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Goleman Daniel Inteligencia Emocional.doc
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Inteligencia emocional aplicada

9. Enemigos íntimos

En cierta ocasión Sigmund Freud le dijo a su discípulo Erik Erikson que la capacidad de amar y de trabajar constituyen los indicadores que jalonan el logro de la plena madurez. Pero, de ser cierta esta afirmación, el bajo porcentaje de matrimonios y el alto número de divorcios del mundo actual convertiría a la madurez en una etapa de la vida en peligro de extinción que requeriría, hoy más que nunca, del concurso de la inteligencia emocional.

Si tenemos en cuenta los datos estadísticos relativos al número de divorcios, comprobaremos que la media anual se mantiene más o menos estable pero si, en cambio, calculamos la probabilidad de que una pareja recién casada acabe divorciándose, nos veremos obligados a reconocer que, en este sentido, se ha producido una peligrosa escalada. Así pues, si bien la proporción total de divorcios entre los recién casados permanece estable, el índice de riesgo de separación, no obstante, ha aumentado considerablemente.

Y este cambio resulta más patente cuando se comparan los porcentajes de divorcio de quienes han contraído matrimonio en un determinado año. Por ejemplo, el porcentaje de divorcio de quienes se casaron el año 1 890 en los Estados Unidos era del orden del 10%, una cifra que alcanzó el 18% en los matrimonios celebrados en 1920 y el 30% en 1950. Las parejas que iniciaron su relación matrimonial en 1970 tenían el 50% de probabilidades de separarse o de seguir juntas ¡mientras que, en 1990, esta probabilidad había alcanzado el 67%! Si esta estimación es válida, sólo tres de cada diez personas recién casadas pueden confiar en seguir unidas.

Podría aducirse que este incremento se debe, en buena medida, no tanto al declive de la inteligencia emocional como a la constante erosión de las presiones sociales que antiguamente mantenían cohesionada a la pareja (el estigma que suponía el divorcio o la dependencia económica de muchas mujeres con respecto a sus maridos), aun estando sometida a las condiciones más calamitosas. Pero el hecho es que, al desaparecer las presiones sociales que mantenían la unión del matrimonio, ésta sólo puede asentarse sobre la base de una relación emocional estable entre los cónyuges.

En los últimos años se ha llevado a cabo una serie de investigaciones que se ha ocupado de analizar con una precisión desconocida hasta la fecha los vínculos emocionales que mantienen los esposos y los problemas que pueden llegar a separarlos. Es muy posible que el avance más importante en la comprensión de los factores que contribuyen a la unión o a la separación del matrimonio esté ligado al uso de sutiles instrumentos fisiológicos que permiten rastrear minuciosamente, instante tras instante, los intercambios emocionales que tienen lugar en la interacción entre los miembros de la pareja. Los científicos se hallan actualmente en condiciones de detectar las más mínimas descargas de adrenalina de un marido —que, de otro modo, pasarían inadvertidas—, las modificaciones de la tensión arterial y de registrar, asimismo, las fugaces —aunque muy reveladoras— microemociones que muestra el rostro de una esposa. Estos registros fisiológicos demuestran la existencia de un subtexto biológico que subyace a las dificultades por las que atraviesa una pareja, un nivel crítico de realidad emocional que suele pasar inadvertido y que, en consecuencia, se tiende a soslayarlo completamente. Estos datos ponen de relieve, pues, las auténticas fuerzas emocionales que contribuyen a mantener o a destruir una relación. Pero no debemos olvidar, no obstante, que gran parte del fracaso de las relaciones de pareja se asienta en las diferencias existentes entre los mundos emocionales de los hombres y de las mujeres.

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