- •Vimes se lo miró de reojo. Era un comentario típico de Zanahoria. Sonaba tan inocente como el infierno, pero podías interpretarlo de una forma distinta.
- •Vimes vio una hacha de guerra enterrada en la pared.
- •Vimes sacó su reloj y lo miró. Se estaba convirtiendo en uno de esos días… de los que tienes todos los días.
- •Vimes se quedó mirando fijamente.
- •Vimes le miró a él, luego al Patricio y luego volvió a empezar.
- •Vetinari se puso de pie y caminó hasta la gran ventana, dándoles la espalda.
- •Vimes, cuyo conocimiento sobre geografía era microscópicamente detallado en un radio de ocho kilómetros alrededor de Ankh-Morpork y sólo microscópico en un radio superior, asintió titubeante.
- •Vimes y Vetinari intercambiaron miradas. En ocasiones Zanahoria parecía un tratado cívico escrito por un monaguillo aturdido.
- •Vimes sabía que había perdido. Había perdido tan pronto como se había mencionado a Sybil, porque ella era siempre un buen ariete contra las murallas de sus defensas. Pero siempre podía caer luchando.
- •Vimes oyó como Zanahoria escarbaba en la penumbra, y el sonido de una llave en la cerradura.
- •Vimes suspiró.
- •Vaciló y luego quitó la cuerda de campana de encima del ataúd. Igor reapareció, a la manera de los Igors.
- •Vimes se agachó y miró los pedazos de cristal.
- •Vimes se pasó la mañana siguiente intentado aprender sobre dos países extranjeros. Uno de ellos resultó llamarse Ankh-Morpork.
- •Vimes probó suerte, pero sabía que para hablar verdadero enanés necesitabas toda una vida de estudio y, para hacerlo factible del todo, una grave infección de garganta.
- •Vetinari le estaba arrojando a los lobos. Y a los enanos. Y a los vampiros. Vimes se estremeció. Y Vetinari nunca hacía nada sin una razón.
- •Igor asintió.
- •Vimes sonrió interiormente. Recordaba el dicho de su niñez: demasiado pobre para pintar, pero demasiado orgulloso para encalar…
- •Vimes tuvo una visión mental del Guardia Swires, un gnomo de quince centímetros de alto, pero de dos kilómetros de largo en agresividad contenida.
- •Vimes asintió. Por supuesto, la mayoría de la gente se preocupaban de algo si estaban trabajando con Nobby. Solían mirar mucho los relojes.
- •Vetinari miró alrededor. Una mano se movía desesperadamente ante él desde detrás de un banco volcado.
- •Vetinari suspiró de nuevo:
- •Volvió a tapar el sulfuro y olfateó el aire de la fábrica. Olía a goma líquida, que es un olor muy parecido al de gatos con incontinencia.
- •Visita le observó. Los labios de Zanahoria se movieron ligeramente mientras leía.
- •Vimes miró abatidamente por la ventana.
- •Vimes sacudió la cabeza. Eso eran los mensajes sin significado: telepatía sin cerebro.
- •Vimes odiaba y despreciaba los privilegios de su rango, pero había de admitir esto: al menos comportaban que los podías odiar y despreciar cómodamente.
- •Vimes miró el papel.
- •Vimes se acercó al otro carruaje, metió la cabeza dentro y comentó:
- •Vimes ayudó a Sybil a bajar del carruaje.
- •Vimes recorrió con la mirada las caras. Parecían mas sorprendidas que enfadadas, aunque vio un par de enanos en un rincón que estaban absolutamente descontentos.
- •Iñigo suspiró.
- •Iñigo se tocó un mechón de pelo.
- •Vimes levantó la mirada hacia el cartel de la posada. Toscamente pintada había una gran cabeza roja completada con trompa y colmillos.
- •Varios centenares de enanos, en línea de cuatro, estaban trotando a través de la blanca llanura hacia ellos. Tenían, pensó Vimes, un aire de severa determinación.
- •Volvieron veinte minutos después. Angua volvía a ser humana (al menos volvía a tener forma humana, se corrigió Gaspode) y los lobos estaban aparejados a un gran trineo para perros.
- •Vimes miró por la ventana. Había media docena de guardias, y efectivamente llevaban alabardas.
- •Vimes subió las escaleras y siguió el ruido de conversación hasta que llegó al dormitorio, donde Sybil estaba tendiendo la ropa en una cama del tamaño de un pequeño país. Cheery la ayudaba.
- •Vimes cortó una salchicha y miró.
- •Vimes descubrió que bostezaba.
- •Iñigo suspiró.
- •Vimes entró. Los enanos cerraron la puerta, dejándoles en la habitación, que estaba iluminada por una sola vela.
- •Imagínatelo como mucha gente dirigiéndose hacia algo que una hilera de personas estaba… guardando.
- •Vimes continuó callado. Dee era mejor que Lo He Hecho Duncan.
- •Vimes se giró. Un enano, bajo hasta para los estándares enanos, estaba plantado a su espalda. Parecía esperar una réplica.
- •Vimes miró las arrugadas cartas que el Rey le había metido en la mano. A la luz del día pudo ver la fina escritura en un rincón. Eran sólo cuatro palabras: ¿a medianoche, nos vemos?
- •Vimes vio las imágenes en su mente mientras Cheery se lo explicaba…
- •Igor abrió una puerta interior mientras Tantony casi se iba corriendo del vestíbulo.
- •Igor dejó un plato de pastas y salió arrastrándose de la habitación.
- •Igor se arrastró hasta un amplio vestíbulo, una de cuyas paredes la ocupaba mayormente una chimenea, y se despidió con una reverencia.
- •Vimes decidió explorar todo el horror de la situación. Le apartaba la mente de los trofeos que faltaban.
- •Vimes volvió a subir al carruaje e, intentando no mirar a Sybil, levantó uno de los asientos, sacando la espada que había escondido allí.
- •Vimes había sacado el cohete de su tubo. Miró a Iñigo interrogativamente.
- •Vimes se rindió y le explicó lo poco que sabía.
- •Vimes entró en la embajada y convocó a Detritus y a Cheery.
- •Vimes empujó una de las palancas. Una minúscula trampilla se abrió y la cabeza más pequeña que Vimes hubiera visto que pudiera hablar hizo:
- •Iñigo acaba de volver a entrar en la habitación cuando oyó que llamaban a la puerta en la planta baja.
- •Vimes vio el asentimiento de Cheery.
- •Vimes miró el papel que le ofrecían. Era marrón y bastante rígido. Estaba cubierto de runas.
- •Vimes se quedó mirando. Se perdía en cualquier canción que fuera más compleja que las que tienen títulos del tipo «¿Dónde Se Han Ido Todas Las Natillas (La Gelatina No Es Lo Mismo)?».
- •Vimes levantó la mirada. Algo cálido, como una gota de mantequilla fundida, le golpeó la mejilla. Mientras se la limpiaba, vio las sombras moverse.
- •Vimes se despertó en la oscuridad. Parpadeó y se tocó los ojos para asegurarse de que estaban abiertos.
- •Vimes vaciló.
- •Vimes pensó de la malvada minúscula arma que había en la almohada.
- •Vimes tomó un puñado de nieve, y cuando levantó la vista, un copo se fundió en su cara. Sonrió en la oscuridad. La luciérnaga iluminó sólo el extremo de unas escaleras en espiral fijadas a la roca.
- •Vimes se dio cuenta de que era un hombre muerto bañándose. Lo podía ver en los ojos de Wolf.
- •Veamos, ¿cómo pensaría un hombre lobo?
- •Vimes guiñó los ojos. Una alta figura vestida de negro estaba sentada en el bote.
- •Vimes se acercó al borde del témpano e intentó impulsarse fuera del agua, pero el hielo crujió amenazadoramente bajo su peso y varias grietas zigzaguearon por su superficie.
- •Vimes levantó la vista. La sangre le corría por los brazos. El aire olía a huevos podridos. Y allí, encima de una colina, a un quilómetro y medio o algo así, estaba la torre del telégrafo.
- •Vimes gruñó. Ni los asesinos se merecían una muerte así.
- •Vimes se enfureció. ¡Se suponía que no habían de hacer algo así!
- •Vimes juntó las piernas y se columpió en la rama mientras el hombre lobo subía. Lo cazó con un golpe en la oreja y, cuando la criatura levantó la mirada, consiguió darle otro golpe justo en la nariz.
- •Vimes agarró una rama rota.
- •Vimes vaciló, con el garrote levantado.
- •Vimes apartó a Zanahoria cuando intentó ayudarle a ponerse en pie.
- •Vimes se giró cuando escuchó un débil sonido a su espalda.
- •Vimes se detuvo.
- •Vimes bajó la mirada. Estaban plantados encima de un enrejado.
- •Vimes apareció arriba. Había sangre en su camisa, y encostrada en un lado de su cara. Para horror del capitán, empezó a bajar las escaleras.
- •Vimes sintió un hilillo de hielo supercalentado bajar por su columna vertebral.
- •Vimes, aún luchando por respirar, sin decir una palabra le pasó las llaves a Zanahoria.
- •Vimes se acercó al tembloroso Tantony y le palmeó en un hombro.
- •Vimes miró al otro lado del puente levadizo. Unas figuras se amontonaban en la oscuridad: la luz de las antorchas brilló en las armaduras y las armas que bloqueaban el camino.
- •Vimes estaba impresionado con la Baronesa, que se defendía en un rincón.
- •Vimes miró los enanos. Estaban fascinados, y uno o dos vocalizaban las palabras.
- •Vimes oyó como los enanos de detrás se quedaban sin respiración.
- •Vimes señaló la masa de enanos que tenía detrás.
- •Voy a ser afortunado si salgo de aquí vivo, ¿verdad?
- •Vimes pudo ver como la piel de las manos del enano se ponía blanca al intentar apartarlas de la piedra.
- •Vimes vio que Cheery, para su sorpresa, parpadeaba como consecuencia de las lágrimas.
- •Vimes recordó la expresión de la cara de Albrecht.
- •Vimes parpadeó. Su cerebro se había rendido finalmente. Ya no quedaba nada. No estaba seguro de ni siquiera poderse poner en pie.
- •Vimes intentó centrarse en su mujer, que, inexplicablemente, parecía estar muy lejos.
- •Igor miró hacia abajo desde arriba de la carroza.
- •Vimes entró arrastrándose en el dormitorio. Sybil llevaba otro vestido azul, una tiara y una expresión tirante.
- •Vimes se vistió a toda prisa, con la oreja atenta a…
- •Vimes bajó la espada e intentó relajarse.
- •Vimes encontró una sábana en una de las cajas rotas, y rasgó una larga tira. Luego cogió la ballesta de las manos de su esposa.
- •Vimes abrió la boca para decir «Eso que llevas, capitán, ¿es un uniforme o un bonito disfraz?», pero se detuvo a tiempo.
- •Vimes notó la mirada del hombre fija en la parte trasera de su cuello mientras se iba.
- •Vimes sostuvo su mirada un momento, y luego le palmeó el hombro.
- •Vimes se subió al carruaje con furiosa velocidad.
- •Vimes abrió las puertas del vestidor.
- •Vio la sonrisa de Angua y se preguntó si Sybil se lo había contado.
Iñigo suspiró.
—En el Gremio, Vuestra Gracia, no hacemos… teatro.
—¿Teatro?
—Eso del cigarro…
—¿Quieres decir cuando he cerrado los ojos y han tenido que mirar a una llama en la oscuridad?
—Ah… —Iñigo vaciló—. Pero os podrían haber disparado en ese momento.
—No. Yo no era una amenaza. Y tú escuchaste su voz. Muchas veces escucho ese tipo de voz. No iba a dispararle a las personas demasiado pronto y arruinar la diversión. ¿Puedo dar por sentado que no has sido contratarte para matarme?
—Exacto.
—¿Lo juras?
—Por mi honor de asesino.
—Sí —dijo Vimes—. Es aquí donde topo con una dificultad, por supuesto. Y no sé como decirlo, Iñigo, porque tú no actúas como un asesino típico. Lord por aquí, Sir por allá… El Gremio es una escuela de caballeros pero tú (y los dioses saben que no quiero ofenderte) no eres exactamente…
Iñigo se tocó un mechón de pelo.
—Soy un becado, señor —dijo.
Dioses, claro, pensó Vimes. El asesino aficionado normal lo puedes encontrar en cada calle. Son en su mayoría locos o borrachos o una pobre mujer que ha tenido un día duro y su marido le ha levantado la mano una vez de más y de repente veinte años de frustración toman el control. Matar un extraño sin malicia o satisfacción, que no sea el orgullo del artesano ante un trabajo bien hecho, es un talento tan raro que los ejércitos se pasan meses enteros intentando inculcarlo en sus jóvenes soldados. La mayoría de la gente huiría aterrorizada del hecho de tener que matar gente a la que no ha sido presentada.
El Gremio había que tener uno o dos como Iñigo. ¿No había dicho algún bastardo filosófico que un gobierno necesitaba tanto carniceros como pastores? Señaló la pequeña ballesta:
—Muy bien, cógela —dijo—. Pero puedes extender la voz de que si alguna vez, alguna vez, veo una en las calles, el propietario se la va encontrar metida allí donde no da el sol.
—Ah —dijo Iñigo—. Ese es el sitio jocosamente llamado Lancre, ¿no? Está a sólo ochenta kilómetros de aquí, creo. Mmm, mmm.
—Ten por seguro de que puedo encontrar un atajo.
Gaspode intentó soplar en la oreja de Zanahoria otra vez.
—Hora de levantarse —gruñó.
Zanahoria abrió los ojos, se sacó la nieve que tenía en ellos con unos parpadeos y luego intentó moverse.
—Quédate tendido, ¿vale? —dijo Gaspode—. Si ayuda, piensa en ellos como en un edredón muy pesado.
Zanahoria se revolvió débilmente. Los lobos apilados encima de él cambiaron de posición.
—Te están calentando —dijo Gaspode, sonriendo nerviosamente—. Una manta de lobos, ¿ves? Por supuesto vas a apestar durante un rato, pero es mejor estar lleno de pulgas que muerto, ¿eh? —se rascó trabajosamente una oreja con una pata trasera. Uno de los lobos le gruñó—. Lo siento. La pitanza estará en un momento.
—¿Comida? —murmuró Zanahoria.
Angua apareció en el campo de visión de Zanahoria, vestida con una camisa de cuero y pantalones. Se quedó plantada mirándolo, con las manos en las caderas. Para sorpresa de Gaspode, Zanahoria consiguió auparse con los codos, desplazando varios lobos.
—¿Nos estabas siguiendo? —preguntó.
—No, ellos sí —dijo Angua—. Pensaron que eras un jodido idiota. Lo oí en el aullido. ¡Y tenían razón! ¡No has comido en tres días! Y aquí arriba el invierno no se insinúa durante un mes más o menos. ¡Se presenta en una noche! ¿Por qué fuiste tan estúpido?
Gaspode paseó su mirada por el claro. Angua había vuelto a encender el fuego. Gaspode no lo hubiera creído si no lo hubiera visto, pero lobos de verdad le habían traído madera seca para ella. Y luego otro había vuelto con un pequeño ciervo, aún gordito tras el otoño. Babeaba ante el olor que hacía al cocerse.
Algo humano y complicado se desarrollaba entre Zanahoria y Angua. Sonaba como una discusión, pero no olía como una. De todas formas, los últimos acontecimientos tenían sentido para Gaspode. La hembra huía y el macho la perseguía. Así funcionaban las cosas. Realmente, eso era habitual para veinte machos de todo tamaño, pero claramente, concedió Gaspode, las cosas eran un poco distintas para los humanos. Muy pronto, calculó, Zanahoria se daría cuenta del gran lobo macho sentado al lado del fuego. Y entonces la piel volaría. Humanos, ¿eh?
Gaspode no estaba seguro de sus propios antepasados. Había algo de terrier, y un toque de spaniel, y probablemente la pierna de alguien, y un horrible montón de perro callejero. Pero consideraba un dogma de fe que en todos los perros hay una pequeña parte de lobo, y la suya le estaba enviando mensajes urgentes de que el lobo junto al fuego era uno que ni siquiera mirarías directamente.
No es que el lobo fuera claramente cruel. No necesitaba serlo. Incluso sentado quieto irradiaba una seguridad de poder capacitado. Gaspode era, si no el vencedor, al menos el superviviente de muchas peleas callejeras, y como tal no se hubiera enfrentado a este animal ni con el apoyo de un par de leones y un hombre con un hacha.
En lugar de eso, se acercó a una loba que observaba el fuego altivamente.
—Hey, perra29 —dijo.
—¿Qué ha ssido esso?
Gaspode reconsideró su estrategia.
—Hola, zorrita… esto… loba —intentó.
Un determinado descenso de la temperatura sugirió que esto tampoco había funcionado.
—Encantado, señorita —dijo esperanzado.
El morro de la loba se giró en su dirección. Sus ojos se convirtieron en una rendija.
—¿Qué erress tú? —cada sílaba destilaba hielo.
—Me llamo Gaspode —ladró Gaspode, con loca alegría—. Soy un perro. Eso es un tipo de lobo, más o menos. ¿Cuál es tu nombre, entonces?
—Vfete.
—No quería ofenderte. Oye, escuché que los lobos son compañeros de por vida, ¿no?
—¿Sí?
—Me gustaría ser uno.
Gaspode se quedó quieto cuando la loba acercó su morro a dos centímetros de su nariz.
—De donde vfengo, noss comemoss lass cosass como tú —dijo.
—Vale, vale —murmuró Gaspode, retrocediendo—. Es que… intentas ser amistoso y esto es lo que recibes…
Más cerca del fuego los humanos se estaban enzarzando en una disputa. Gaspode se acercó furtivamente y se echó.
—Podrías habérmelo contado —Zanahoria estaba diciendo.
—Hubiera tardado demasiado. Tú siempre quieres comprender las cosas. Además, no es de tu incumbencia. Son asuntos de familia.
Zanahoria señaló al lobo.
—¿Es un pariente? —preguntó.
—No. Es un… amigo.
Las orejas de Gaspode se movieron. Pensó: uups.
—Es muy grande para ser un lobo —dijo Zanahoria lentamente, como si informara de algo nuevo.
—Es un lobo muy grande —dijo Angua, encogiéndose de hombros.
—¿Otro hombre lobo?
—No.
—¿Simplemente un lobo?
—Sí —respondió Angua sarcásticamente—. Simplemente un lobo.
—¿Y su nombre es…?
—No objetaría nada a que le llamaras Gavin.
—¿Gavin?
—Una vez se comió alguien llamado Gavin.
—¿Qué, todo entero?
—Por supuesto que no. Sólo lo suficiente para asegurarse de que el hombre no pondría más trampas para lobos —Angua sonrió—. Gavin es… bastante especial.
Zanahoria miró al lobo y sonrió. Cogió un palo de madera y lo lanzó suavemente en su dirección. El lobo lo atrapó, como un perro, en medio del aire.
—Estoy seguro de que seremos amigos —dijo.
Angua suspiró:
—Espera.
Gaspode, el desatendido espectador, observó como Gavin, sin apartar los ojos de Zanahoria, rompía muy lentamente el palo en dos de un mordisco.
—¿Zanahoria? —dijo Angua dulcemente—. No vuelvas a hacer eso. Gavin ni siquiera es del mismo clan que estos lobos, y ha asumido el liderazgo sin que ninguno haya rechistado. No es un perro. Es un asesino, Zanahoria. Oh, no pongas esa cara. No quiero decir que salte sobre niños de paseo o que se coma la abuelita. Quiero decir que si piensa que un humano debería morir, ese humano está muerto. Siempre, siempre, luchará. En eso no se complica.
—¿Es un viejo amigo? —preguntó Zanahoria.
—Sí.
—Un… amigo.
—Sí —Angua puso los ojos en blanco y dijo con voz de sarcasmo cantarín—. Estaba de paseo por el bosque y caí en una vieja trampa de foso debajo de la nieve y algunos lobos me encontraron y me hubieran matado pero Gavin apareció y les hizo frente. No me preguntes por qué. La gente a veces hace cosas. Los lobos también. Fin de la historia.
—Gaspode me ha dicho que los lobos y los hombres lobo no se llevan bien —dijo Zanahoria pacientemente.
—Tiene razón. Si Gavin no hubiera estado allí, me hubieran destrozado. Puedo parecerme a un lobo, pero no soy un lobo. ¡Soy una mujer lobo! Tampoco soy humana. ¡Soy una mujer lobo! ¿Lo coges? ¿Sabes los comentarios que hacen algunas personas? Pues los lobos no hacen comentarios. Se lanzan a por la garganta. Los lobos tienen un buen olfato. No puedes engañarles. Puedo pasar por humana, pero no puedo pasar por lobo.
—Nunca lo pensé de esta manera. Quiero decir, se podría creer que los lobos y los hombres lobo…
—Así son las cosas —suspiró Angua.
—Has dicho que era un asunto de familia —dijo Zanahoria, como repasando una lista mental.
—Quiero decir que es personal. Gavin ha hecho todo el camino hasta el interior de Ankh-Morpork para advertirme. Incluso dormía en los carros que transportan la madera durante el día para continuar moviéndose. ¿Puedes imaginar el valor que eso requiere? No tiene nada que ver con la Guardia. No tiene nada que ver contigo.
Zanahoria miró alrededor. De nuevo caía nieve, que se volvía lluvia sobre el fuego.
—Ahora estoy aquí.
—Vete, por favor. Puedo ocuparme de esto yo sola.
—¿Y entonces volverás a Ankh-Morpork? ¿Más tarde?
—Yo… —Angua vaciló.
—Creo que debería quedarme —dijo Zanahoria.
—Mira, la ciudad te necesita —dijo Angua—. Sabes que Vimes confía en…
—He dimitido.
Durante un instante Gaspode creyó que podía oír el sonido que hacía al caer cada copo de nieve.
—¿Lo dices en broma?
—No.
—¿Y que ha dicho el viejo CaradePiedra?
—Ehh, nada. Ya había partido hacia Uberwald.
—¿Vimes va a venir a Uberwald?
—Sí. Para la coronación.
—¿Se va a meter en esto? —preguntó Angua.
—¿Meter en qué?
—Oh, mi familia se ha comportado de una forma… estúpida. No estoy segura de saberlo todo, pero los lobos están preocupados. Cuando los hombres lobo crean problemas, siempre son los lobos reales los que sufren. La gente matará cualquier cosa con piel. —Angua miró el fuego durante un instante y luego dijo con forzada alegría—. ¿Y quién ha quedado al mando?
—No lo sé. Fred Colon era el más veterano.
—Ja, sí. En sus pesadillas —Angua vaciló—. ¿De verdad lo has dejado?
—Sí.
—Oh.
Gaspode oyó más copos de nieve caer.
—Bueno, no llegarás muy lejos tú solo ahora —dijo Angua, poniéndose en pie—. Descansa otra hora. Luego cruzaremos el bosque espeso. No habrá mucha nieve ahí todavía. Tenemos mucho camino que hacer. Espero que nos puedas seguir.
Durante el desayuno la mañana siguiente Vimes se dio cuenta de que los otros huéspedes se mantenían tan alejados de él que estaban contra las paredes.
—Los hombres que salieron volvieron hacia medianoche, señor —dijo Cheery, tranquilamente.
—¿Cogieron a alguien?
—Em… casi, señor. Encontraron siete cadáveres.
—¿Siete?
—Creen que algunos otros pueden haber huido por el paso que hay entre las rocas.
—Pero, ¿siete? Detritus se encargó de uno, y… yo de otro, y un par estaban heridos, e Iñigo se ocupó… de uno… —la voz de Vimes se debilitó progresivamente.
Miró a Iñigo Skimmer, que estaba sentado al otro lado de la habitación en una abarrotada mesa pública. Los lugares alrededor de Vimes y Lady Sybil estaban desiertos; Sybil lo había atribuido al respeto. El pequeño hombre comía sopa en un pequeño y limpio mundo que mantenía entre los brazos que se agitaban y los codos intrusos. Incluso se había puesto una servilleta al cuello.
—Estaban… muy muertos, señor —susurró Cheery.
—Bueno, esto ha sido… interesante —dijo Sybil, limpiándose la boca delicadamente—. Nunca había tomado sopa con salchichas para desayunar. ¿Cómo se llama, Cheery?
—Fatsup, señora —dijo Cheery—. Quiere decir “sopa grasienta”30. Ahora, estamos cerca de los estratos de grasa de Schmaltzberg, y, bueno, es nutritiva y quita el frío.
—Qué interesante —Lady Sybil miró a su marido. No le había sacado los ojos de encima a Iñigo.
La puerta se abrió y Detritus entró, arrojando nieve de los nudillos.
—No estar mal —dijo—. Decir que ser buena idea irse pronto, señor.
—Imaginaba que lo dirían —dijo Vimes, y pensó: no quieren a nadie como yo rondando por aquí. No se sabe quién sería el próximo en morir.
Algunas caras que recordaba vagamente de anoche faltaban ahora. Presumiblemente algunos viajeros habían iniciado su camino aun más pronto, lo que significaba que las noticias iban por delante de él. Había entrado tambaleante, cubierto de sangre y barro, llevando una ballesta y, sabes, cuando volvieron a echar una ojeada había siete hombres muertos. Para cuando esta historia hubiera recorrido quince kilómetros, llevaría también un hacha, y los muertos habrían subido a treinta hombres y un perro.
Ciertamente había empezado bien la carrera diplomática, ¿eh?
Mientras entraban en el carruaje, vio el pequeño dardo clavado en la jamba de la puerta. Era metálico, con aletas metálicas, y daba sobre todo una impresión de velocidad, como si, cuando lo tocaras, te quemaras los dedos.
Rodeó el carruaje hasta la parte trasera. Había otra flecha, mucho más grande, clavada arriba en el maderamen.
—Intentaron alcanzaros cuando estabais en la cuesta —explicó Iñigo, detrás de él.
—Los mataste.
—Algunos escaparon.
—Estoy sorprendido.
—Sólo tengo un par de manos, Vuestra Gracia.