuera ahorradora, sensata, cortés de una forma externa, y para pensar bien de la gente.

Se miró las fotografías de nuevo, en el silencio de la casa. Luego se sonó la nariz ruidosamente y salió a hacer la maleta y otras cosas sensatas.

La Cabo Cheery Pequeñotrasero8 pronunciaba su nombre como «Cheri». Ella era una ella, y además una flor rara en Ankh-Morpork.

No era que los enanos no estuvieran interesados en el sexo. Veían la necesidad vital de nuevos enanos a los que dejar sus bienes y que continuaran el trabajo en las minas después de que ellos se fueran. Era simplemente que no veían razón alguna para distinguir entre los sexos en alguna otra parte que no fuera la intimidad. No había cosas como un pronombre femenino enano o, una vez los niños ya estaban crecidos, nada que se parecería al trabajo femenino.

Entonces Cheery Pequeñotrasero había llegado a Ankh-Morpork y había visto que había allí hombres que no llevaban cotas de malla o ropa interior de cuero9, sino colores interesantes y excitante maquillaje. Y a estos hombres los llamaban «mujeres»10. Y en su pequeña cabecita de bala había surgido una idea: ¿Por qué yo no?

Ahora se la criticaba en las bodegas y bares enanos por toda la ciudad, como el primer enano en Ankh-Morpork que llevaba una falda. Era una pieza resistente de cuero marrón y objetivamente tan erótica como una pieza de madera pero, como los enanos más ancianos habrían señalado, en algún lugar debajo de eso estaban sus rodillas11.

Peor aún, estaban descubriendo que entre sus hijos había algunas —el nombre se les atragantaba— «hijas». Cheery era sólo la cumbre espumosa de la ola. Algunos de las enanas más jóvenes empezaban tímidamente a llevar sombra de ojos y declaraban que, de hecho, no les gustaba la cerveza. Una nueva corriente circulaba por la sociedad enana.

La sociedad enana no estaba en contra de algunas piedras bien lanzadas contra los que se mecían en esa corriente, pero el Capitán Zanahoria había hecho circular que eso sería agresión a un oficial, un tema en el cual la Guardia tenía su propio punto de vista y sin importar lo cortos que fueran los bribones, sus pies no iban a tocar el suelo.

Cheery mantenía su barba y su casco circular de hierro, por supuesto. Una cosa era declarar que eras una hembra, pero era impensable declarar que no eras un enano.

—Un caso abierto y cerrado, señor —dijo, cuando vio entrar a Vimes—. Abrieron la ventana de la puerta de atrás para entrar, un trabajo limpio, y no cerraron la puerta de delante cuando se fueron. Rompieron el exhibidor de cristal en el que estaba la Torta. Hay cristales por todas partes. No se llevaron nada más por lo que puedo ver. Dejaron un montón de huellas en el polvo. He tomados unas cuantas fotografías, pero estaban llenas de rozaduras y no eran muy buenas en primer lugar. Eso es todo, en realidad.

—¿Nada de colillas, carteras o pedazos de papel con direcciones escritas? —dijo Vimes.

—No señor. Eran ladrones poco considerados.

—Verdaderamente lo eran —dijo Zanahoria malhumorado.

—Hay una pregunta que me da vueltas en la cabeza —dijo Vimes—: ¿por qué huele aún más a meado de gato ahora?

—Es bastante intenso, ¿verdad? —dijo Cheery—. Con una pizca de sulfuro, además. El Guardia Ping dijo que ya estaba así cuando llegó, pero no hay marcas de gatos.

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