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24 - El quinto elefante - Terry Pratchett - tet...doc
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07.09.2019
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Vimes se acercó al otro carruaje, metió la cabeza dentro y comentó:

—Vamos a ser emboscados, muchachos.

—Eso ser interesante —dijo Detritus. Gruñó suavemente, mientras enrollaba el perno de su ballesta.

—Oh —dijo Cheery.

—No creo que traten de matarnos —continuó Vimes.

—¿Eso querer decir que nosotros no hemos de tratar de matarlos?

—Usa tu propio juicio.

Detritus echó un vistazo a un gran manojo de flechas. Era una idea enteramente suya. Dado que su ballesta gigante podía enviar una flecha de acero a través de las puertas de una ciudad bajo asedio, había considerado que era un desperdicio usarla sólo para una persona, así que la había adaptado para disparar un haz de varias docenas de flechas a la vez. Las hebras que las mantenían juntas se suponía que se habían de romper debido a la aceleración. Lo hacían. Bastante a menudo las flechas también se desintegraban en medio del aire al no poder soportar la enorme presión.

La llamaba la Trituradora. La había probado sólo una vez, en el campo de tiro: Vimes había visto un blanco desaparecer. Y también los blancos a ambos lados de él, el banco de tierra detrás de él, y una nube de plumas flotando, que era todo lo que quedaba de un par de gaviotas, que habían estado en el lugar equivocado en el momento equivocado. En este caso, el lugar equivocado había sido justo encima de Detritus.

Ahora ningún otro guardia saldría de patrulla con el troll si no podía estar al menos cien metros detrás de él. Pero la prueba había tenido el efecto deseado, porque alguien lo vio todo en Ankh-Morpork y las noticias sobre qué les había ocurrido a los blancos se habían extendido. Actualmente, el simple conocimiento de que Detritus venía despejaba una calle mucho más deprisa que cualquier arma.

—Yo tener un montón de juicio —dijo.

—Ten cuidado con esa cosa —dijo Vimes—. Podrías hacerle daño a alguien.

Los carruajes arrancaron de nuevo entre los remolinos de nieve. Vimes se puso cómodo entre el equipaje, encendió un cigarro y entonces, cuando estuvo seguro de que el traqueteo del carruaje enmascararía todos los sonidos, rebuscó bajo la lona y sacó la barata y maltratada maleta de cuero de Iñigo.

De su bolsillo sacó un paquete de tela negra y lo desenrolló en sus rodillas. Pequeñas y complicadas ganzúas brillaron durante un instante a la luz de las lámparas del carruaje.

Un buen policía tiene que ser capaz de pensar como un criminal. Vimes era un policía muy bueno.

Era también un policía muy vivo e intentaba seguir así. Fue por eso que, cuando la cerradura de la maleta hizo click, la dejó sobre el tembloroso techo con su tapa apuntando en dirección contraria a él, se inclinó hacia atrás y la abrió cuidadosamente con la bota.

Una larga cuchilla salió. Habría arruinado de manera definitiva la digestión de un ladrón ocasional.

Era obvio que alguien esperaba una seguridad muy mala en los hoteles en este viaje.

Vimes la colocó cuidadosamente de nuevo en su funda con muelle, observó el contenido de la maleta, sonrió de una manera muy poco feliz, y levantó con cautela algo que brilló con la luz plateada de la maldad escrupulosamente diseñada, bellamente montada y muy reducida.

Pensó: A veces estaría bien equivocarse con la gente.

Gaspode sabía que estaban cruzando las altas colinas. Los sitios en los que se podía comprar comida escaseaban. No importaba lo suavemente que Zanahoria llamara a la puerta de alguna granja aislada, siempre terminaba hablando con gente que se escondía bajo la cama. La gente de por aquí no estaba acostumbrada a hombres musculosos con espadas que en realidad estaban deseosos de comprar cosas.

Al final resultó ser más rápido entrar, coger lo que necesitaran de la despensa y dejar algo de dinero en la mesa para cuando la gente saliera del sótano.

Habían pasado dos días desde la última cabaña, y había tan poco ahí que Zanahoria, para disgusto de Gaspode, sólo había dejado algo de dinero.

El bosque se espesó. Los alisos se convirtieron en pinos. Nevaba cada noche. Las estrellas eran heladas cabezas de alfiler.

Y, más frío y más duro, elevándose con la caída del sol, había el aullido.

Surgía de cada lado, un grandioso y melancólico aullido a través de los bosques helados.

—Están tan cerca que puedo olerlos —rezongó Gaspode—. Nos han estado siguiendo durante días.

—No hay ningún caso registrado de un lobo que sin provocación haya atacado un ser humano adulto —dijo Zanahoria. Los dos se refugiaban del frío bajo su capa.

Tras un rato Gaspode dijo:

—Y eso es bueno, ¿no?

—¿Qué quieres decir?

—Bue-e-no, por supuesto nosotros los perros sólo tenemos cerebros pequeños, pero a me parece que lo que acabas de decir es más o menos que ningún ser humano “que no ha provocado” ha vuelto para contarlo, ¿verdad? Quiero decir, tu lobo sólo se ha de asegurar de matar la gente en sitios apartados donde nadie lo sabrá nunca, ¿no?

Más nieve cayó encima de la capa. Era grande y pesada, los vestigios de una larga noche de lluvia en Ankh-Morpork. Ante ellos, un fuego brillaba parpadeante y siseante.

—Preferiría que no hubieras dicho eso, Gaspode.

Eran copos de nieve grandes y pesados. El invierno se acerca rápidamente a las montañas.

—¿preferirías que no hubiera dicho eso?

—Pero… no, estoy seguro de que no hay nada de que asustarse.

Un montón de nieve casi había cubierto la capa.

—No deberías haber cambiado el caballo por estas raquetas para la nieve en el último sitio —dijo Gaspode.

—El pobre animal estaba agotado. De todas formas, no fue exactamente un cambio. Esa gente no pensaba bajar de la chimenea. Dijeron que tomáramos todo lo que quisiéramos.

Dijeron que lo tomáramos todo, sólo habíamos de respetar sus vidas.

—Sí. No sé por qué. Les sonreí.

Se oyó un suspiro de perro.

—El problema es que, verás, me podías llevar en el caballo, pero esto es nieve profunda y yo soy un pequeño perro. Mis problemas están más cerca del suelo. Espero no tener que dibujarte un mapa.

—Tengo algunas ropas de recambio en mi fardo. Puedo hacerte unos… una chaqueta…

—Una chaqueta no servirá de nada.

Se oyó otro aullido, bastante cerca esta vez.

La nieve caía mucho más rápido. El siseo del fuego se convirtió en un chisporroteo. Luego se apagó.

Gaspode no era bueno en la nieve. No era una precipitación a la que normalmente hubiera de enfrentarse. En la ciudad siempre había un lugar calentito si sabías dónde buscarlo. De todas formas, la nieve sólo duraba uno hora o dos, y luego se convertía en lodo marrón, indistinguible de la materia normal que había en las calles.

Las calles. Gaspode echaba de menos de verdad las calles. Sabía moverse por las calles. Aquí era un idiota cubierto de barro.

—El fuego se ha apagado —informó.

Zanahoria no contestó.

El fuego se ha apagado, he dicho

Esta vez se oyó un ronquido.

—¡Hey, no puedes dormirte! —gimió Zanahoria—. No ahora. Moriremos congelados.

El siguiente aullido pareció elevarse unos pocos árboles más allá. Gaspode pensó que podía ver sombras oscuras en la cortina de nieve sin fin.

—… si tenemos suerte —masculló entre dientes. Lamió la cara de Zanahoria, una acción que normalmente terminaba con Gaspode siendo perseguido por la persona lamida armada con una escoba calle abajo. Sólo se oyó otro ronquido.

Las neuronas de Gaspode funcionaron a toda marcha.

Por supuesto, él era un perro, y los perros y los lobos… bueno, eran lo mismo, ¿no? Todo el mundo lo sabía. Bue-e-no, dijo una traicionera voz interior… a lo mejor no eran exactamente lo mismo. Gaspode y Zanahoria en problemas. Quizás sólo era Zanahoria. ¡Sí, venga, hermanos! ¡Unámonos y corramos libremente bajo la luz de la luna! ¡Pero primero, comámonos ese mono!

Por otro lado26

Tenía pelaje recio, pelaje suave, un apéndice para lamer, suciedad, sarna y algo muy raro en el cogote junto donde no podía llegar. De alguna forma Gaspode no podía imaginarse a los lobos diciendo: “¡Hey, es uno de nosotros!

Además, mientras suplicaba, luchaba, engañaba y robaba, no había sido nunca un auténtico Perro Malo.

Se había de ser un pensador teológico moderadamente bueno para aceptar esto, especialmente desde que un buen número de salchichas y bistecs de primera habían desparecido de la mesa del carnicero en un borrón gris y persistente aroma de alfombrilla de baño, pero en cualquier caso Gaspode tenía muy claro que nunca había cruzado la frontera que le llevaba más allá de ser un Chico Travieso. Nunca había mordido la mano que le había alimentado27. Nunca se Lo había hecho en la alfombra. Nunca había eludido un Deber. Era un cabroncete, pero sólo eso. Era cosa de perros.

Gimió cuando el círculo de sombras oscuras se estrechó.

Brillaban ojos.

Gimió de nuevo, y luego gruñó mientras la invisible muerte con colmillos le rodeaba.

Esto no impresionó a nadie, ni siquiera a Gaspode.

Movió la cola nerviosamente:

—¡Sólo pasábamos por aquí! —dijo con una voz estrangulada extrañamente animada—. ¡Ningún problema para nadie!

Hubo una impresión definitiva que las sombras más allá de los copos de nieve eran cada vez más.

—Así que, ¿ya os habéis ido de vacaciones? —dijo con voz aguda.

Esto tampoco pareció ser muy bien recibido.

Bueno, ya estamos, pues. El Famoso Último Asalto. El Valiente Perro Defiende Su Amo. Que Buen Perro. Una pena que no quedara nadie vivo para explicarlo…

—¡Mío! ¡Mío! —ladró y se lanzó en un salto amenazador contra el bulto más cercano.

Una enorme pata abortó su salto, estampándolo contra la nieve, donde lo sujetó con fuerza, bien abierto de patas.

Su vista recorrió unos dientes blancos y un largo hocico hasta llegar a unos ojos que le parecieron familiares.

Emío —gruñó el lobo. Era Angua.

Los carruajes redujeron su velocidad hasta la de paseo en un camino que estaba salpicado de baches debajo de la nieve intacta, cada uno de ellos convertido en una trampa rompe-ruedas en la oscuridad.

Vimes asintió para sí mismo cuando vio luces brillando al lado del camino unos pocos kilómetros tras internarse en el paso. A ambos lados, viejos aludes habían formado bancos de cantos rodados, debajo de los cuales el bosque intentaba recuperar el espacio perdido.

Se dejó caer silenciosamente por la parte de atrás del carruaje y se esfumó entre las sombras.

El carruaje que iba en cabeza se detuvo por un tronco que había caído bloqueando el camino. Hubo algunos movimientos, y entonces el conductor saltó al barro e inició una mortal carrera hasta el inicio del paso.

Unas figuras surgieron de los árboles. Una de ellas se plantó ante la puerta del primer carruaje e intentó hacer girar la manecilla.

Durante un instante el mundo contuvo su aliento. Las figuras debieron notarlo, porque el hombre ya se estaba apartando cuando hubo un click y toda la puerta y el marco que la rodeaba explotaron en una nube de astillas.

Lo que ocurre con los disparos, como había observado Vimes, es que sólo un idiota se metería entre ellos y un troll que lleva una ballesta de 900 Kg. No se habían abierto las puertas del infierno. Era simplemente Detritus. Pero desde unos pies de distancia no se podía notar la diferencia.

Otra figura llegó a la puerta del segundo carruaje justo antes de que Vimes disparara desde la oscuridad y le diera en el hombro con un sonido de carnicero. Entonces Iñigo se zambulló hacia afuera a través de la ventana, rodó por el suelo con un estilo que en nada se parecía al de un chupatintas, se levantó ante uno de los bandidos y lanzó su mano, el filo por delante, hacia el cuello del hombre.

Vimes había visto este truco antes. Normalmente sólo enfurecía a la gente. A veces los dejaba sin aliento.

Nunca había visto que arrancara una cabeza.

—¡Todos quietos!

Sybil fue empujada fuera del carruaje. Detrás de ella salió un hombre. Sostenía una ballesta.

—¡Vuestra Gracia Vimes! —gritó. La frase rebotó una y otra vez entre los precipicios.

—¡Sé que estáis ahí, Vuestra Gracia Vimes! ¡Y aquí está vuestra dama! ¡Y somos muchos! ¡Salid, Vuestra Gracia Vimes!

Copos de nieve sisearon en los fuegos.

Hubo un silbido en el aire seguido por un segundo impacto de acero en carne. Una de las figuras encapuchadas cayó al barro, agarrándose una pierna.

Iñigo se puso lentamente en pie. El hombre que sostenía la ballesta pareció no darse cuenta.

—¡Es como el ajedrez, Vuestra Gracia Vimes! ¡Hemos desarmado al troll y al enano! ¡Y yo tengo a la dama! Y si me disparáis, ¿podéis estar seguro de que no tendré tiempo de disparar?

La luz de los fuegos iluminó los árboles retorcidos que bordeaban el camino.

Pasaron algunos segundos.

Luego el sonido de la ballesta de Vimes cayendo en el círculo de luz fue muy fuerte.

—¡Bien hecho, Vuestra Gracia Vimes! ¡Y ahora vos mismo, si me hacéis el favor!

Iñigo entrevió la figura que apareció en el borde de la luz, con ambas manos levantadas.

—¿Estás bien, Sybil? —preguntó Vimes.

—Tengo un poco de frío, Sam.

—¿No estás herida?

—No, Sam.

—¡Mantened las manos donde pueda verlas, Vuestra Gracia Vimes!

—¿Y me prometes que la dejarás ir? —preguntó Vimes.

Una llama brilló cerca de la cara de Vimes, un pozo de claridad en la oscuridad, mientras encendía un cigarro.

—Vaya, Vuestra Gracia Vimes, ¿por qué habría de hacerlo? ¡Pero estoy seguro de que Ankh-Morpork pagará mucho por vosotros!

—Ah, ya me lo había imaginado —dijo Vimes. Sacudió la cerilla, y el extremo del cigarro brilló durante un instante—. ¿Sybil?

—¿Sí, Sam?

—Agáchate.

Hubo un segundo sólo llenado con una inspiración de aire, y luego, mientras Lady Sybil se lanzaba hacia delante, la mano de Vimes dibujó un arco desde detrás de su cabeza, hubo un sonido sedoso, y la cabeza del hombre fue violentamente lanzada hacia atrás.

Iñigo saltó y agarró la ballesta del hombre cuando caía, hizo una voltereta por el suelo y se levantó disparando. Otra figura se tambaleó.

Vimes notó un alboroto en algún otro lugar mientras cogía a Sybil y la ayudaba a subir al carruaje. Iñigo había desaparecido, pero un grito en la oscuridad no sonó como alguien que Vimes conociera.

Y luego… sólo el siseo de la nieve en el fuego.

—Creo… creo que se han ido, señor —dijo la voz de Cheery.

—¡No tan rápido como lo haremos nosotros! ¿Detritus?

—¿Señor?

—¿Estás Bien?

—Me siento muy discreto, señor.

—Vosotros dos coged ese carruaje, yo tomaré este, y nos vamos echando leches, ¿vale?

—¿Dónde está el señor Skimmer? —preguntó Sybil.

Se oyó otro grito entre los árboles.

—¡Olvídale!

—Pero es…

—¡Olvídale!

La nieve caía con más fuerza mientras subían el paso. La nieve profunda cubría las ruedas y todo lo que Vimes podía ver eran las formas más oscuras de los caballos contra la blancura. Luego las nubes se apartaron brevemente y deseó que no lo hubieran hecho, porque revelaron que la oscuridad de su izquierda ya no eran rocas, sino un profundo precipicio.

En la cúspide del paso las luces de un posada iluminaban la espesa nieve. Vimes condujo el carruaje hasta el patio.

—¿Detritus?

—¿Señor?

—Yo cubriré nuestras espaldas. Asegúrate de que el sitio está en orden, por favor.

—Sí, señor.

El troll bajó de un salto, poniendo un nuevo cargamento de flechas en la Trituradora. Vimes captó su intención justo a tiempo.

—Simplemente llama, sargento.

—Muy bien, señor.

El troll llamó y entró. El zumbido del sonido del interior súbitamente cesó. Vimes oyó, amortiguado por la puerta:

—El Duque de Ankh-Morpork ir a entrar. ¿Alguien tener algún problema? Sólo decirlo.

Y en segundo plano, el pequeño zumbido, un ruido cantarín, que hacía la Trituradora cuando estaba tensada.

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