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Goleman Daniel Inteligencia Emocional.doc
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El ritmo del desarrollo emocional

—Mis amigas Alicia y Lynn no quieren jugar conmigo.

Esta conmovedora queja procede de una niña de tercer curso de la escuela elemental John Muir, de Seattle. Un remitente anónimo depositó este mensaje en el «buzón» de su clase —una caja de cartón especialmente pintada para la ocasión—, en la que los alumnos expresan sus quejas y sus problemas para que toda la clase pueda hablar de ellos y buscar formas de resolverlos. Durante la discusión no se menciona el nombre de los implicados y el maestro señala, en cambio, que, de vez en cuando, todos los niños tienen estos problemas y, en consecuencia, que todos deben aprender a resolverlos. El hecho de poder expresar cómo se sienten al ser rechazados o qué es lo que pueden hacer para ser aceptados les brinda así la oportunidad de buscar nuevas soluciones, una verdadera alternativa al pensamiento unilateral que considera que la disputa constituye el único camino posible para eliminar las diferencias.

El buzón ofrece la posibilidad de organizar los temas problemáticos que se tocarán en clase porque un programa demasiado rígido correría el peligro de alejarse de la fluida realidad de la infancia. En la medida en que los niños crecen, cambian también sus preocupaciones y. en consecuencia, las lecciones emocionales deberán adaptarse al grado de desarrollo del niño y repetirse en diferentes etapas vitales, ajustándose a su nivel de comprensión y a su interés del momento.

Una cuestión muy importante es el momento en que puede comenzar a impartirse este tipo de enseñanza. En este sentido, hay quienes sostienen que nunca es demasiado pronto. Por ejemplo, el pediatra T. Berry Brazelton, de Harvard, afirma que los padres pueden beneficiarse de algunos programas de formación domiciliaria y convertirse en adecuados preceptores de sus hijos. Hay poderosas razones que confirman la eficacia de la enseñanza sistemática de las habilidades emocionales y sociales durante el periodo preescolar —como, por ejemplo, el Head Start— ya que, como hemos visto en el capitulo 12, la predisposición de los niños a la lectura depende en gran medida de la adquisición de algunas de estas habilidades emocionales. El período preescolar resulta crucial para establecer los cimientos de estas habilidades y existen pruebas palpables de que el programa Head Start —cuando funciona bien, todo hay que decirlo— tiene provechosas consecuencias emocionales y sociales a largo plazo sobre la vida de quienes han pasado por él y que se reflejan en un historial adulto menos afectado por las drogas y las detenciones y, en cambio, más favorecido por un matrimonio feliz y por un nivel de ingresos más elevado. La eficacia de este tipo de intervenciones es mucho mayor cuando van acompasadas al ritmo del desarrollo. Aunque, como vimos en el capitulo 15, el llanto del recién nacido demuestra claramente que, desde el mismo momento del nacimiento, el ser humano experimenta sentimientos intensos, su cerebro esta lejos de haber alcanzado la madurez completa. Las emociones del niño sólo alcanzarán la plena madurez cuando lo haga su sistema nervioso a lo largo de un proceso que va desplegándose en función de las pautas que va marcando un reloj biológico innato que concluye en la adolescencia temprana. De hecho, el repertorio de sentimientos que muestra un recién nacido es muy rudimentario comparado con el abanico de emociones que despliega un niño de cinco años, y éste, a su vez, resulta primitivo comparado con la diversidad de sentimientos que presenta un quinceañero. Es frecuente que los adultos olviden que cada emoción aparece en un determinado momento del proceso de crecimiento y caigan, con demasiada frecuencia, en la trampa de creer que los niños son mucho más maduros de lo que son en realidad. De poco sirven, por ejemplo, las reprimendas a un bravucón de cuatro anos de edad, puesto que la autoconciencia que le enseñará a ser humilde aparece alrededor de los cinco años.

El ritmo del crecimiento emocional está ligado a varios procesos de desarrollo, particularmente a la cognición y a la madurez biológica del cerebro. Como ya hemos visto anteriormente, las capacidades emocionales, como la empatia y la autorregulacion emocional, comienzan a aparecer casi desde la misma infancia.

Los años de la guardería jalonan la maduración de las «emociones sociales» —sentimientos tales como la inseguridad, la humildad, los celos, la envidia, el orgullo y la confianza—, emociones todas ellas que requieren la capacidad de compararse con los demás. Al adentrarse en el mundo social de la escuela, el niño de cinco años de edad entra también en el mundo de la comparación social. Pero no es tan sólo el cambio externo el que produce estas comparaciones sino también la emergencia de una capacidad cognitiva, la capacidad de compararse con los demás con respecto a determinadas cualidades (ya sea la popularidad, el atractivo o la destreza con el monopatin). Es a esta edad, por ejemplo, cuando el hecho de tener una hermana mayor que saque buenas notas puede llevar a un niño a considerarse comparativamente «estúpido».

El doctor David Hamburg, psiquiatra y presidente de la Carnegie Corporation que se ha dedicado a evaluar algunos de los primeros programas de educación emocional, considera que los años que marcan la transición a la escuela primaria y el ingreso en el instituto constituyen dos momentos especialmente críticos para el ajuste social del niño. Según Hamburg, desde los seis hasta los once años: «la escuela constituye un auténtico crisol y una experiencia que influirá decisivamente en la adolescencia del niño y mas allá de ella. La sensación de autoestima de un niño depende fundamentalmente de su rendimiento escolar. Un niño que fracase en la escuela pondrá en movimiento una actitud derrotista que luego puede arrastrar durante el resto de su vida». Entre los elementos esenciales para sacar provecho de la escuela, Hamburg señala «la demora de la gratificación, la responsabilidad social adecuada, el control de las emociones y una perspectiva optimista ante la vida», otro modo, en fin, de referirse a la inteligencia emocional Y La pubertad es un período de grandes cambios en el sustrato biológico, las habilidades cognitivas y el funcionamiento cerebral del niño y, en este sentido, constituye también un período crítico para el aprendizaje emocional y social. «Entre los diez y los quince años —señala Hamburg— la mayor parte de los adolescentes se ven expuestos por vez primera a la sexualidad, al alcohol, al tabaco y a las drogas», entre otras tentaciones. La transición que conduce al instituto rubrica el fin de la infancia y constituye, en sí misma, un formidable desafío emocional. Dejando de lado todos los demás problemas, en este nuevo período escolar disminuye el grado de autoconfianza y aumenta el de autoconciencia, que suele dar una imagen de sí mismo demasiado inflexible y contradictoria. Uno de los más grandes retos de este período tiene que ver con la «autoestima social», con la seguridad de que pueden hacer amistades y mantenerlas. Según Hamburg, esta coyuntura es la que contribuye a consolidar las habilidades del adolescente para establecer relaciones íntimas, sortear las crisis que puedan afectar a la amistad y nutrir su seguridad en sí mismos.

Hamburg señala que, en la época en que los estudiantes entran en el instituto, quienes han atravesado un proceso de alfabetización emocional se muestran en mejores condiciones que los demás para hacer frente a las presiones de sus compañeros, las exigencias académicas y las instigaciones a fumar o tomar drogas. El dominio de las habilidades emocionales constituye una vacuna provisional contra la agitación y las presiones externas que están a punto de afrontar.

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