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24 - El quinto elefante - Terry Pratchett - tet...doc
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07.09.2019
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Vimes notó la mirada del hombre fija en la parte trasera de su cuello mientras se iba.

Había una estatua en medio de la plaza. Era del Quinto Elefante. Algún antiguo artesano había intentado copiar en bronce y piedra el momento en que el alegórico animal había caído del cielo y dado al país su increíble riqueza mineral. Alrededor, había representado un conjunto de enanos y hombres de fuerte constitución, llevando martillos y espadas, en gallarda actitud. Probablemente representaban la Verdad, la Diligencia, la Justicia, y los Pastelillos de Grasa Caseros de Mamá, por lo que Vimes sabía, pero se sintió verdaderamente lejos de casa en una país donde, aparentemente, nadie escribía graffitis en las estatuas públicas.

Un hombre estaba echado encima de los adoquines, con una mujer arrodillada a su lado. Ella miró llorosa a Vimes y dijo algo en uberwaldeano. Todo lo que él pudo hacer fue asentir.

Wolfgang bajó de un salto desde una posición elevada en la punta de la estatua al Mal Escultor y aterrizó a unos metros, sonriendo.

—¡Señor Civilizado! ¿Queréis jugar otra vez?

—¿Ves la placa que tengo en la mano? —preguntó Vimes.

—¡Es muy pequeña!

—¿Pero la ves?

—¡Sí, veo vuestra minúscula placa! —Wolfgang empezó a moverse de lado, con los brazos colgando flojamente a los lados.

—Y estoy armado. ¿Me has oído decirte que estoy armado?

—¿Con esa ballesta ridícula?

—Pero me has oído decir que estoy armado, ¿verdad? —dijo Vimes, con voz alta, girándose para tener de frente el hombre lobo que no paraba de moverse. Chupeteó su cigarro, dejando que una voluta de humo se escapara de su boca.

—¡Sí! ¿Esto es lo que llamáis civilizado?

Vimes sonrió.

—Sí, así es como lo hacemos.

—¡Mi manera es mejor!

—Y ahora estás bajo arresto —dijo Vimes—. Ven sin hacer ningún movimiento brusco y te ataremos bien fuerte y te entregaremos a lo que aquí pase como justicia. Entiendo que eso puede ser difícil.

—¡Ja! ¡El sentido del humor de Ankh-Morpork!

—Sí, en cualquier momento voy a dejar caer los pantalones. ¿Así que te resistes al arresto?

—¿Por qué todas estas estúpidas preguntas? —Ahora Wolfgang casi bailaba.

¿Te resistes al arresto?

—¡Sí, y tanto! ¡Oh, sí! ¡Buena broma!

—Mira como me río.

Vimes tiró la ballesta a un lado y sacó un tubo de debajo de su capa. Estaba hecho de cartón, y un cono rojo coronaba un extremo.

—¡Un estúpido y tonto cohete de fuegos artificiales! —gritó Wolfgang, y cargó.

—Podría ser —dijo Vimes.

No se molestó en apuntar. Estas cosas no estaban diseñados para la precisión o la velocidad. Simplemente se quitó el cigarro de la boca y, mientras Wolfgang corría hacia él, lo presionó contra la mecha.

El mortero se agitó cuando su carga explosiva salió disparada, girando lentamente y dejando ir humo en una perezosa espiral. Parecía el arma más estúpida desde la lanza de caramelo.

Wolfgang bailó hacia delante y hacia atrás, sonriendo, y mientras el cohete pasaba a varios palmos encima de su cabeza, saltó graciosamente y lo cogió con la boca.

Entonces explotó.

Las bengalas estaban preparadas para verse a treinta kilómetros. Incluso con sus ojos cerrados con fuerza, Vimes vio el brillo a través de sus párpados.

Cuando el cuerpo dejó de girar, Vimes paseó su mirada por la plaza. La gente le miraba desde las carrozas. La muchedumbre estaba silenciosa.

Había un montón de cosas que podía decir. «¡Hijo de puta!» habría sido una buena. O podría decir «¡Bienvenido a la civilización!». Podría haber dicho: «¡Ríete de esto!». Podría haber dicho «¡Cógelo!».

Pero no lo hizo, porque si hubiera dicho cualquiera de estas cosas, entonces habría sabido que lo único que había hecho era un asesinato.

Se giró, tiró el mortero vacío por encima de su hombro y murmuró:

—¡Al infierno!

En momentos así, la abstinencia era difícil.

Tantony le observaba.

—No digas ni una palabra… fuera de lugar —dijo Vimes, sin alterar su paso—. Simplemente no lo hagas.

—Creí que estas cosas disparaban muy rápido…

—Le rebajé la carga —dijo Vimes, lanzando al aire el cortaplumas de Detritus y cogiéndolo de nuevo—. No quería herir a nadie.

—He oído como le avertíais de que estabais armado. He oído como se resistía dos veces al arresto. Lo he oído todo. He oído todo lo que queríais que oyera.

—Sí.

—Por supuesto, quizás él no conocía esa ley.

—Oh, ¿de verdad? Bueno, yo no sabía que era legal por aquí perseguir a un pobre bastardo por el país y herirlo de muerte y, ¿sabes?, eso no detuvo a nadie —Vimes meneó la cabeza—. Y no me mires con cara afligida. Oh, sí… ahora puedes decir que hice mal, que podría haberlo manejado de otra forma. Este tipo de cosas son fácil de decir después. Yo mismo las diría, quizás —en medio de cada noche, añadió para sí mismo, después de que me haya despertado viendo esos ojos locos—. Pero tú querías que se parara tanto como yo. Oh, sí, querías. Pero no podías, porque no tenías los medios, y yo lo hice porque podía. Y tienes el lujo de juzgarme porque aún estás vivo. Y eso es toda la verdad, bien envuelta. Afortunado de ti, ¿eh?

La muchedumbre se dividió ante Vimes. Pudo oír susurros a su alrededor.

—Por otro lado —dijo Tantony, a lo lejos, como si no hubiera oído lo que Vimes acababa de decir—. Vos disparasteis esa cosa sólo para advertirle.

—¿Eh?

Claramente vos no habías de saber que él automáticamente intentaría coger el… explosivo —dijo Tantony, y le pareció a Vimes que estaba repasando la frase—. Las cualidades… perrunas de un hombre lobo difícilmente se le habrían ocurrido a un hombre de una gran ciudad.

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