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Goleman Daniel Inteligencia Emocional.doc
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El niño bien sintonizado

Sarah tenía veinticinco años cuando dio a luz a sus gemelos, Mark y Fred. Según afirmaba, Mark era muy parecido a ella mientras que Fred se parecía más a su padre. Esta percepción pudo haber sido el germen de una sutil pero palpable diferencia en el trato que dio a cada uno de sus hijos. A los tres meses de edad, Sarah trataba de captar la mirada de Fred y, cada vez que éste apartaba la vista, ella insistía en atrapar su atención, a lo que Fred respondía desviando nuevamente la mirada. Luego, cuando Sarah miraba hacia otro lado, Fred se volvía a mirarla y el ciclo de atracción-rechazo empezaba de nuevo, un ciclo que solía terminar despertando el llanto de Fred. En el caso de Mark, no obstante, Sarah jamás trató de imponerle el contacto visual y podía romperlo cuando quisiera sin que la madre le obligara a mantenerlo.

Este acto mínimo resulta, no obstante, sumamente decisivo ya que, al cabo de un año, Fred se mostraba ostensiblemente más temeroso y dependiente que Mark. Y una de las formas en que expresaba su temor era apartando el rostro, mirando hacia el suelo y evitando el contacto visual con los demás, tal y como había aprendido a hacer con su propia madre. Mark, por el contrario, miraba a la gente directamente a los ojos y, cuando quería romper el contacto visual, desviaba ligeramente su cabeza hacia arriba con una sonrisa de satisfacción.

Los gemelos y su madre fueron sometidos a una observación minuciosa cuando participaban en una investigación llevada a cabo por Daniel Stern, psiquiatra, por aquel entonces, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cornell. Stern, que está fascinado por los minúsculos y repetidos intercambios que tienen lugar entre padres e hijos, es de la opinión de que el aprendizaje fundamental de la vida emocional tiene lugar en estos momentos de intimidad. Y los más críticos de todos estos momentos tal vez sean aquéllos en los que el niño constata que sus emociones son captadas, aceptadas y correspondidas con empatía, un proceso que Stem denomina sintonización. En este sentido, Sarah se hallaba emocionalmente sintonizada con Mark pero completamente desintonizada de Fred. Según Stern, es muy posible que la continua exposición a momentos de armonía o de disarmonía entre padres e hijos determine —en mayor medida, posiblemente, que otros acontecimientos aparentemente más espectaculares de la infancia— las expectativas emocionales que tendrán, ya de adultos, en sus relaciones íntimas.

La sintonización constituye un proceso tácito que marca el ritmo de toda relación. Stern, que estudió este fenómeno con precisión microscópica grabando en vídeo horas enteras de la relación entre las madres y sus hijos, descubrió que, por medio de dicho proceso, la madre transmite al niño la sensación de que sabe cómo se siente. Cuando un bebé emite, por ejemplo, suaves chillidos, la madre confirma su alegría dándole una cariñosa palmadita, arrullándole o imitando sus sonidos. En otra ocasión, el bebé puede menear el sonajero y la madre agitar rápidamente la mano a modo de respuesta. Este tipo de interacciones en los que el mensaje de la madre se ajusta al nivel de excitación del niño tiene lugar, según Stern, a un ritmo aproximado de una vez por minuto, proporcionando así al niño la reconfortante sensación de hallarse emocionalmente conectado con su madre.

La sintonización es algo muy distinto a la mera imitación. «Si te limitas a imitar al bebé —me comentaba Stern— tal vez logres saber lo que hace pero jamás averiguarás qué es lo que siente. Para hacerle llegar que sabes cómo se siente debes tratar de reproducir sus sensaciones internas. Es entonces cuando el bebé se sentirá comprendido.» Hacer el amor tal vez sea el acto adulto más parecido a la estrecha sintonización que tiene lugar entre la madre y el hijo. Según Stern, la relación sexual «implica la capacidad de experimentar el estado subjetivo del otro: compartir su deseo, sintonizar con sus intenciones y gozar de un estado mutuo y simultáneo de excitación cambiante»; una experiencia, en suma, en la que los amantes responden con una sincronía que les proporciona una sensación tácita de profunda compenetración. Pero, si bien la relación sexual constituye, en el mejor de los casos, la máxima expresión de la empatía mutua, en el peor de ellos, sin embargo, manifiesta la ausencia de toda reciprocidad emocional.

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