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Goleman Daniel Inteligencia Emocional.doc
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12. El crisol familiar

Fue una pequeña tragedia familiar. Carl y Ann estaban enseñando a su hija Leslie, de cinco años de edad, a jugar a un nuevo videojuego. Pero, cuando Leslie comenzó a jugar, las ansiosas órdenes de sus padres eran tan contradictorias que más que tratar de «ayudarla» parecían tentativas de dificultar su aprendizaje.

—¡A la derecha, a la derecha! ¡Alto! ¡Alto! —gritaba Ann, cada vez más fuerte y ansiosamente.

—¡Fíjate bien! ¿Ves cómo no estás alineada?... ¡Muévete hacia la izquierda! —ordenaba bruscamente su padre Carl.

Mientras tanto Leslie, mordiéndose los labios, permanecía con los ojos completamente fijos en la pantalla, tratando de seguir sus indicaciones.

Entre tanto Ann, con una mirada de franca frustración, seguía exclamando:

—¡Alto! ¡Alto!

Entonces Leslie, incapaz de complacer a ambos a la vez, contrajo la mandíbula y empezó a sollozar. Sus padres, ignorando las lágrimas de Leslie, comenzaron a discutir:

—¿Pero no te das cuenta de que apenas mueve la raqueta? —gritaba Ann, exasperada.

Las lágrimas rodaban por las mejillas de Leslie, pero ni Carl ni Ann parecieron darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Pero cuando Leslie se enjugó los ojos, su padre le espetó:

—¿Por qué quitas la mano del mando? ¿No ves que si lo haces no podrás reaccionar? ¡Ponla de nuevo en su sitio!

—Muy bien. ¡Ahora muévela sólo un poquito! —seguía gritando mientras tanto Ann.

Pero Leslie ya estaba sollozando otra vez, a solas con su angustia.

En momentos así los niños aprenden lecciones muy profundas. Una de las conclusiones que Leslie debió de extraer de aquella dolorosa experiencia fue que sus padres no tenían en cuenta sus sentimientos. Este tipo de situaciones, reiteradas continuamente durante toda la infancia, constituye un verdadero aprendizaje emocional cuyas lecciones pueden llegar a determinar el curso de toda una vida. La vida familiar es la primera escuela de aprendizaje emocional; es el crisol doméstico en el que aprendemos a sentimos a nosotros mismos y en donde aprendemos la forma en que los demás reaccionan ante nuestros sentimientos; ahí es también donde aprendemos a pensar en nuestros sentimientos, en nuestras posibilidades de respuesta y en la forma de interpretar y expresar nuestras esperanzas y nuestros temores.

Este aprendizaje emocional no sólo opera a través de lo que los padres dicen y hacen directamente a sus hijos, sino que también se manifiesta en los modelos que les ofrecen para manejar sus propios sentimientos y en todo lo que ocurre entre marido y mujer. En este sentido, hay padres que son auténticos maestros mientras que otros, por el contrario, son verdaderos desastres.

Hay cientos de estudios que demuestran que la forma en que los padres tratan a sus hijos —ya sea la disciplina más estricta, la comprensión más empática, la indiferencia, la cordialidad, etcétera— tiene consecuencias muy profundas y duraderas sobre la vida emocional del niño, pero, a pesar de ello, sólo hace muy poco tiempo que disponemos de pruebas experimentales incuestionables de que el hecho de tener padres emocionalmente inteligentes supone una enorme ventaja para el niño. Además de esto, la forma en que una pareja maneja sus propios sentimientos constituye también una verdadera enseñanza, porque los niños son muy permeables y captan perfectamente hasta los más sutiles intercambios emocionales entre los miembros de la familia. Cuando el equipo de investigadores dirigidos por Carole Hooven y John Gottman, de la Universidad de Washington, llevó a cabo un microanálisis de la forma en que los padres manejan las interacciones con sus hijos, descubrieron que las parejas emocionalmente más maduras eran también las más competentes para ayudarles a hacer frente a sus altibajos emocionales

En esa investigación se visitaba a las familias cuando uno de sus hijos tenía cinco años de edad y cuando éste alcanzaba los nueve años. Además de observar la forma en que los padres hablaban entre sí, el equipo de investigadores también se dedicó a investigar la forma en que las familias que participaron en el estudio (entre las cuales se hallaba la familia de Leslie) enseñaban a sus hijos a jugar a un nuevo videojuego, una interacción aparentemente inocua pero sumamente reveladora del trasiego emocional entre padres e hijos.

Algunos padres eran como Ann y Carl (autoritarios, impacientes con la inexperiencia de sus hijos y demasiado propensos a elevar el tono de voz ante el menor contratiempo), otras descalificaban rápidamente a sus hijos tildándolos de «estúpidos», convirtiéndoles así en víctimas propiciatorias de la misma tendencia a la irritación e indiferencia que consumía sus matrimonios. Otras, por el contrario, eran pacientes con las equivocaciones de sus hijos y les dejaban jugar a su aire en lugar de imponerles su propia voluntad. De esta manera, la sesión de videojuego se convirtió en un sorprendente termómetro del estilo emocional de los padres.

El estudio demostró que los tres estilos de parentaje emocionalmente más inadecuados eran los siguientes:

Ignorar completamente los sentimientos de sus hijos. Este tipo de padres considera que los problemas emocionales de sus hijos son algo trivial o molesto, algo que no merece la atención y que hay que esperar a que pase. Son padres que desaprovechan la oportunidad que proporcionan las dificultades emocionales para aproximarse a sus hijos y que ignoran también la forma de enseñarles las lecciones fundamentales que pueden aumentar su competencia emocional.

•El estilo laissez-faire. Estos padres se dan cuenta de los sentimientos de sus hijos, pero son de la opinión de que cualquier forma de manejar los problemas emocionales es adecuada, incluyendo, por ejemplo, pegarles. Por esto, al igual que ocurre con quienes ignoran los sentimientos de sus hijos, estos padres rara vez intervienen para brindarles una respuesta emocional alternativa. Todos sus intentos se reducen a que su hijo deje de estar triste o enfadado, recurriendo para ello incluso al engaño y al soborno.

Menospreciar y no respetar los sentimientos del niño. Este tipo de padres suelen ser muy desaprobadores y muy duros, tanto en sus críticas como en sus castigos. En este sentido pueden, por ejemplo, llegar a prohibir cualquier manifestación de enojo por parte del niño y ser sumamente severos ante el menor signo de irritabilidad. Éstos son los padres que gritan «¡no me contestes!» al niño que está tratando de explicar su versión de la historia.

Pero, finalmente, también hay padres que aprovechan los problemas emocionales de sus hijos como una oportunidad para desempeñar la función de preceptores o mentores emocionales. Son padres que se toman lo suficientemente en serio los sentimientos de sus hijos como para tratar de comprender exactamente lo que les ha disgustado (« ¿estás enfadado porque Tommy ha herido tus sentimientos?»), y les ayudan a buscar formas alternativas positivas de apaciguarse («¿por qué, en vez de pegarle, no juegas un rato a solas hasta que puedas volver a jugar con él?»).

Pero, para que los padres puedan ser preceptores adecuados, deben tener una mínima comprensión de los rudimentos de la inteligencia emocional. Si tenemos en cuenta que una de las lecciones emocionales fundamentales es la de aprender a diferenciar entre los sentimientos, no nos resultará difícil entender que un padre que se halle completamente desconectado de su propia tristeza mal podrá ayudar a su hijo a comprender la diferencia que existe entre el desconsuelo que acompaña a una pérdida, la pena que nos produce una película triste y el sufrimiento que nos embarga cuando algo malo le ocurre a una persona cercana. Más allá de esta distinción hay otras comprensiones más sutiles como, por ejemplo, la de que el enfado suele ser una respuesta que surge de algún sentimiento herido.

En la medida en que un niño asimila las lecciones emocionales concretas que está en condiciones de aprender —y, por cierto, que también necesita—sufre una transformación. Como hemos visto en el capítulo 7, el aprendizaje de la empatía comienza en la temprana infancia y requiere que los padres presten atención a los sentimientos de su bebé. Aunque algunas de las habilidades emocionales terminen de establecerse en las relaciones con los amigos, los padres emocionalmente diestros pueden hacer mucho para que sus hijos asimilen los elementos fundamentales de la inteligencia emocional: aprender a reconocer, canalizar y dominar sus propios sentimientos y empatizar y manejar los sentimientos que aparecen en sus relaciones con los demás.

El impacto en los hijos de los progenitores emocionalmente competentes es ciertamente extraordinario. El equipo de la Universidad de Washington que antes mencionamos descubrió que los hijos de padres emocionalmente diestros —comparados con los hijos de aquéllos otros que tienen un pobre manejo de sus sentimientos— se relacionan mejor, experimentan menos tensiones en la relación con sus padres y también se muestran más afectivos con ellos. Pero, además, estos niños también canalizan mejor sus emociones, saben calmarse más adecuadamente a sí mismos y sufren menos altibajos emocionales que los demás.

Son niños que también están biológicamente más relajados, ya que presentan una tasa menor en sangre de hormonas relacionadas con el estrés y otros indicadores fisiológicos del nivel de activación emocional (una pauta que, como ya hemos visto en el capitulo 11 , en el caso de sostenerse a lo largo de la vida, proporciona una mejor salud física). Otras de las ventajas de este tipo de progenitores son de tipo social, ya que estos niños son más populares, son más queridos por sus compañeros y sus maestros suelen considerarles como socialmente más dotados. Sus padres y profesores también suelen decir que tienen menos problemas de conducta (como, por ejemplo la rudeza o la agresividad). Finalmente, también existen beneficios cognitivos, porque estos niños son más atentos y suelen tener un mejor rendimiento escolar. A igualdad de CI, las puntuaciones en matemáticas y lenguaje al alcanzar el tercer curso de los hijos de padres que habían sido buenos preceptores emocionales, eran más elevadas (un poderoso argumento que parece confirmar la hipótesis de que el aprendizaje de las habilidades emocionales enseña también a vivir). Así pues, las ventajas de disponer de unos padres emocionalmente competentes son extraordinarias en lo que respecta a la totalidad del espectro de la inteligencia emocional.., y también más allá de él.

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