
Vocación de repartidor
Robertito tenía seis años, el pelo colorado, un jersey a franjas, dos hermanas más pequeñas que él, y una ilimitada vocación de repartidor de leche.
El misterioso planeta de las vocaciones está por explorar. El misterioso planeta de las vocaciones es un mundo hermético, recóndito, clausurado, pletórico de una vida imprevista, saturado de las más insospechadas enseñanzas.
—¿Niño, que vas y ser?
—General, papá.
El día estaba espléndido, radiante, y las golondrinas volaban veloces, al claro y cálido sol.
—Niño, ¿qué vas a ser?
El día está nublado y frío, desapacible y gris. El niño rompe a llorar con un amargo desconsuelo.
Nada, yo no quiero ser nada,
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A Robertito, por la mañana temprano, la madre lo lava, lo peina, le echa colonia*, le pone su jersey a franjas y le da de desayunar.
Robertito está nervioso, impaciente, preocupado, imaginándose que el reloj vuela, desbocado, desconsiderado. En cuanto Robertito se toma la última tierna, aromática sopa* de café con leche, se lanza como un loco escaleras abajo. A Robertito le va latiendo el corazón con violencia. A Robertito, su libertad de cada mañana le hace feliz, pero su felicidad es una felicidad de finísimo cristal fácil de quebrar.
Robertito, ya en la calle, sale arreando hasta una esquina lejana, la distante esquina en la que piensa durante todo el día.
A lo lejos, por la acera abajo, vienen ya Luisito y Cándido, dos niños de nueve y diez años, los dos niños de la lechería, que ya han empezado el reparto, que ya se ganan su pan de cada día.
Luisito y Cándido son los dos héroes de leyenda de Robertito, sus dos espejos de caballeros. Robertito hubiera dado gustosamente una mano por conseguir la amistad de los dos niños de la lechería, su tolerancia al menos.
A Robertito le empieza a latir el corazón en el pecho y una dicha inefable le invade todo el cuerpo. Luisito y Cándido, sin embargo, no piensan ni sienten, ni tampoco padecen, lo mismo.
—¿Ya estás aquí, pelma*?
Robertito siente ganas de llorar, pero procura sonreír. ¿Por qué Luisito y Cándido no quieren ser sus amigos? ¿Por qué no lo tratan bien?
153
—Sí —responde Robertito con un hilo de voz
Robertito está relimpio, repeinado, casi elegante. Sus dos huraños, imposibles amigos aparecen sucios, despeluchados, desastrados*. Robertito y los dos niños de la vaquería hacen un trío extraño; evidentemente, Robertito es el tercero en discordia.
—¿Me dejáis ir con vosotros?
La voz de Robertito es una voz dulcísima, suplicante.
— ¡No!—oye que le responden a coro.
Robertito rompe a llorar a grito herido.
—¿Por qué?
—Porque no —le sueltan los dos—, porque eres un pelma, porque no queremos nada contigo, porque no queremos ser amigos tuyos.
Luisito y Cándido salen corriendo con el cajoncillo de lata donde guardan los botellines de leche. Robertito, hecho un mar de lágrimas, corre detrás. El no se explica por qué no le permiten que los acompañe a repartir la leche; él les daría conversación, les ayudaría a subir los botellines a los pisos más altos, les iría a recados con mucho gusto. A cambio no pedía nada: pedía, ¡bien poco es!, que lo dejasen marchar al lado, como un perro conocido.
Al llegar a una casa, los dos niños de la lechería se paran. Robertito se para también. Hubiera dado cualquier cosa porque le dijeran: anda, quédate guardando las cacharras*, o anda, súbete esto al séptimo izquierda, pero Luisito y Cándido ni le dirigen la palabra.
Los dos niños de la lechería se meten en el portal, y Robertito, empujado por una fuerza misteriosa, entra detrás,
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—Oiga, portero, eche usted a éste, que es un pelma, éste no viene con nosotros.
Robertito, al primer descuido del portero, sale corriendo detrás de los niños, subiendo las escaleras de dos en dos. Los alcanza en el sexto, adonde llega jadeante, con la frente sudorosa y la respiración entrecortada.
Los niños de la lechería, al verlo venir, lo insultan. Robertito llora y grita cada vez más desaforadamente. Un señor que bajaba las escaleras sorprende la escena.
—Pero, hombre, ¿por qué le pegáis, si es pequeño?
—No, señor; nosotros no le pegamos, es que no queremos hablarle.
El señor que bajaba la escalera pregunta ahora a Robertito:
—¿Tú vives aquí?
—No, señor —respondió Robertito entre hipos.
—¿Y eres de la lechería?
—No, señor.
—¿Y, entonces, por qué vienes con éstos?
Robertito miró al señor con unos ojos tiernísimos de corza histérica...
—Es que es lo que más me gusta.
Por aquel misterioso planeta. aquel séptimo cielo de las vocaciones que no se explican, corría una fresca, una lozana brisa de bienaventuranza.
TIMOTEO, EL INCOMPRENDIDO
El arte es mucho más débil que la necesidad.
Esquilo.*
[I]
Timoteo Moragona y Juarrucho era un artista incomprendido. Las vecinas se cachondeaban de él* y le decían:
—¿Qué, Timoteo, le han encargado a usted algún San Roque?
A Timoteo, aquellas bromas propias de la incultura le sacaban de quicio.
— ¡No, señor! ¡No me han encargado ningún San Roque! ¡Yo no soy un artista de encargos!
Una vecina algo más atrevida, le dijo un día:
—Ya se ve, ya...
Y entonces, Timoteo le pegó una patada en el vientre y la tiró por encima del puestecillo de una vieja que vendía chufas y cacahuetes.
— ¡Tome usted! ¡Para que escarmiente y no se vuelva a meter con los artistas!
La que se armó* en el barrio con el punterazo* de Timoteo, fue suave. El marido de [156] la agrediada —que era mecánico de radios— quería matar a Timoteo.
— ¡A ese tío lo rajo yo! ¡Un hombre que se aprecie no puede permitir que los transeúntes se líen a coces con la señora propia; ¡Estaría bueno!
La dueña del puesto de chufas también se puso hecha un basilisco.
— ¡A mí se me indemniza la mercancía o recurro a la autoridad! ¡Usted será muy artista, pero yo soy una mujer decente, que es más! ¿Se entera?
El mecánico de radios, en cuanto se enteró de lo ocurrido, cogió un berbiquí y cruzó a casa de Timoteo*. En la acera de allá se encontró con un amigo suyo que vendía mecheros y piedras en la calle de Postas. El vendedor de mecheros era un hombre ecuánime y de buen criterio*.
—No suba usted ahora, que está la sueca.
—Pero, hombre, es que le han pegado una patada en el vientre a mi señora. ¡Eso siempre ofende!
El vendedor de mecheros se encogió de hombros.
— ¡Allá usted! Lo que yo le digo es que no debía subir que está la sueca.
—Pero, entonces, ¿me voy a quedar así?
—Pues, sí, yo creo que es mejor. Después de todo, el Timoteo tampoco mató a su señora.
—Hombre, matarla, lo que se dice matarla, no, esa es la verdad. Pero el patadón fue de pronóstico*, no me lo negará usted. Si llega a estar en estado interesante la hace abortar*.
—Bueno, pero no estaba en estado interesante. [157]
—Sí, eso también es cierto.
El vendedor de mecheros remató sus buenos oficios de pacificador.
—Mire usted, Pío, los hombres tienen que estar por encima de ciertas cosas. Que suba usted ahora, todo acalorado y empuñado un berbiquí, no es correcto. Además, ya le digo, está la sueca.
—Bueno, bueno...
Los dos hombres se fueron a tomar un blanco. El tasquero*, que era un asturiano que se llamaba Manolín, los quiso obsequiar.
—¿Un caracolito, de tapa?*
—Bueno.
[II]
La dueña del puesto de chufas, como no le indemnizaba nadie, recurrió a la autoridad. La dueña del puesto de chufas se puso sus mejores trapitos, se recortó un poco el pelo del lunar que tenía en el entrecejo, se peinó con cuidado y se fue a la comisaría.
—Buenas.
En la puerta había dos guardias que ni le contestaron. Arriba, después de subir cinco o seis escalones, había dos guardias más.
—Buenas.
Uno de los guardias estaba dormido, apoyado en el radiador de la calefacción. La calefacción estaba apagada. El otro guardia, con una mano en la mejilla, parecía un muerto.
—Buenas.
A la dueña del puesto de chufas le contestaron otras tres señoras.158
—Buenas.
Las señoras estaban sentadas en un largo banco de tabla. Parecían muy listas y muy limpias. La dueña del puesto de chufas fue a sentarse en una punta del banco.
—Con permiso.
—Usted lo tiene.
La dueña del puesto de chufas, al principio, estaba como gallina en corral ajeno*. Después, cuando al cabo de un par de horas, fue tomando confianza, se puso a pensar: entonces yo voy y le digo, digo: mire usted, señor comisario, el artista fue y le dio una patada en la barriga a la señora de Pío. La señora de Pío, ¿sabe usted?, como le habían dado una patada en la barriga, salió reculando, claro, y, ¡zas!, me derribó el cajón y me tiró todo el género por el suelo. Entonces, el señor comisario...
Entonces, el señor comisario, desde dentro, gritó:
—¡García!
Y el guardia que parecía un muerto se levantó de un salto y entró en el despacho del señor comisario.
— ¡Mande!
El señor comisario, sin mirar a García, le dijo:
—Que pasen esas mujeres.
—Sí, señor.
García hizo pasar a las mujeres. La dueña del puesto de chufas entró también. Como el señor comisario mandó cerrar la puerta, no se sabe bien qué es lo que sucedió allí dentro. Seguramente, alguna confusión. La dueña del puesto de chufas, por más que hacía esfuerzos, no recordaba mucho, después, cuando [159] las cosas se arreglaron y ella trataba de explicarlo en la lechería o en la carbonería.
—A mí me decía el señor comisario: ¿cuántas piezas de tela llegó usted a vender a Pío?, y yo entonces iba y le decía: oiga usted, señor comisario, que el Pío es mecánico de radios. Para mí que allí había alguna confusión. Entonces, el señor comisario se quitó los lentes y me dijo: ¿usted es tonta?, y yo entonces, claro, le dije: no, señor, yo no.
—¿Y después?
—Pues nada. El señor comisario me dijo: ¿cómo se llama usted? Y yo le dije, digo: María. ¿María, qué? María de la Encarnación. ¿Y qué más? Pues nada más. El señor comisario se puso como rabioso; resulta que lo que quería saber eran los apellidos. Pues María de la Encarnación Peña Estévez. Eso.
—¿Y después?
—Pues nada. Me metieron en una camioneta, con las otras señoras, y nos llevaron a otro lado, a retratarnos.
—¿Y usted no decía nada?
—No, señor, yo nada. ¿Qué iba a decir? Tampoco tiene nada de malo eso de que la retraten a una. Vamos, ¡digo yo*!
El vendedor de mecheros, que tenía un amigo con mucha mano, arregló la cosa a la dueña del puesto de chufas. A los pocos días, ya le pudo decir:
—Oiga usted, señora Encarna, que la cosa ya está arreglada.
—¿Cuála?
—Lo de la comisaría. Mi amigo ya le arregló a usted la cosa. El señor comisario dice que es usted tonta. [160]
[III]
Timoteo Moragona y Juarrucho, a los dos o tres días, que ya se habían calmado los ánimos, probó a salir a la callo. Las vecinas lo miraron casi con simpatía. Entonces Timoteo se acercó a la dueña del puesto de chufas, y le dijo:
—Oiga usted, señora. Yo siento la mar* todo lo que ha pasado. Tuve un mal momento. Un mal momento lo tiene cualquiera, ¿verdad usted?
—Sí, sí. Un mal momento lo tiene cualquiera, ¡ya lo creo que lo tiene!
—Pues eso. Yo tuve un mal momento. Yo no quisiera perjudicarla a usted; así que me dice a cuánto ascienden los gastos y yo, a medida que vaya pudiendo, se lo voy pagando y en paz.
La dueña del puesto de chufas le contestó:
—No, no; yo tampoco quiero perjudicarle a usted. La verdad es que no fue más que el susto, la mercancía la pude recoger toda, me ayudaron algunas vecinas y pude recoger toda la mercancía.
Timoteo, después de hablar con la señora Encarna, se sintió con fuerzas para subir a casa de la ofendida. Le abrió la puerta el marido. Timoteo sintió un escalofrío por el lomo.
—Pase usted.
—Con permiso.
El marido le alcanzó una silla.
—Siéntese usted.
—Con permiso.
Timoteo hizo un esfuerzo y se arrancó.
—Mire usted, ¿sabe a lo que vengo? [161]
La señora de la patada asomó por la puerta. El marido le dijo:
—Quédate en la cocina, Matilde. Aquí el señor y yo vamos a hablar, de hombre a hombre.
La Matilde pegó un portazo y se puso a cantar flamenco. El marido miró a Timoteo.
—¡Las hay bestias!
—Sí, señor; hay algunas muy bestias.
El mecánico de radios sacó la petaca.
—¿Quiere liar un pito?
—Bueno, por no despreciar...*
Los dos hombres liaron sus pitillos en silencio. Después los encendieron. Después dieron algunas chupadas. El marido echaba el humo por la nariz, pero Timoteo no se atrevió y lo echaba por la boca y con poca fuerza. Después Timoteo, ya más confiado, habló: , —Pues, como le decía, ¿sabe usted a lo que vengo?
—Pues, hombre, no, usted dirá.
Timoteo sintió otro escalofrío por el lomo.
—Pues vengo a pedir perdón, porque yo, ¿sabe usted?, creo que lo cortés no quita a lo valiente.
Timoteo había hecho un gran esfuerzo y se sintió algo cansado. El mecánico de radios repuso, muy contento, de golpe.
—Sí, señor, eso es de caballeros, esa es una actitud que le honra a usted; en seguida se echa de ver que es usted un artista.
—Muchas gracias.
—No hay que darlas. Oiga usted, Moragona, le advierto a usted que esto de arreglar radios también tiene su arte...
— ¡Hombre, ya lo creo que la tiene! ¡Y mucha! [162]
[IV]
Timoteo Moragona y Juarrucho, hijo de Leoncio, sacristán, y de Julia, sus labores*, era natural de Purgapecados, ayuntamiento de Alarcón, provincia de Cuenca. Timoteo Moragona y Juarrucho tenía cuarenta años de edad y estaba casado, aunque sin hijos; había tenido dos, pero se le murieron, uno del tifus y otro ahogado en el Canalillo. Timoteo Moragona y Juarrucho había sido barbero, viajante de comercio, empleado de banca, capador de puercos, trompeta del Quinteto Caribe y cómico. Timoteo Moragona y Juarrucho, en la actualidad, era escultor abstracto de esos que hacen dos bolitas de barro y lo mismo lo titulan Atlético-Aviación que Panorámica del Huerto de los Olivos. A Timoteo Moragona y Juarrucho, quien lo había metido en eso de la escultura abstracta había sido su señora, doña Ragnhild Braviken de Moragona, una sueca flaca, larguirucha y albina, que había conocido en Cebreros (Avila), de una vez que fue con su troupe* a representar un drama que se titulaba Pobre y ciego: dos desgracias, y que arrancaba con un parlamento muy aplaudido que empezaba así:
Soy Aniceto Carrasclás,
el hombre que se come los residuos
que abandonan los demás.
Doña Ragnhild Braviken de Moragona había caído por Cebreros* vendiendo un producto para conservar el vino, que se llamaba conservol. Doña Ragnhild Braviken de Moragona, que entonces aún no era de Moragona, había [163] cogido el gusto al vino* de Cebreros y llevaba quince días, o más, metida en la fonda y enganchando unas merluzas como pianos*.
Cuando doña Ragnhild Braviken de Moragona vio recitar a Timoteo, que lo hacía con muy buena escuela, se dijo: ¡éste es mi hombre!, y aquella misma noche, en el comedor de la fonda, se le declaró.
— ¡Oh, Timoteo!—le dijo—. ¡Me encuentro muy sola! Las suecas, en cuanto que nos sacan de Suecia, ¡nos encontramos tan solas!
Timoteo estaba muy en su papel.
—Ya me hago cargo—le respondió—; a los de mi pueblo nos pasa igual.
Entre doña Ragnhild y Timoteo pronto se estableció una corriente de efluvios amorosos. Los efluvios amorosos son así como las ondas hertzianas, que no son visibles al ojo humano ni aún con la ayuda de lentes de aumento.
— ¡Oh, Timoteo! Cuatro brazos reman mejor que dos en la barca de la vida...
A Timoteo, aunque le gustó la frase, como era del interior* no la entendió mucho.
—Sí, sí, lo más seguro.
— ¡Oh, Timoteo, claro que sí! Un alma gemela...
—¿Eh?
—Un alma gemela...
—¡Ahí
—Sí, un alma gemela. Encontrar un alma gemela en la que mirarse reflejaba como en un espejo.
—Ya.
—Y un corazón hermano en el que una se sienta latir.
—Ya. [164]
—Y un hombro amigo en el que apoyarse en el camino de la existencia.
—Ya.
Timoteo Moragona y Juarrucho notó que doña Ragnhild no le era nada, pero que nada indiferente*. Timoteo Moragona y Juarrucho se puso sentimental, como era su deber.
—Pero yo, doña Ragnhild, un pobre cómico sin fortuna...
Timoteo Moragona y Juarrucho, a doña Ragnhild, la llamaba doña Ranil.
—No se preocupe por eso, Timo* —respondió mimosa, doña Ragnhild.
Timoteo Moragona y Juarrucho la atajó, rápido.
—No me llame Timo, por favor, no me agrada. Si se siente cariñosa llámeme Teo, lo prefiero.
Doña Ragnhild puso la voz melosa y persuasiva.
—Gomo gustes, Teo. ¿Me permites que te tutee?
A doña Ragnhild le corría una chinche por el borde del escote.
—Cuidado, esa chinche, doña Ragnhild, que no se le meta dentro.
Doña Ragnhild Braviken cogió la chinche y la espachurró* entre dos dedos. Después la pegó debajo del asiento.
— ¡Pobre hemíptero*! —¿Cómo?
—Que pobrecito hemíptero.
— ¡Ah, ya! Sí, ese ya pasó a mejor vida. Doña Ragnhild volvió a poner la voz melosa y persuasiva.
—Decía, amigo Teo, si me permitirías tutearte. [165]
Timoteo estaba un poco confuso. El, la verdad sea dicha, tenía poca experiencia con extranjeras, y con suecas, aún menos.
—Como usted guste, doña Ragnhild, para mí es un honor.
— ¡Oh, Teo! Pero tú no has de llamarme doña Ragnhild, tú has de llamarme Ragnhild, simplemente. Es más familiar, más íntimo...
—Como usted guste. No sé si me acostumbraré. ¡Como es usted sueca!
— ¡Oh, Teo! ¿Qué importa eso? Yo, antes que sueca, soy mujer; una mujer cuyo seco corazón ha latido al verte...
—Ya.
Timoteo y doña Ragnhild se encontraron, de repente, cogidos de la mano.
—Y tú has de tutearme también.
Timoteo Moragona y Juarrucho respondió con un hilo de voz:
—Sí.
—A ver, prueba.
Timoteo Moragona y Juarrucho hizo un esfuerzo supremo.
-Oye.
-¿Qué?
—Nada, era para tutearte.
Doña Ragnhild y Timoteo empezaron a reírse a grandes carcajadas. Después pidieron una botella de sidra y se la beberon. Los dos eran felices, muy felices, infinitamente felices.
Al día siguiente, Timoteo dio la noticia a la compañía. Estaba muy inspirado y rebosante de dicha y habló durante media hora y además muy bien.
—Pues eso es todo, amigos míos: me caso y quiero que conozcáis a mi novia, a mi [166]
prometida ya. Nuestros caminos, de ahora en adelante, serán distintos; pero en mi corazón siempre habrá, en lugar preferente, un cariñoso recuerdo para todos vosotros, los compañeros que sois testigos de mi amor.
La compañía estaba algo emocionada.
—Y ahora os voy a presentar a mi novia; pero antes quiero que sepáis su nombre: mi novia, alguno de vosotros quizá lo sospechéis, se llama Ragnhild; yo lo pronuncio mal, pero se llama así.
La característica de la compañía le preguntó:
—Pero, oye, Timoteo, ¿esa no es la sueca de la fonda?
Timoteo Moragona y Juarrucho hinchó el pecho con orgullo, parecía un atleta sueco antes de lanzar la jabalina a la mar de metros de distancia.
—La misma que viste y calza*.
—Pero, hijo, ¿tú ya sabes que se da al vino?
Timoteo se puso serio. Ahora ya no parecía un atleta sueco, ahora parecía un sacerdote indio.
— Lo que yo sé, señora, es que no hago caso de habladurías. Lo que yo sé es que mi espíritu ha superado multitud de pequeneces y cominerías. Lo que yo sé es que estamos hechos el uno para el otro. Lo que yo sé es que somos dos almas gemelas. Lo que yo sé es que tenemos dos corazones hermanos. Lo que yo sé es que mi hombro será un apoyo en su existir. Lo que yo sé...
—Bueno, bueno.
Timoteo Moragona y Juarrucho se calló. Timoteo Moragona y Juarrucho tenía la boca [167]
seca. Timoteo Moragona y Juarrucho se casó con doña Ragnhild Braviken en quince días. —A la ocasión la pintan calva* —se decía Timoteo—, y cuando pasan rábanos, comprarlos*. ¡Anda y que iba a dejar yo que se escapase esta sueca, con lo culta que es*!
[V]
En los primeros tiempos de su matrimonio, Timoteo ayudó a su señora a vender conservol.
—¿Quiere usted que su vino no se pique*, ni se avinagre, ni se eche a perder? —decía a los bodegueros Timoteo—. ¿Quiere usted que los caldos conserven todas sus esencias? ¿Sí? ¡Pues use usted conservol, el producto que yo corro, que es talmente un seguro de vida para el vino!
Con el negocio de doña Ragnhild no se ganaba mucho, esa es la verdad; pero se iba comiendo y bebiendo, que es lo principal.
Doña Ragnhild tenía, cierto es, unas costumbres algo extrañas; pero Timoteo pronto se acostumbró. Timoteo era bastante adaptable.
Un día, doña Ragnhild le dijo a Timoteo, sin más ni más:
—Teo, tú eres un artista; tú no puedes perderte vendiendo conservol. Tú no te perteneces, los artistas no os pertenecéis. Tú perteneces a la humanidad, a la cultura, a la historia del arte...
—¡Hombre, no sé*!
— ¡Yo sí lo sé! Tú eres un artista, un artista que no ha encontrado aún su camino. Pero yo consagraré mi vida a mostrártelo y dedicaré [168] mis mejores horas a lanzarte. ¡Desde hoy ya no venderemos más conservol! ¡Que lo vendan otros! ¡Tú eres un artista y yo, Teo mío, la compañera de ese artista!
Doña Raghnild dejó caer dos lágrimas por la mejilla abajo. Una se le paró en la boca, pero la otra llegó más allá, hasta el sitio por donde anduvo la chinche el día de la declaración.
—¡El sueño dorado de mi adolescencia!
Timoteo estaba como preocupado. A veces llegaba a pensar si su señora no estaría loca como una cabra.
—Pero mira una cosa, Ragnhild, el caso es que yo...
—Nada, Teo mío, nada. Tú eres un artista y nada más que un artista. Los artistas pasan por momentos de crisis en los que no se dan cuenta de que lo son. Son baches* propios de su manera de ser.
—Ya, ya...
—Eso. Un artista que necesita encontrar su camino.
Timoteo Maragona y Juarrucho procuró meter baza.
—A eso iba*, a lo del camino.
Doña Ragnhild sonrió benévolamente. En feo, consiguió una expresión algo parecida a la de la Gioconda*.
—Pero eso también está pensado, Teo mío, eso ya está previsto; tu camino será el de la escultura. ¡Tú serás escultor!
—¿Escultor?
—Sí, escultor, ¿es que no te gusta? ¡El del escultor es el más bello oficio! ¡El del escultor es casi un oficio divino!
169
—Sí, sí, ya me hago cargo; lo malo es que no sé si sabré. La verdad es que yo no lo había pensado nunca. ¿Tú crees que sabré?
—¿Que si sabrás? ¡Pobre Teo mío! ¡No has de saber!
Timoteo no veía muy claro eso de que supiese hacer esculturas.
—Pues, no, Ragnhild, queridita, no te incomodes, pero a mí me parece que de eso no sé ni palabra.
Doña Ragnhild procuró tranquilizarlo.
—No te preocupes, Teo, tú no te preocupes por nada, procura conservar la cabeza fresca para tu arte. Mañana compraremos algo de barro y tú empezarás a modelar. ¡Ya verás cómo te ilusiona ver brotar la vida entre tus manos!
—Ya, ya...
Al día siguiente, doña Ragnhild compró algo de barro y Timoteo Moragona y Juarrucho empezó a modelar esculturas. Lo primero que hizo fue una cosa que se parecía a una libreta de pan. Doña Ragnhild le puso el título Muchacha en traje de calle. Doña Ragnhild fue, ya desde el principio, la encargada de buscar títulos para las obras de Timoteo. Timoteo hacía lo que podía y después doña Ragnhild lo bautizaba.
[VI]
Doña Ragnhild y Timoteo vivían en un ático de la calle del Marqués de Zafra, por detrás del paseo de Ronda. Timoteo, a fuerza de hacer esculturas, llegó a cobrarle afición al oficio y, al final, ya le iban gustando sus
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obras. En eso, como en todo, influye mucho la costumbre.
Doña Ragnhild, al poco tiempo de casada, empezó a sacar un genio de mil diablos* y, cuando Timoteo no trabajaba con aplicación, le daba con la mano. Un día que Timoteo no estaba en vena, doña Ragnhild, que tenía el vino atravesado*, le tiró a la cabeza un bidet portátil y le hizo una marca en la frente y otra en una patilla. El bidet quedó hecho puré*, y Timoteo lo sintió mucho porque era un bidet muy bueno, un bidet marca Sanitas, modelo 1929, que había comprado en el Rastro, bastante barato, y que usaba para mojar los paños con los que cubría el barro para que no se secase ni se cuartease.
El número del bidet pronto trascendió a la vecindad y la gente empezó a tratar con respeto y con miramiento a la sueca.
— ¡Caray, qué tía! ¡Cualquiera le gasta una broma*!
Doña Ragnhild y Timoteo, como no conseguían vender ninguna escultura, tomaron unos realquilados*, con derecho a cocina, para ver de ayudarse un poco, y sembraron setas en la terraza, en unos tiestos muy bien dispuestos y preparados ad hoc*, como se dice. Lo de los realquilados había sido idea de Timoteo, y lo de las setas, de doña Ragnhild. Cien tiestos de setas, según los cálculos de doña Ragnhild Braviken de Moragona, podían dejar libres cuatro mil duros al año. Timoteo, por indicación de su señora, se pasó varias semanas haciendo tiestos. Los tiestos de Timoteo eran unos tiestos de artesanía, unos tiestos todos distintos, cada uno con su peculiaridad, con
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su sello especial. Al principio no le salían muy derechos; pero los últimos ya le iban saliendo bordados, parecían de tienda.
El negocio de las setas, aunque estaba muy bien pensado y se habían tomado todas las precauciones, falló porque uno de los realquilados, que era un envidioso y un haragán, empezó a decir por la vecindad que las setas eran venenosas y que lo que querían Timoteo y doña Ragnhild era matarlos a todos. Doña Ragnhild, cuando localizó al realquilado que les había hecho la pascua*, lo puso en la escalera a empujones y, además, no le dio su maleta.
—Si no me da usted mi maleta, la denuncio a usted en la comisaría.
—Bueno, y si me denuncia usted en la comisaría yo, donde le vea, le saco los ojos.
El realquilado se fue y no debió decir ni palabra* en la comisaría porque allí, a casa de Timoteo, no fue nadie a reclamar nada.
Con lo que le dieron por la maleta y algunas cosas que había dentro, doña Ragnhild se compró unos zapatos para ella y una corbata, muy lucida, para Timoteo.
Después, como aún le habían sobrado seis reales, se tomó un helado de tres gustos: vainilla, chocolate y coco.
[VII]
Doña Ragnhild y Timoteo, el verano después del incidente, se encontraron una tarde con la Matilde y con Pío en la Casa de Campo*. Se saludaron muy finos y dieron muestras de buena educación y compostura.
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—¿Que, cómo están ustedes?
—Pues ya lo ven, muy bien, ¿y ustedes?
—Pues vamos tirandillo*...
Algunos matrimonios, con sus niños, andaban contemplando la naturaleza. Por allí había niños de muchas clases: niños que parecían saltamontes, niños que semejaban ranas, niños con cara de pájaro, niños con mirada de burro, niños pelones, niños cejijuntos, niños cabezotas, niños viciosos con las orejas transparentes...
Doña Ragnhild y su marido y la Matilde y el suyo, se pusieron a pasear juntos como si nada hubiera sucedido.
—Aquí se respira, ¿eh?
— ¡Ya lo creo! Aquí sí que se respira.
Algunos matrimonios, en vez de niños, sacaban niñas a tomar el aire. Las niñas eran también de especies muy variadas: niñas que eran igual que aves zancudas, niñas de color de sardina, niñas con nariz de loro, niñas que olían mal, niñas algo calvas, niñas estrábicas, niñas que crecían sólo de un lado, niñas ruines con las orejas despegadas...
A veces se veía una niña algo mona, rubita y con el delantal limpio, que caminaba azarada, avergonzada, tímida, sin despegarse de la mano del padre.
Guando salieron de la Casa de Campo, Pío dijo:
—Si ustedes me lo aceptan, yo les invito a una horchata ahí fuera, en el camino de la estación.
—Bueno, muy complacidos —dijo doña Ragnhild—, ¡si mi marido no tiene inconveniente!
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A Timoteo Moragona y Juarrucho, le causó mucha extrañeza la amabilidad de su señora.
—No, no, yo no. ¿Qué inconveniente voy a tener, si se trata de dos buenos amigos?
— ¡Claro!—dijo el mecánico de radios.
A la Matilde, otra le quedaba dentro*.
[VIII]
Los realquilados de doña Ragnhild y Timoteo eran cinco; mejor dicho, eran más: los que eran cinco eran los pucheros que se ponían a hervir en la cocina.
Los realquilados de doña Ragnhild y Timoteo formaban cinco grupos, cinco tribus, algunas monoplaza.
Los realquilados de doña Ragnhild y Timoteo eran los siguientes:
Felipe Oviedo de la Hoz, sargento de oficinas militares, con su señora, Esperancita Martínez Toledano, que era muy joven, y tres nenes: Felipín, treinta meses; Agustinín, dieciséis meses, y Ricardín, cuatro meses. Este matrimonio tenía un canario que se llamaba Carlitos, una tortuga sin nombre propio y una olla exprés* que silbaba igualito que el tren.
Madame Ginette Dupont de la Brunetiére de la Falaise-Royal, linajuda señora francesa venida a menos y orgullosa, legitimista y patriótica. Esta señora tenía un bisoñe, un sombrero, retratos, muchos retratos de mejores tiempos. Los retratos estaban todos dedicados, algunos con dedicatorias muy largas, pero, claro, como lo habían puesto en francés, no se entendía casi nada.
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La señora Aureliana Hernández Expósito, que se pasaba el día, dale que dale*, haciendo encaje de bolillos que después vendía por varas en las mercerías. Esta señora no tenía nada más que lo puesto, que tampoco era mucho. La desdichada era más pobre que las ratas. Por no tener, no tenía ni habitación y dormía en el pasillo, en una colchoneta medio hueca que recogía cuidadosamente cada mañana, antes de que los demás se levantasen. La señora Aureliana pagaba por su trocito de pasillo un pan de munición*, que nadie pudo saber nunca de dónde lo sacaba, pero que estaba siempre tierno y recién hecho.
Pili Martín, suripanta teñida de rubio platino, y su mamá, doña Pili Martín, exsuripanta teñida de rubio natural. Pili y doña Pili tenían algo de ropa y dos capitas* de piel. En realidad, estos bienes eran restos de pasadas grandezas de doña Pili, pero ella solía prestárselos a Pili para que fuera siempre bien arregladita. Pili no tenía joyas, pero ya le habían hecho alguna promesa. Por algo se empieza, y además, como decía su mamá, ¡qué caramba, no se tomó Zamora en una hora!*
El dueño del último, del más reciente de los pucheros, era Nicanor de Pablos Santafé, empleado del gas, que vino a suceder a Modesto López López, que fue el realquilado al que doña Ragnhild echó a la calle por lo de las setas. Nicanor de Pablos padecía del vientre y se pasaba el día tomando unos polvos negros para evitar los ruidos y los murmullos intestinales. Nicanor de Pablos tenía un pez en una pecera y un parchís* muy lujoso con el
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tablero de cristal y las fichas y los dados de plexiglás.
Entre los realquilados y aunque el parchís vino a distraer y a calmar un tanto los ánimos, había un odio sordo y mal disimulado, que algunos días estallaba en la cocina. Doña Ragnhild, cuando oía reñir a los realquilados, iba a la cocina y los echaba a todos. Los realquilados salían sin rechistar y se encerraban en sus habitaciones, de donde no se atrevían a asomar la jeta ni para ir al water*. Los días en que esto pasaba, los realquilados comían pan y algo de queso, si tenían.
El sargento Felipe, que era muy ocurrente y chistoso, fue poniendo motes a todos sus compañeros de techo y, a medida que iba teniendo ocasión, iba diciendo, a cada cual, los de los demás.
A madame Ginette le puso la Franchuta; a la señora Aureliana, la Paleta; a Pili, miss Europa; a la mamá de Pili, la Reina Madre; a Nicanor, el Gaseoso; a Timoteo, el Escultor; y a doña Ragnhild, la Sueca. Como se podrá observar, el sargento Felipe era un hombre de ingenio. Madame Ginette, al sargento Felipe, le llamaba Foch*.
Cuando lo de la patada de Timoteo a la Matilde, los realquilados, aunque lo disimulaban lo mejor que podían por miedo a doña Ragnhild, hubieran deseado que el mecánico de radios le metiera el berbiquí en la barriga al artista.
—Eso es una vergüenza —le decía la Esperancita a la señora Aureliana, que era con quien tenía más confianza—, a eso no hay derecho. Pegarle una patada en el vientre a
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una señora, que además no es la de él, no es de caballeros, ¿verdad usted?
—Y usted que lo diga, hija —lo respondía doña Aureliaua, bajando la vista—, y usted que lo diga*.
La única persona que tomó el partido de 'I'imoteo fue madame Ginette Dupont de la Brunetiére de la Falaise-Royal, que también era amiga de las bellas artes. Madame Ginette Dupont de la Brunetiére de la Falaise-Royal fue a ver a doña Ragnhild y le dijo, en francés:
—Vengo a felicitarla a usted, señora. Yo mo siento muy dichosa de que su marido le haya pegado con el pie a esa ordinaria vecina.
—Muchas gracias, madame, muchas gracias. ¿Conocía usted a la Matilde?
— ¡Oh, no, no, señora! Yo no la conocía, Pero yo me siento muy dichosa de que su marido le haya pegado con el pie a esa ordinaria vecina.
—Muchas gracias, madame, muchas gracias. Yo también me he alegrado bastante.
[IX]
Timoteo Moragona y Juarrucho, cuando ya tuvo algo de obra, preparó una exposición en los salones de los Amigos del Arte Abstracto (A.A.A.), que era una sociedad dedicada al Tomento de las nuevas corrientes de expresión artística al par que a la vivificación de las más interesantes facetas del preterido y auténtico arte tradicional, portador de los más altos mensajes del espíritu. Esto era, por lo menos, lo que decían unas hojitas de papel verde que
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fueron repartiendo, casa por casa, como los boletines de suscripción de las mutuas de entierro, algunos artistas jóvenes cuya contribución material a la noble empresa tanto es de agradecer.
El catálogo de Timoteo Moragona y Juarrucho era sobrio y elegante. Estaba impreso en cartulina y tenía cuatro páginas: en la primera, hacia la mitad, un poco más arriba, venía retratada una de sus obras; encima se leía Timoteo Moragona y Juarrucho, 15 esculturas, y debajo decía: A.A.A. XV Exposición, 20 noviembre - 15 diciembre.
En la segunda página iban unas palabras de presentación de un crítico; como no se entendían mucho, no las copiamos aquí.En la tercera aparecía el catálogo. Primero se leía
CATALOGO, en letras mayúsculas, y después, en fila india, la lista de las obras: 1, Muchacha en traje de calle. 2, Muchacha en traje de noche. 3, Muchacha en traje de baño. 4, Maternidad. 5, Paternidad. 6, Gacelas. 7, Proyecto de monumento. 8, Discóbolo. 9, Toro en la agonía. 10, al 15, Formas.
En la última página no aparecía más que el anagrama A.A.A., pintado de una forma muy original. Así, sobre poco más o menos:
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—Este es un paso muy importante en tu carrera artística, Teo mío —le decía doña Ragnhild—, un paso definitivo.
—Ya, ya...
Los amigos también procuraban levantarle el espíritu.
—Será una lección que demos a los artistas decadentes, ya lo verás. Tu exposición será un gran éxito de crítica.
—Y de público—objetó un jovencito algo suciejo*—, y de público también.
—De público, no sé; al público hay que irlo educando poco a poco. Pero de crítica, ¡ya lo creo! De crítica va a ser un éxito sonado.
Y de público, y de público. El público viene detrás de la crítica.
¡No, señor! ¡El público no lee las críticas! La exposición de Moragona será un éxito de crítica, pero no de público. ¡Y si no, al tiempo!* Las formas de Moragona no pueden ser apreciadas más que por una minoría.
Pues yo digo que Moragona también va a tener un gran éxito de público.
—¡No, señor! ¡De crítica, sólo!
—¡Y de público!
—¡De crítica!
—¡De público!
—¡No!
—¡Sí!
Timoteo Moragona y Juarrucho procuró atemperar los pareceres. Timoteo Moragona y Juarrucbo no era hombre de grandes habilidades diplomáticas, pero aquel día estuvo afortunado...
—Bueno, no discutir. Ya saldremos de dudas...
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Timoteo Moragona y Juarrucho estaba nervioso y pusilánime. Doña Ragnhild le había dado unas pildoras de fósforo, pero se conoce que no le habían hecho mucho efecto.
[X]
Felipe Oviedo de la Hoz, el sargento de oficinas militares, era recitador aficionado y en cierta ocasión, con la ayuda de Pío, el mecánico de radios, que tenía algún conocimiento en las alturas y recomendó al Felipe con interés, consiguió salir en Fiesta en el aire, una función que se transmitía a todos los hogares de España, según aseguraba el locutor, desde el escenario del antiguo teatro Pardiñas, hoy cine Alcalá.
Felipe Oviedo de la Hoz, cuando lo avisaron, creyó enloquecer y se estuvo varios días sin fumar y haciendo gárgaras con clara de huevo para aclarar la voz. Lo de no fumar lo llevó bien, aunque le puso un poco nervioso, pero lo de las gárgaras le daba unas náuseas tremendas y le hacía vomitar.
Su señora, la Esperancita, le decía:
—Mira, Felipe, si sigues arrojando vas a tener que suprimir las gárgaras, porque te vas a debilitar.
Felipe Oviedo de la Hoz ponía un gesto casi heroico para responder:
— ¡Nada me importa la debilidad de la carne si mantengo el espíritu fuerte! ¡Lo que yo quiero es tener clara y bien timbrada la voz para poder ofrecerte mi triunfo en Fiesta en el aire!
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Entonces la Esperancita, toda emocionada, lo daba un beso.
— ¡Ay, Felipe, qué bueno eres! ¡Ay, Felipe, qué feliz me haces! ¡Ay, Felipe, cuántas gracias tengo que dar a Dios por haberte puesto cu mi camino! ¡Ay, Felipe...!
Felipe Oviedo de la Hoz se pasaba las noches de claro en claro aprendiéndose de memoria 101 embargo, Cara al cielo y Bálsamo casero, de Gabriel y Galán*. Por el día procuraba hablar con acento extremeño al objeto de dar un mayor realismo a su actuación. Tan metido estaba en su papel que una mañana, en la oficina, lo mandó llamar el teniente, y Felipe se le presentó diciendo:
— ¡Mándimi-sté, mi tinienti!
El teniente, que era un cincuentón de malas pulgas, se le quedó mirando.
—¿Por qué se le ocurre a usted hablarme así? ¿De dónde cuernos sacó usted* ese hablar entre asturiano y extremeño?
Felipe Oviedo de la Hoz volvió a la realidad. Miró los desconchados de las paredes, miró los montones de legajos amontonados en un rincón, miró para los bigotes del teniente...
—Sí—se dijo—, estoy en capitanía.
Felipe Oviedo de la Hoz procuró sonreír para hablar con el teniente.
—Perdone usted, mi teniente, es que un servidor, ¿sabe usted?, va a actuar en Fiesta en el aire.
El teniente frunció el ceño.
—¿En qué?
—En Fiesta en el aire, mi teniente.
El teniente se pasó una mano por el bigote. Cuando el teniente se pasaba la mano por el
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bigote, era señal de que iba a sacar a relucir el grado*.
—Oiga usted, sargento, ¿se da usted cuenta de que está hablando con un superior?
A Filipe Oviedo de la Hoz empezaron a zumbarle un poquito los oídos.
—Sí, mi teniente, usted perdone, es que un servidor, ¿sabe usted?, va a actuar en Fiesta en el aire, se lo juro a usted.
El teniente pegó un puñetazo en la mesa. El tintero pegó un saltito, pero no se derramó.
—Sargento, ¡estoy por decirle a usted que es una muía de varas*! ¿Qué diablos coronados es eso de Fiesta en el aire?
Felipe Oviedo de la Hoz estaba pasadito*.
—Perdone, mi teniente, es una emisión cara al público.
El teniente se puso congestionado. El cogote parecía que le iba a saltar igual que un obús.
—¿Usted cree que esto es serio, sargento? ¿Usted cree que un sargento de oficinas militares, con destino en la capitanía general, se puede permitir el lujo de andar por ahí adelante como un zascandil? ¡Conteste!
Felipe Oviedo de la Hoz notó que una nube de color malva se le ponía delante de los ojos. Felipe Oviedo de la Hoz empezó a navegar en la nube. La nube era blanda, muy blanda... Felipe Oviedo de la Hoz, de haberse muerto en aquel momento, hubiera entrado en el limbo de cabeza. Felipe Oviedo de la Hoz perdió la memoria. Felipe Oviedo de la Hoz empezó a hablar otra vez con acento extremeño.
—Sigún como se mire*, mi tinienti.
Al teniente le bizqueó la mirada de un modo
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siniestro. Las paredes del despacho del teniente retumbaron con el alarido que pegó.
—¡¡Eh!!
Felipe Oviedo de la Hoz, pálido, demudado, casi agonizante, se arrancó:
Estamos perdíos,
no hay que dali güeltas*.
Felipe Oviedo de la Hoz sintió un extraño y misterioso placer. A lo mejor, el nirvana es algo parecido.
El teniente empezó a temblar como un lobo, el teniente estaba al borde del coma.
-¡¡Eh!!
Felipe Oviedo de la Hoz, con su último aliento, pudo suplicar:
—Usted perdone, mi teniente, un servidor se encuentra mal...
— ¡Peor se va a encontrar usted a consecuencia de su estúpido comportamiento!
Felipe Oviedo de la Hoz hizo un extraño* y se cayó al suelo, redondo. El teniente lo levantó y lo arrastró hasta una silla.
— ¡Ordenanza! ¡Atienda usted al sargento! ¡Vacíele un par de botijos por la cabeza, se conoce que le ha dado un mareo! ¡En cuanto vuelva en sí, condúzcalo al botiquín!
—Sí, mi teniente.
[XI]
Doña Ragnhild y Timoteo, la víspera de la apertura de la exposición, se fueron a Conga, a distraerse un poco. Se sentaron a una mesa cerca de la pista, para ver mejor las atracciones, y esperaron a que llegase el camarero.
— ¿Qué va a ser?
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Timoteo, galantemente, le preguntó a su señora:
—¿Tú qué quieres tomar?
—Pernod*.
—Bien.
Timoteo se dirigió al camarero.
— La señora va a tomar pernod, a mí tráigame una copita de..., de cualquier cosa.
—¿Málaga?
—Bueno.
—Muy bien.
En la mesa de al lado estaba la señorita Pili con tres amigas; sobre la mesa no había más que una jarra de agua, mediada, y una copa con cinco o seis pajitas envueltas, cada una, en su papel.
La señorita Pili, al principio, procuró disimular; después, cuando ya no tuvo más remedio, saludó.
—Buenas noches, ¿y ustedes por aquí?
—Pues ya ve, a echar una canita al aire*.
—Vaya, vaya... No sabía yo que tenía unos amigos tan animados.
—Pues, sí... ¡Ya ve!
Doña Ragnhild, por lo bajo, le dijo a Timoteo:
—Oye, Teo, invítalas; mañana es un día grande para nosotros.
Timoteo se quedó mirando fijo para doña Ragnhild.
—¿Me llegará*?
—Sí, yo tengo algo en el bolso.
Timoteo se volvió a la mesa de la señorita Pili.
—Aquí, mi señora y yo, tenemos mucho gusto en invitarlas a algo, ¿Qué quieren ustedes tomar?
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La señorita Pili y sus amigas pegaron un salto, cogieron sus sillas y se sentaron a la mesa de doña Ragnhild y de Timoteo. Timoteo, al verlas venir, se asustó un poco.
—Pues, muchas gracias. Nosotros tomaremos lo que ustedes tengan voluntad en invitarnos.
Timoteo, aunque no estaba muy acostumbrado, procuraba recomendarse aplomo.
—No, no, no faltaría más*, lo que ustedes deseen; mi señora y yo tenemos mucho gusto en invitarlas a lo que más les apetezca.
El camarero llegó con las consumiciones* de doña Ragnhild y Timoteo. Las chicas aprovecharon la ocasión.
—Pues yo un cuba libre*.
—Y yo una copita de anís.
—Y yo también.
—A mí tráigame un batido*.
El camarero no le preguntó de qué quería el batido.
La señorita Pili estaba muy contenta; eso de alternar con doña Ragnhild y con Timoteo le llenaba de orgullo.
—Bueno, les voy a presentar. Aquí un matrimonio amigo.
—Mucho gusto.
—El gusto es nuestro.
La señorita Pili continuó:
La señora es extranjera y el señor es artista.
¡Ah!
—Y aquí, tres amiguitas: la señorita Maru, la señorita Loli y la señorita Conchi. —Tanto gusto. —El gusto es el de nosotras.
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La señorita Pili redondeó la presentación.
— La señorita Maní es de Tánger, Tánger es muy bonito.
—Ya, ya.
La señorita Loli es gallega.
¡Ah! ¿Sí?
La señorita Loli intervino.
—Sí, señor, una servidora se llama Loli Cela.
— ¡Ah! ¿Es usted prima del escritor?
—Pues, sí, somos algo parientes: primos hermanos no somos, pero algo parientes, sí.
—Ya, ya. ¿Y lo trata usted?
—Pues no, ya ve. Antes sí, antes solía venir alguna vez por aquí, pero ahora, con eso de que publica en los papeles y de que se casó con una señorita...
Timoteo quiso hacer una frase, pero no le salió bien del todo.
—Eso es la vida, hija, ¡el mundo está lleno de desagradecidos!
—Claro, eso es lo que dice una...
La señorita Pili volvió a la carga.
— ¡Anda, y no hablar de parientes orgullosos! ¿Que escribe en los papeles? ¡Pues que con su pan se lo coma!* ¿Que se casó con una señorita? ¡Pues anda, y que le den morcilla!*
—Muy bien hablado.
—Pues, claro. ¡Qué tanto amolar*!
La señorita Pili se había acalorado, pero pronto se le quitó.
—La señorita Conchi es de aquí de la provincia, es de Puebla de la Mujer Muerta.
—Ya.
La señorita Pili llevaba un jersey color burdeos, la señorita Maru llevaba una rebeca*
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beige, la señorita Loli llevaba un sweater verde manzana, la señorita Conchi llevaba una blusita cruda algo zurcidilla por el sobaco.
La señorita Maru era la que parecía más decidida.
—De modo que usted, ¿es extranjera?
—Sí.
—¿De dónde?
—De Suecia.
—Y eso, ¿hacia dónde cae?
Doña Ragnhild estaba contenta, pero no tenía ganas de meterse en explicaciones.
—Muy lejos de aquí.
La señorita Maru era infatigable y curiosa; hubiera hecho un buen agente de policía. La señorita Maru, al ver que doña Ragnhild se le cerraba en banda*, se volvió a Timoteo.
—Y usted es artista, ¿eh?
—Eso es, sí, señorita; artista, para servirle— lo contestó Timoteo con aire jovial.
—¿De teatro?
Timoteo recordó, sobre la marcha, sus pasados tiempos de Pobre y ciego: dos desgracias.
—No, no.
—¿De cine, entonces?
Timoteo sonrió con amabilidad. En el fondo, le daba un poco de vergüenza eso de tener que llevarle siempre la contraria a la señorita Maru. La señorita Maru era muy vistosa. La señorita Maru era alta y morena. La señorita Maru tenía unos ojos negros muy bonitos. La señorita Maru llevaba un tatuaje en la barbilla. A Timoteo le dieron ganas de darle con saliva, a ver si salía o era de verdad.
—No, tampoco; de cine, tampoco. Ni de
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circo. Yo, señorita, soy un artista, ¿cómo le diría? un artista de otra clase.
— ¡Ah! ¿Y de qué clase?
La señorita Pili volvió a intervenir. La señorita Pili estaba haciendo el difícil papel de director de debates.
— ¡No seas preguntona, mujer! El señor es artista serio, es artista de bellas artes.
—¡Ah!
—El señor es artista escultor, de los que hacen esculturas.
— ¡Ah, ya!
La señorita Pili remachó bien el clavo*.
—Y monumentos, y figuras, y todo lo que se tercie.
¡Ah, ya! Ahora ya comprendo. Vamos, que el señor es un artista serio, un artista de bellas artes.
¡Pues claro, mujer, pues claro!
[XII]
Al día siguiente, doña Ragnhild, con sus zapatos de estreno, unos zapatos azules y sin tacón, y Timoteo, con su corbatita nueva, se fueron a la sala de la A.A.A., a inaugurar su exposición.
Doña Ragnhild, por el camino, se acordó de Modesto López López, el realquilado del lío de las setas y dueño de la maleta que doña Ragnhild vendió para comprar la corbata de Timoteo y sus zapatos y el helado de tres gustos.
— ¡Qué cosas más raras piensa una!—pensó doña Ragnhild—, ¡mira tú que acordarme ahora de aquel piernas* desgraciado!
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Timoteo iba todo nervioso.
—Oye, Ragnhild, chata*: ¿no iremos un poco pronto?
Doña Ragnhild creyó que lo mejor sería mostrarse enérgica para levantar el ánimo a su marido.
—No no; a estas cosas conviene siempre llegar a tiempo, llegar antes de que llegue la gente.
—Bueno, como tú quieras.
Timoteo caminó en silencio un par de cientos de pasos. A Timoteo, en el fondo, le causaba cierta extrañeza el hecho de que no le mirase la gente.
— ¡Mira que es burra la gente! —pensaba—. ¡Aquí ya puede inaugurar una exposición Miguel Ángel*, que por la calle no le mira ni su padre!
Timoteo quiso desechar los malos pensamientos y volvió a la carga. A lo mejor de esta vez tenía más suerte.
—Oye, Ragnhild, chata, ¿te parece que nos tomemos un blanco en cualquier tasca de por aquí?
—No, no, no conviene beber; en estos momentos necesitamos tener plena conciencia de todos nuestros actos.
Timoteo preguntó una tontería.
—¿Hasta de los más insignificantes?
—Sí, Teo mío, hasta de los más insignificantes.
—Bueno, bueno.
Doña Ragnhild no se conformó.
—Y además hay que llegar a tiempo, ya te digo, hay que llegar antes de que llegue la gente.
—Bueno, mujer, bueno.
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Doña Ragnhild y Timoteo llegaron al local de la A.A.A. Las luces aún no estaban dadas del todo. Timoteo, al entrar, no vio un escalón que había y se fue a dar con la boca contra la pared. Sangró un poco por las encías, pero se le quitó solo, chupando.
En el salón de la A.A.A. estaban ya los amigos que le habían ayudado a colocar las cosas. Eran unos amigos muy leales, muy seguros.
—¡Vamos, tío calmoso, vamos! ¡Creíamos que no llegabas!
Doña Ragnhild intervino.
—Pues aún decía que veníamos demasiado pronto y quería beberse unos blancos para hacer tiempo.
¡Qué tío! ¡Hace falta aplomo! Timoteo dio una vuelta al local, rodeado de sus amigos, que le dejaban ir en medio.
—Yo creo que queda bien...
— ¡Ya lo creo! ¡Yo creo que no puede quedar mejor!
Timoteo suspiró. Timoteo Moragona y Juarrucho estaba blanco como un plato.
—¿Habrán llegado las invitaciones a tiempo?
—Hombre, ¡yo creo que sí!, las mandamos ya antes de ayer.
—Bueno, bueno.
Timoteo se sentó en una silla y lió un cigarro.
—¿Qué hora es ya?
— Las seis y media.
—Bueno, ya falta poco. Yo creo que ya se podían ir dando las luces. Esto, medio a oscuras, parece un velatorio.
La sangre que Timoteo se chupaba de la encía tenía un sabor raro, un sabor como a malta.
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—No, no, déjate de velatorios. Vamos a esperar un poco; las luces es mejor no darlas hasta diez minutos antes de la hora.
—Bueno.
Timoteo, como por un raro presentimiento, se conformaba con todo, decía bueno a todo.
A las siete menos diez el encargado del salón dio todas las luces. Fue un momento de intensa emoción. Timoteo Moragona y Juarrucho se puso en pie y tiró la colilla, que se le había apagado. Después se estiró la chaqueta y se arregló la corbatita. Después sonrió.
—Bueno, ¡la suerte está echada!
—Eso es.
Timoteo dio una vuelta al salón.
— ¿A qué hora se cierra?
—A las nueve, es la costumbre. Nuestras exposiciones pueden ser visitadas durante dos horas al día, de siete a nueve, menos los domingos. Eso es lo que venimos haciendo siempre, es la costumbre.
Los amigos de Timoteo estaban serios y circunspectos, muy en su papel. Timoteo buscó el calor del grupito.
—Y ahora, ¡a esperar!
Doña Ragnhild también estaba algo emocionada.
—Eso es, ahora, a esperar.
[XIII]
De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., los estudiantes pasean del brazo de las planchadoras y de las pantaloneras; algunas se casan, y después son mujeres de un boticario o de un perito agrónomo.
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De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., los soldados acompañan a hacer recados a las criadas de servir; algunas se casan, y después son mujeres de un herrero o de un talabartero.
De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., los empleados invitan a café con leche a las mecanógrafas; algunas se casan, y después son mujeres de un funcionario de sindicatos o de un funcionario de telégrafos.
De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., los señoritos bailan con sus novias en Casablanca o en Pasapoga y hasta, si son muy finos, en Alazán; algunas se casan y después son mujeres de un jefe de producción de películas o del director-gerente de una gestoría.
De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., los señores mayores se toman sus coñacs con sifón en Chicote, o en Pidoux, o en Gock, al lado de unas mujeres bien vestidas y que huelen bien, pero que muy bien; de estas se casan pocas, por lo común, aunque tampoco falta nunca un roto para un descosido*.
De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., salen los periódicos con sus letras grandes y sus malas noticias, sus listas de la lotería y sus avisos sobre el suministro, sus bodas y sus esquelas mortuorias, su sección de sucesos y sus informaciones sobre Corea, sobre Persia, sobre Egipto, sobre Túnez, sus chistes y sus crucigramas, sus comentarios deportivos y sus reseñas sobre la inauguración de un grupo escolar, o de un puente o de una central térmica.
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De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., se producen muchas declaraciones de amor; se escuchan anhelados y dulces sis, y crueles y desesperadores nos; se abren las puertas a mil nacientes ilusiones y se hunden en el pozo negro y sin fondo del olvido miles y miles de amargos desengaños.
De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., nacen muchos niños y se mueren muchos hombres y muchas mujeres.
De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., se engendran muchos de los niños, que, algún día, nacerán, y muchos de los hombres y de las mujeres que, andando el tiempo, habrán de morir sin remisión.
De siete a nueve, como en las exposiciones do la A.A.A., se roban carteras y se pierden bolsos, llaveros, perros de lujo y niños rubitos y con zapatillas de fieltro, que no saben cómo se llaman.
De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., a veces, hay un crimen tremendo.
De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A.,
De siete a nueve...
De siete a nueve, pero no como en las exposiciones de la A.A.A., algún visitante suele entrar en alguna exposición.
[XIV]
En medio de un silencio sepulcral, Timoteo Moragona y Juarrucho preguntó la hora.
—¿Qué hora es?
— Las nueve.
Timoteo Moragona y Juarrucho, en pequeño, tenía el mismo gesto que Napoleón en Waterloo.
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—Cerremos.
—Sí.
El encargado apagó casi todas las luces y el salón de la A.A.A., tomó un vago aire de velatorio.
Timoteo Moragona y Juarrucho respiró con cierta entereza.
—Bien. Ya podemos marcharnos.
Doña Ragnhild se le acercó a Timoteo y le dio un beso. Timoteo Moragona y Juarrucho entendió que aquel beso era de los más importantes que le había dado jamás doña Ragnhild.
Doña Ragnhild, a pesar de su temple, tenía los ojos húmedos y velados.
—¿Nos vamos?
—Sí, vamonos.
En la exposición de Timoteo Moragona y Juarrucho, el día de la apertura, no había entrado nadie. Un señor miró desde el escaparate, pero no pasó. Una señora llegó a empujar la puerta, pero venía equivocada.
—¿Tienen culottes de punto*?
—No, señora; eso es ahí al lado.
—Perdone, ¿eh?
—Está usted perdonada.
[XV]
Timoteo Moragona y Juarrucho, al llegar a su casa, se metió en la cama sin cenar y apagó la luz. Timoteo Moragona y Juarrucho, al cuarto de hora, estaba profundamente dormido.
IXVI]
Mientras Timoteo dormía con el profundo y apacible sueño de los justos, de los fracasados, de los criminales y de los hombres a los que la
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sosera se les derramó, igual que un cantarillo volcado, sobre el santo suelo, Felipe Oviedo de la Hoz, el sargento de oficinas militares, estaba entre los bastidores del teatro Pardiñas esperando a que le tocase su vez en Fiesta cu el aire.
Felipe Oviedo de la Hoz, a consecuencia de los dos botijos que el ordenanza, por mandato del teniente, le vaciara por la cabeza y por la nuca, cuando lo del desmayo, tuvo la voz lomada* tres o cuatro días, pero a fuerza de cuidados y de los mimos que le dio la Esperancita, pudo reponerse a tiempo de actuar. ¡Hubiera sido una pena desaprovechar la ocasión! Salir en Fiesta en el aire, aunque parezca fácil, es cosa que tiene su intríngulis y sus más y sus menos.
Felipe Oviedo de la Hoz, sentado en un cajón, esperaba impaciente a que le llegase el turno. A su lado estaba dándole ánimos y buenos consejos un amigo suyo, cincuentón ya, con aire de militar de paisano*.
— ¡Animo, Felipe!
—Sí, señor.
Como en esta vida, tarde o temprano, todo llega, Felipe Oviedo de la Hoz, casi sin explicárselo, se encontró en el escenario.
El locutor era muy simpático y tenía un habla muy campechana. A veces, se repetía algo, no mucho.
—Señoras y señores de la sala y amables radioyentes: ahora va a actuar, en este magno concurso de Fiesta en el aire, el magno concurso cuyas puertas están abiertas para todos los concursantes que quieran concursar, don..., ¿cómo se llama usted?...
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Felipe procuró contestar, con cierto empaqué:
Felipe Oviedo de la Hoz.
¡Más alto, para que lo oigan todos!
¡Felipe Oviedo de la Hoz!
—Muy bien, simpático Felipe. Ya lo han oído ustedes: Felipe Oviedo de la Hoz, número siete mil trescientos ochenta y uno, del turno de recitadores. Pero antes vamos a hacer unas preguntitas a nuestro simpático recitador.
En el gallinero sonaron algunos pitos, porque lo que quería la gente era cante flamenco.
— ¡Por favor, señores! ¡Un poco de silencio, señores, por favor! Vamos, a ver, simpático Felipe, ¿de dónde es usted?
—De aquí, de Madrid.
— ¡Muy bien! ¡He aquí, señoras y señores, un simpático gato*, un auténtico y castizo gato de los mismísimos Madriles, que no es de Oviedo más que por su apellido! ¡Muy bien, simpático Felipe, madrilenísimo Felipe!
El locutor, en seguida saltaba a la vista que era muy simpático.
—¿Y de dónde? ¿De qué parte de Madrid?
—De Ventas.
— ¡Y ole! ¡De las Ventas del Espíritu Santo, sí, señor! ¡Muy bien!
Felipe, aunque procuraba mantenerse, estaba un poco azarado.
—Sí, señor, muy bien...
—Bien, amigo Felipe, porque Felipe y un servidor de ustedes ya vamos a ser amigos toda la vida, ¿verdad Felipe?
—Sí, señor.
—Pues bien, amigo Felipe; ahora nos va a decir usted cuál es su profesión, cuál es su oficio. ¿Estamos?
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—Sí, señor; militar.
—Muy bien; nuestro amigo Felipe es militar, un bizarro militar. ¡Muy bien! Pues nada, amigo Felipe, me alegraré mucho, y conmigo loda la sala y todos los amables radioyentes de este magno certamen de Fiesta en el aire, que llegue usted a lucir los entorchados de general.
—Muchas gracias; un servidor ya se conformaría con llegar a teniente.
—Bueno, amigo Felipe, a lo que usted quiera. Ahora, díganos: ¿qué vamos a tener el gusto de oírle recitar?
—Pues les voy a recitar a ustedes El embargo, de Gabriel y Galán.
La sala estalló en un aplauso frenético.
—Un poco de calma, señores; les ruego un poco de calma. Yo agradezco... ¡Silencio, por favor! Muchas gracias... Yo agradezco, en nombre de nuestro concursante, estos aplausos que se le tributan; pero ruego un poco de calma, señoras y señores, un poquito de calma... Piensen ustedes que son todavía muchos los concursantes de este magno concurso de Fiesta en el aire que aún tienen que concursar.
Felipe, por lo bajo, dijo:
—Claro.
El locutor siguió:
—Bien, señores. Ante ustedes, y en este momento que puede ser decisivo para su carrera de artista, se encuentra nuestro concursante Felipe Oviedo de la Hoz, número siete mil trescientos ochenta y uno, del turno de recitadores. Fíjense bien en el número, al objeto de poder tomar parte en la votación de este magno concurso de Fiesta en el aire.
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El locutor se volvió a Felipe:
—Cuando guste.
Felipe le preguntó:
—¿Lo puedo dedicar?
—Sí, señor, lo puede dedicar usted.
Felipe carraspeó un poco y se acercó al micrófono.
—Dedico este verso al simpático público que llena el local... (Aplausos). A los amables radioyentes de Fiesta en el aire... (Silencio). A mi señora, que está en la fila doce, en los impares.... (Risas, cabezas vueltas y comentarios). A mi teniente don Raúl Campillo, que me ha acompañado para animarme y que está ahí dentro... (Choteo entre el respetable). Y a mis amigos don Timoteo Moragona y señora, que me estarán escuchando.
Felipe Oviedo de la Hoz carraspeó otra vez, dio un paso atrás, levantó un poco las manos y se arrancó:
—El embargo, de Gabriel y Galán:
Señol jués: pasi usté más alanti,
y que entrin tós esos;
no le dé a usté ansia,
no le dé a usté mieo...
Si venís antiayel a afligila
sos tumbo a la puerta. Pero ¡ya s'a muerto!
Embargal, embargal los avíos,
que aquí no hay dinero;
lo he gastao en comías pa ella,
y en boticas que no le sirvieron.
Felipe Oviedo de la Hoz, con buen acento extremeño, que su trabajo le costó, y todo de memoria, recitó El embargo, entero. El
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éxito que tuvo fue indescriptible. El teatro se venía abajo de los aplausos y algunas señoras hasta lloraron de emoción.
Fue una pena —o una suerte, ¡quién sabe! — que Timoteo no lo hubiera escuchado. Timoteo estaba dormido.
Quien sí lo escuchó fue doña Ragnhild. Doña Ragnhild se pasó la noche al pie de la radio, que puso muy bajita, en el cuarto de Esperancita y de Felipe, atendiendo al magno concurso de Fiesta en el aire, mientras echaba un ojo a los niños, no se fueran a despertar.
Doña Ragnhild no estaba triste, estaba atónita.
— ¡Qué barbaridad!
Guando Felipe y su señora volvieron, ya muy tarde, doña Ragnhild lo felicitó.
—Muy bien, Felipe, ha estado usted muy bien.
—Muchas gracias, doña Ragnhild, usted cree que he estado bien, ¿sí?
—Muy bien, ya lo creo.
—Muchas gracias, doña Ragnhild, muchas gracias.
La Esperancita estaba muy contenta.
—Y los nenes, ¿se han despertado?
—No, han dormido muy bien toda la noche.
— ¡Angelitos!
La mamá de los nenes fue a besarlos y despertó a dos. Mientras los acunaba para que se callasen, Felipe le preguntó a doña Ragnhild.
—¿Y don Timoteo?
—Está echado; cuando usted terminó su actuación, se echó. Vino muy cansado de la exposición.
— ¡Ah, es verdad! ¿Qué tal?
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Doña Ragnhild miró para una manchita de humedad que había en el techo.
—Bien.
Felipe se le volvió.
— ¡Hoy es un día grande en esta casa, doña Ragnhild!
-Sí...
Timoteo Moragona y Juarrucho, mientras tanto, soñaba que iba en un barco pintado de amarillo que navegaba a gran velocidad. Al capitán, con los ojos cerrados y encogido como un feto*, lo llevaban en una gran bombona de cristal transparente llena de gas desinfectante. Se veía muy bien. Los galones los tenía ya algo descoloridos. El capitán se había muerto hacía ya muchos años, pero la tripulación no quería decir nada a nadie.
Cuando doña Ragnhild se acostó, se desnudó a oscuras para no despertar a Timoteo.
[XVII]
Al día siguiente, doña Ragnhild trató muy bien a Timoteo y le llevó el desayuno a la cama.
—¡Qué bueno está!
—¿Te gusta?
—Sí, está muy bueno. El café es mejor que el de otros días.
Doña Ragnhild sonrió.
—Sí, es algo mejor. Este café te lo he subido del bar de enfrente.
Cuando Timoteo se levantó se fue al bar de enfrente y echó en una botellita que llevaba, un café para doña Ragnhild. Después se metió en la pastelería y le compró un bollo suizo.
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Por la tarde, a eso de las seis y media, doña Ragnhild y Timoteo se acercaron a la exposición, al local de la A.A.A.
—Hay que dar la cara*. Que el público no entienda mi arte no es culpa mía.
— ¡Muy bien hablado!
—Y si la crítica retrógrada me declara el boicot, ¡allá cada cual con su conciencia!
Doña Ragnhild le apretó fuerte de un brazo.
—Me alegro de oírte hablar así, Teo mío. La fortaleza del espíritu es el escudo, la coraza de los artistas incomprendidos contra la sociedad, que no sabe valorarlos.
A Timoteo Moragona y Juarrucho le dio un brinquito el corazón en el pecho, un brinquito de susto, un brinquito pequeño como un cachorrillo.
—Oye, Ragnhild, chata, contéstame seriamente. ¿Tú crees que yo soy un artista incomprendido?
Doña Ragnhild se puso seria como un guardia municipal en día de niebla.
—Sí, Teo mío, tú eres un artista incomprendido.
—Pero, Ragnhild, chata, ¿tú comprendes mi arte?
—Yo, sí, Teo. Pero, la gente, no. Tú te has anticipado a tu tiempo. Tú eres un precursor.
—Gracias, Ragnhild, chata. Vamos a meternos aquí, a tomarnos un blanco y unos boquerones en vinagre.
Doña Ragnhild no opuso resistencia.
—Hoy, sí, Teo mío; hoy no importa, hoy incluso nos sentará bien.
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Después de tomarse sus boquerones en vinagre y un par de blancos cada uno, doña Ragnhild y Timoteo, se llegaron a la exposición y ordenaron que encendieran las luces.
—Encienda usted la luz, ya van a dar las siete.
—Sí, señor.
En el salón de la A.A.A. estaban los mismos amigos del día anterior.
—Hola, Moragona.
—Hola.
A las siete y cinco llegó un grupo numeroso de hombres y mujeres. Venían muy limpitos y se habían peinado con cierto sosiego. Los hombres y las mujeres saludaron a doña Ragnhild y a Timoteo.
—¿Qué tal, doña Ragnhild, cómo está usted?
—Buenas tardes, don Timoteo, ¿cómo está usted?
—¿Qué hay, don Timoteo, cómo está usted?
Doña Ragnhild y Timoteo contestaban a todos que estaban bien, gracias.
Uno de los hombres cogió un catálogo y les fue leyendo los títulos, en voz alta, a los demás. El hombre tenía una bien timbrada voz de recitador. Fijándose mucho, hubiera podido apreciársele un ligero, un involuntario deje extremeño. Los demás le seguían en silencio, serios, circunspectos, incluso un poco espantados.
El grupo dio dos vueltas a la sala y después se despidió.
—Adiós, don Timoteo, mi enhorabuena.
—Gracias, Felipe; yo también tengo que dársela a usted por su triunfo de Fiesta en el aire.
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—Muchas gracias; eso no tiene importancia.
A Filipe le siguió la Esperancita.
—Adiós, don Timoteo; mi enhorabuena.
—Gracias, señora. ¿Y los nenes?
—Muy ricos.
—¡Vaya, me alegro;
—Muchas gracias.
—No hay que darlas.
Detrás de la Esperancita se despidió la señora Aureliana.
—Adiós, don Timoteo; mi enhorabuena.
—Gracias, señora. ¿Y los bolillos, bien?
—¡Calle, no me hable¡ ¡No me dan ni para mal comer!
—¡Vaya!
A continuación de la señora Aureliana entraron en turno doña Pili y Pili.
—Adiós, don Timoteo; nuestra enhorabuena, aquí de la chica y mía.
—Gracias, doña Pili; gracias, señorita Pili. ¡Está usted muy mona!
—¡Ay, don Timoteo, qué cosas tiene usted! Muchas gracias. ¡Usted que me mira con buenos ojos!
Cerró la marcha Nicanor de Pablos.
—Adiós, don Timoteo, mi enhorabuena.
—Muchas gracias, Nicanor. ¿Qué, y ese vientre?
—¡Vaya! Parece que se va arreglando un poco, muchas gracias.
—De nada.
Al cerrarse la puerta, Timoteo le dijo a doña Ragnhild:
—¡Qué raro que no haya venido madame!
—Sí, en eso mismo estaba yo pensando, a mí también me extraña.
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A las ocho menos veinte se abrió otra vez la puerta. Ahora entraron una señora mayor y dos hombres. La señora se dedicaba a vender chufas y cacahuetes en un cajón plantado al borde de la acera. Uno de los caballeros era mecánico de radios. El otro se pasaba el día, calle de Postas arriba, calle de Postas abajo, diciendo:
—¡Hay piedras, tengo piedras! ¡Piedras para mechero, vendo! ¡Mecheros económicos, mecheros de primera calidad! ¡Mecheros, chisqueros y encendedores! ¿Quiere usted un mecherito, caballero?
Los tres visitantes saludaron a doña Ragnhild y a Timoteo.
—¿Qué tal, cómo están ustedes?
—Bien, gracias, ¿y ustedes?
—¡Vaya, vamos tirandillo!
El vendedor de mecheros le informó a Timoteo:
—Ayer no quisimos venir, ¿sabe usted? Los días de inauguración, con el personal que se reúne y todo eso, son siempre los peores. ¿Verdad usted, que sí?
-Sí, sí...
—Por eso yo les dije a estos que era mejor venir hoy, que estaría esto más despejado.
—Claro...
El mecánico de radios se creyó en la obligación de explicarse.
—Mi señora no ha podido venir; los chicos la atan mucho. Ya me dijo que la disculpara usted.
—Está disculpada. No faltaría más, ¡por Dios!
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A la Matilde, los chicos no la ataban nada, ni poco ni mucho. Los chicos de la Matilde se pasaban el día entero en la calle, cabalgando los topes de los tranvías y pinchando con un palito a los gatos muertos de los solares. Lo que le pasaba a la Matilde es que era rencorosa y, aunque no lo decía, seguía acordándose de la vez que salió por el aire por encima del puesto de chufas.
Los tres visitantes dieron una vuelta al local y se despidieron muy finos.
—Adiós, ¿eh?, hasta más ver, y nuestra enhorabuena.
—Adiós, muchas gracias.
—No se merecen.
A las ocho y diez volvió a abrirse la puerta y entraron tres chicas. Debajo de los abriguillos de algodón, una de las señoritas llevaba una rebeca beige; la otra un sweater color verde manzana, y la tercera, una blusita cruda algo zurcidilla por el sobaco.
Las tres chicas saludaron.
—¿Cómo están ustedes?
—Bien, gracias.
—¿Se acuerdan de nosotras?
—¡Cómo no nos vamos a acordar! La señorita Maru, la señorita Loli, la señorita Conchi...
—Tiene usted buena memoria.
—Sí...
Las chicas dieron su vueltecita y se largaron.
—Nosotras no entendemos, ¿sabe usted? Nosotras no tenemos mucha cultura.
—No, mujer, ¡a quién se le ocurre!
La señorita Conchi opinó.
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—A mí hay uno que me gusta mucho.
Timoteo Moragona y Juarrucho tuvo que contenerse para no abrazarla.
—¿Sí? ¿Cuál?
—Aquél.
La señorita Conchi señaló el número once, Forma.
—¡Pues se la va a llevar usted!
—Pero, ¿qué dice usted? Eso tiene que valer mucho...
—No, eso, para usted, no vale nada; eso es regalo mío. ¡A ver, un periódico para envolverla!
—Pero, yo, ¿dónde lo pongo?
Timoteo Moragona y Juarrucho estaba rebosante.
—¡Eso a mí no me importa! Si no tiene usted sitio, lo tira por la ventana.
La señorita Conchi se marchó con su Forma. A su lado, en silencio y sin entender nada, absolutamente nada, marchaban la señorita Maru y la señorita Loli.
Cuando las chicas se fueron, doña Ragnhild le dijo a Timoteo.
—Has hecho muy bien, Teo; has hecho muy bien.
Los amigos de la A.A.A., pensaban lo mismo que doña Ragnhild.
—Sí, señor, has hecho muy bien, ¡qué caramba! La muchacha ha demostrado más sensibilidad que el pueblo entero, empezando por los críticos.
A las nueve menos veinticinco apareció madame Ginette Dupont de la Brunetiére de la Falaise-Royal. Madame Ginette Dupont de la Brunetière de la Falaise-Royal, como
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de costumbre, no hablaba más que francés. La única persona que podía entenderle era doña Ragnhild.
Madame Ginette Dupont de la Brunetiére de la Falaise-Royal le decía a doña Ragnhild.
—¡Oh, yo soy muy dichosa de ver la bella exposición de mi amiguito Timoteó!
—Gracias, madame.
—¡Oh, yo soy muy dichosa si usted felicita a Timoteó en mi nombre!
—Gracias, madame.
—¡Oh, yo soy muy desgraciada de tenerme que marchar a visitas!
—No faltaría más, madame, son deberes sociales.
—¡Oh, yo soy muy desgraciada de no quedarme más tiempo con Timoteó y con usted!
—Gracias, madame.
—¡Oh, Timoteó es gran artista!
—Gracias, madame.
Madame Ginette Dupont de la Brunetière de la Falaise-Royal se marchó a hacer sus visitas.
Desde que ella se fue, hasta las nueve en que se cerró la exposición, como es costumbre en la sala de la A.A.A., nadie más entró.
[XVIII]
Al otro día, a las siete, no aparecieron ni doña Ragnhild ni Timoteo. Ni a las siete y media. Ni a las ocho. Ni a las ocho y media. Ni a las nueve; hora en que, como de costumbre, se suelen cerrar las exposiciones de la A.A.A.
Los amigos de Timoteo Moragona y Juarrucho, alarmados, se fueron hasta su casa, en
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la calle del Marqués de Zafra, al otro lado del paseo de Ronda.
Allí tampoco estaba el matrimonio. Los realquilados no sabían nada.
—¡Qué raro! ¿Verdad?
—Sí, algo raro sí es.
En la habitación de doña Ragnhild y de Timoteo estaba todo en orden y nada faltaba. Si doña Ragnhild y Timoteo se habían ido, no podían andar muy lejos; todos sus bártulos, aun sin ser muchos, estaban allí.
Si los realquilados y los amigos de Timoteo hubieran mirado y remirado la habitación con mucho detenimiento, quizás hubieran llegado a descubrir que faltaban sus seis cuadernos de apuntes...
[XIX]
De doña Ragnhild y Timoteo nadie volvió a saber nada. Suicidarse, no debieron haberse suicidado, porque los periódicos habrían dicho algo.
Al cabo de los meses, y por algunos detalles que salieron en una conversación, sus amigos medio pudieron localizarlos vendiendo conservol por los pueblos de Albacete, de Toledo y de Ciudad Real...
¡AH, LAS CABRAS!
Se cerró, al caer de las cinco, la tertulia del viejo ateneo de la vieja capital provinciana. Don Servando, el profesor de preceptiva literaria*, el amigo del alma, según él mismo se encargaba de asegurar, de Núñez de Arce* y de don Ramón de Campoamor*, había doblado ya—¡con qué cuidado, Dios!—sus tres cuartos sobre el respaldo de la butaca, y don Manuel, el melifluo escribiente de la notaría de Troncoso, había dicho ya, como todos los atardeceres, aquellas hermosas palabras suyas sobre el negro manto de la noche oscura.
La tertulia —¿desde cuántos años ya?— sólo esperaba esas dos últimas señales para considerar abierta su sesión y cerrada su puerta. Los hombres que la formaban, caballeros conspicuos, conservadores — sin dejar por eso de amar el progreso, naturalmente bien entendido — y amigos de adiestrarse, día a día, en
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perfeccionar sus mismos y cotidianos hábitos, habían antes fumado sus cigarrillos en silencio, habían hojeado la tarde repasando las esquelas de defunción y habían sorbido cautelosamente sus tacitas de café. Allí nadie tomaba la palabra hasta que la reunión se completaba. Era un acuerdo tácito, una norma de derecho consuetudinario muy vieja ya y que nadie se hubiera atrevido, por nada del mundo, a romper.
Se solía tratar de cuestiones serias relacionadas con la vida política y económica del país, y sólo muy de tarde en tarde se toleraba la licencia de hablar de las novias de don Alfonso XII* o de una faena casi inverosímil de Mazzantini*.
La voz cantante la llevaba, por lo común, don Servando, casi siempre el último en llegar. Aquel día, sin embargo, cuando el profesor de preceptiva iba a empezar su perorata, don Daniel, el melenudo don Daniel, le hizo una amistosa seña con la mano, como indicando calma y pidiendo licencia, al tiempo que decía:
—Señores: he estado durante largos años estudiando un problema que siempre ha torturado mi espíritu. Ayer por la noche creo que he dado con el quid de la cuestión, creo que he puesto el dedo en la llaga. Si ustedes me lo permitieran...
Don Daniel era un médico viejo, barbudo y republicano federal. Dicen que de joven tuvo amores con una duquesa muy influyente en la corte, y que un día, cuando se hartó de la dama y se lo dijo, ella, rabiosa, le tiró un frasco entero de vitriolo* que le dejó una horrenda cicatriz en el cuello y en la barbilla.
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De lo que haya de cierto en todo esto, poco sabe, porque tanto el cuello como la barbilla de don Daniel eran algo perfectamente inexplorado. Sus contertulios hicieron un gesto como indicando: hable usted, y don Daniel, con la voz velada por la emoción, dio comienzo a sus conclusiones:
—Señores: la economía de nuestro país amenaza ruina, es ya un viejo fenómeno ante el cual sólo nos queda buscarle una solución y dejar ya de lamentarlo. Voy a ser breve y voy a deciros, tan rápidamente como pueda, la medida, la única medida, para lo que creo debemos solicitar del poder público su rápida implantación: España es uu país, amigos míos, en el que, sin demora alguna, se debe ir al rápido exterminio de la cabra. Creo que es necesario que todas las cabras mueran para que nosotros podamos seguir viviendo. En España, señores, el nivel de vida del pueblo es bajo, porque no tenemos industria. Miremos un poco hacia afuera y no nos será difícil observar que los países con una industria floreciente —la Inglaterra, la Prusia, la Francia — han logrado elevar hasta cumbres realmente insospechadas el nivel de vida de sus habitantes. Y ahora yo pregunto, señores, ¿por qué en España no hay industria? La respuesta se me antoja obvia: en España no hay industria, porque el español es un hombre poco aficionado a trabajar. Y bien, ¿es el español un ser mal dotado para el trabajo, o es, simplemente, un hombre a quien se le han escapado, poco a poco, las ganas de trabajar? He pensado mucho en todo esto que a ustedes, antes que a nadie, comunico, para no tener perfecta
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y lógicamente trabados todos mis argumentos. El español es poco aficionado a trabajar porque, no nos engañemos, la raza está depauperada. No se asusten ustedes, porque mi tesis es constructiva. ¿Por qué está depauperada la noble y antigua raza española? Sin duda alguna porque no come carne. Y el pueblo español, mis buenos amigos, no come carne porque España no es, contra todo lo que se ha dicho, un país ganadero. ¿Saben ustedes por qué? Creo que es bien sencillo. España no es un país ganadero porque carece de pastos. Salvo algunas manchas del litoral del norte, en España los pastos, donde no están sempiternamente agostados, han desaparecido. ¿Tiene arreglo la carencia de pastos? Quiero pensar que sí. Veamos sus causas: en nuestra patria no hay pastos, pura y sencillamente porque no llueve. ¿Y por qué no llueve?, se me puede argüir, ¿qué culpa tenemos los españoles de que sobre nuestro suelo no se derrame esa bendición de los cielos que se llama la lluvia? Bien sencillo es: no llueve sobre nuestros campos porque carecemos en absoluto de bosques. Y esto, señores míos, sin la rápida intervención del gobierno, es punto menos que imposible el conseguirlo. No hay bosques en España porque cuando un arbolito nace, cuando el tierno esqueje se asoma de la tierra a gozar de la tibia caricia del sol, ¡zas!, viene una cabra y se lo come. ¡Acabemos con las cabras si queremos prosperar y progresar! No hay otra solución. Don Gabriel dejó caer pesadamente la cabeza sobre el pecho. ¡Eran muchos años de labor incesante! Sus amigos le miraron aquel día con una ternura infinita...
LA COSTILLA DE ADÁN
En sentido figurado, la costilla de Adán*— e incluso la costilla, a secas—significa la mujer. Sin embargo aquí no vamos a hablar de la mujer, sino de la costilla de Adán, o lo que el boticario de Gaeta tomó por la costilla de Adán in stricto sensu*.
Sobre la localización, a lo ancho de la vieja corteza terrestre, del solar del Paraíso, hay opiniones para todos los gustos. El Paraíso Terrenal, con la cuna de Cristóbal Colón y los límites del Occidente, es cosa que todavía no ha sido localizada o, dicho de otra manera, cosa que ha sido localizada muchas veces, demasiadas veces —por lo menos en todas menos una— con error.
Pero el caso es que el señor Salvatore Scialdone, natural de Vitulazio, provincia de Casería*, y que ejerce en Gaeta sus buenos oficios de boticario, se ha topado nada menos que
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con la costilla de Adán, según asegura con tanta seriedad como solemnidad.
El costillar de Adán — ¡válganos Dios!* — tiene más de dos metros de altura y, en el dique seco de los años, pesa nada menos que dos arrobas. Si el boticario de Gaeta está en lo cierto —cosa que confiamos que no sea verdad — no hay duda de que nuestro primer padre era lo que se dice todo un hombre. Si el tórax viene a representar, calculado muy por lo bajo, un tercio de la total estatura humana, resultaría que Adán andaba por los seis metros de alzada, lo que quizá resulte un poco excesivo, y por los quinientos o seiscientos kilos de peso, lo que ya pasaría de ser una broma.
Nos imaginamos que al señor Salvatore Scialdone, a pesar de sus muchas horas de trabajo y de su indudable buena voluntad, le va a costar mucho trabajo convencer a las gentes de que las costillas que se encontró son, de verdad de la buena, las auténticas costillas del padrecito Adán. No es que exista demasiada bibliografía sobre la materia, pero la gente, ya es sabido, suele presentar cierta resistencia a creerse lo que no se imagina con facilidad.
Si el Paraíso Terrenal estuvo o no estuvo en Gaeta, es cosa que, probablemente, no conseguirá establecer del todo el señor Salvatore Scialdone. En la media filiación de Adán — si a Adán, algún día, se le hiciese la media filiación*— es posible que hubiera que dejar en blanco el apartado de natural de...*
A Cristóbal Colón, que es casi un contemporáneo y que, aunque famoso, quizá no lo sea tanto como Adán, le sucede algo parecido y su
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confusa naturaleza más vale ponerla en cuarentena, ya que desde Genova hasta Pontevedra, pasando por Tortosa y por donde ustedes quieran, son miles las ciudades, las villas y los pueblos que presentan su candidatura apoyada en las muletas ofrecidas por el paciente y reivindicador Salvatore Scialdone de turno.
El Paraíso Terrenal fue situado por unos en la Mesopotamia, a orillas del Eufrates y el Tigris, y por otros, en las proximidades de Almendralejo y a orillas del Guadiana*. Ahora, el señor Salvatore Scialdone lo coloca, por arte de birlibirloque, en Gaeta, a orillas de* su botica, y apoya su teoría nada menos que el auténtico costillar de Adán. ¡Vivir para ver!
Lo malo de toda esta historia — o fábula — de la localización del Paraíso Terrenal es que ha cundido el ejemplo y que una nueva teoría se ha puesto a la cola, a esperar turno para su consideración. Mr. Comyns Beaumont, natural del Somerset*, asegura que el Paraíso estuvo en el Somerset.
El patriotismo, que puede ser virtud, se nos antoja vicio cuando quiere aplicarse a la investigación histórica.
El señor Salvatore Scialdone, como el señor Comyns Beaumont, nos parecen sospechosos de querer arrimar el ascua del Paraíso a la sardinita* de sus bellos y entrañables paisajes conocidos, lo que quizá sea ejemplar, pero lo que, evidentemente, no es plausible.
Guarde sus costillas don Salvatore Scialdone con tanto mimo como esperanza, pero cuídese de no enseñarlas a persona perita en huesos, ya que pudieran invadiarle la más triste de las
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desilusiones y el más negro y amargo de los desconsuelos. Gaeta es bella — el Somerset también— aunque no se consiga demostrar que fue solar del Paraíso, y sus amigos de Gaeta, don Salvatore, el médico, el cura y el registrador de Gaeta, están orgullosos de usted y de sus desvelos, de sus teorías y de sus preocupaciones, de sus ideas, de sus hipótesis y de su fuego dialéctico. No llegue usted a ponerlos en la cariñosa sonrisa de condescendencia, que es la más dolorosa de las condenas: que es la condena perpetua y de por vida.
La costilla de Adán — o eso que don Salvatore Scialdone toma, lleno quizá de buena fe, por la costilla de Adán — es algo que, probablemente, seguirá perteneciendo al secreto del sumario*.
entre la espada y la pared
Entre la espada de su mujer y la pared de un señor que se metió con su mujer, el paciente marido de Danville, Illinois, que no quería enterarse de nada, se encontró con un botellazo que le abrió la cabeza en dos, igual que una ciruela madura.
El hombre, que parece ser que amaba la paz y cultivaba la cachaza, se vio, sin comerlo ni beberlo, rodeado de un tumulto de órdago* a lo grande, de una batalla en la que ni era ni quería ser beligerante, y de una bronca mayúscula en la que le obligaron —a él, a quien rompieron la cabeza — a pagar los vidrios rotos que, según la noticia, parece ser que fueron bastantes.
No es suficiente amar la paz para poder vivir en paz. Tampoco es cierto lo que se dice de que, si uno no quiere, dos no riñen, porque, aun sin reñir, nadie está libre de que lo
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deslomen. El marido de Danville, Illinois, es un vivo ejemplo —vivo de milagro— de esto que decimos.
El, tan apacible, tan tolerante, tan bondadoso, tenía la cabeza quizá poblada de buenas intenciones, pero le hicieron en ella semejante agujero que mucho nos tememos que por él se le hayan escapado, como atemorizadas palomas, toda la varia suerte de sosegadas imágenes que la habitaban.
El marido de Danville, Illinois, no era exactamente un personaje de Calderón de la Barca, pero el hombre sí era, sin duda, un sujeto simpático y comodón que quería — y no le dejaron— vivir sin meterse en líos ni en mayores complicaciones.
El había ido con ella — su mujer — a un cabaret. La historia puede ser tan cotidiana como vulgar. Se sentaron, pidieron un par de whiskies, y se pusieron a mirar para las parejas que danzaban en la pista a los acordes del último bolero o de la penúltima samba. La cosa iba bien y la noche pasaba sin mayores complicaciones, pero... — ¡siempre el pero! — la tormenta estalló, como suele suceder, en el más impensado momento. El otro — un otro cualquiera, no el otro del romance o del vodevil — se acercó a la pareja y se metió con la dama. La dama miró para su marido, a ver si su marido reaccionaba, pero su marido, fumando un cigarrillo deleitosamente, se entretenía en mirar para la bella lámpara que colgaba en medio del techo y para su múltiple y airoso rebrillar. Entonces el otro, y como para que no hubiera lugar a dudas, volvió a meterse — esta vez con saña redoblada — con la señora. Ella, por
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debajo de la mesa, hizo una seña con la rodilla a su marido, y en voz baja le dijo:
—Oye, mira este señor; se está metiendo conmigo.
—¿Quién?
La mujer cogió de la manga al tercero en discordia.
—Este.
—¡Ah! Nada, mujer, no hagas caso, parece buen chico.
A la dama se le subió la sangre a la cabeza, la cara se le arrebató y los ojos, igual que en los cuentos de miedo, empezaron a echarle chispas.
—Oye, escúchame lo que te voy a decir: o matas a este tío o aquí se va a armar la gorda*.
¡Pero, mujer...!
¡Ni mujer, ni cáscaras!*
La señora se levantó, agarró del cuello una botella de soda —que son las ideales para estos casos por su forma, su fácil manejo y su evidente dureza — y, ¡zas!, le sacudió en la frente a su marido.
¡Toma, para que aprendas a defenderme!
Al pobre marido de Danville, Illinois, lo llevaron a una clínica cercana, a ver si todavía tenía arreglo. El otro salió huyendo y los últimos partes del suceso aún no han conseguido localizarlo, y a ella, tan mona, tan joven, tan siempre en su papel, la sentaron delante del juez, en el banquillo de los acusados, a que le riñesen un poco y le pusieran tres dólares de multa, cantidad que —¡oh, paradoja!— habrá pagado el marido, impulsado por ese movimiento de inercia que lleva a la sufrida clase a pagar,
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sin decir oste ni moste, todas las facturas que se le presentan.
Saque quien quiera las consecuencias que más le diviertan del bonito suceso del matrimonio de Danville, Illinois, que una noche, por pura casualidad, tuvo la ocurrencia de irse a pasar un rato a un cabaret.
—Vamonos al cabaret, nenita, a matar el tiempo.
Y nenita se arregló y se puso de punta en blanco. ¡Qué ajeno estaba su marido a que, por poco, el muerto, en vez del tiempo, esa cosa tan abstracta, era esa otra cosa tan concreta y definida que se llamaba — y aún se sigue llamando— su propio pellejo!
MUEBLES A PLAZOS
El diablo, cuando en el mundo empezó a faltar el dinero, inventó el arte de sacárnoslo del bolsillo con malas mañas e inspiró la extraña institución de la venta a plazos, esclavizadora, fatal y, ni qué decir tiene,* mucho más cara.
¿Que tiene usted poco dinero? —se nos argumentó—: ¡no se preocupe!, ya que con la venta a plazos de lo que usted necesite o se le antoje, todo le costará un poco más y siempre tendrá usted, como para compensar, algún cuarto de menos en el bolsillo.
Con este agudo razonamiento, la humanidad que, dígase lo que se quiera, es masoquista*, ya que de no serlo no tendría explicación nada de lo que sucede, picó, se empeñó y se acostumbró, como a la cosa más natural del mundo, a seguir pagando —eso sí, a plazos — los sofás camas que ya, de puro viejos e inservibles,
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duermen arrumbados en el desván, ése limbo de los injustos donde acaban durmiendo su relativamente eterno sueño todos los trastos jubilados.
Pero George Martins, soldado americano de la última guerra*, aprendió muchas cosas en el frente de la vieja Europa y, al volver a su próspero país, se propuso, como quien no quiere la cosa, revolucionar la técnica de las más sentimentales adquisiciones: una butaca para su mujercita inglesa que pronto vendría de las costas de acá, por ejemplo.
George Martins, puesto en el trance de amueblar su hogar, pensó que a una mujercita, la suya, acostumbrada al confort, por lo menos en teoría, no le vendría mal una amplia butaca en la que descabezar un sueñecito, o hacer crochet, o leer a Walter Scott, que para todo sirve.
Y George Martins, hombre dinámico y a quien nada se le pone por delante*, se lanzó, ni corto ni perezoso*, a la búsqueda de su butaca, vamos, de la butaca de la señora Martins, que ya tenía un hijo que era el vivo retrato de su padre, etc.
George Martins recorrió los almacenes neoyorquinos hasta que en uno de ellos — no podemos precisar en cuál — se topó con una butaca que era, exactamente, la que él había soñado: una butaca amplia, sólida, de aspecto inmejorable, bien tapizada, con flexibles muelles, de elegante línea; una butaca, en fin, de setenta y cinco dólares, lo que tampoco es mucho — si se va a ver — para semejante butaca.
Gomo George Martins, hombre ordenado, no tenía setenta y cinco dólares dispuestos
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para gastárselos en la butaca de Mrs. Martíns, optó por llevársela sin pagar, fórmula mal vista, cierto es, pero conocida en todas las latitudes.
Con la butaca en su casa, el ex combatiente George Martins empezó a contarse a sí mismo la bella fábula del hogar recién erigido y pronto ocupado por su vástago y por su mujer, que ya venían navegando por la mar abajo, camino de la nueva patria.
—Qué contenta se va a poner Fulanita —se decía George mirando para el techo — cuando se vea instalada en su butaca. Yo creo que no echará nada de menos a su amada y bien instalada Inglaterra...
Y Fulanita, como todo, tarde o temprano, acabó llegando y se sentó en su butaca y se sintió feliz, verdaderamente feliz; pero a los pocos días de Fulanita, que venía de muy lejos, se presentó la policía, que venía de muy cerca, a preguntar por el sillón.
—Sí, señores — explicó George Martins, a los agentes—, es cierto que la butaca no la he pagado. Yo, ¿qué quieren ustedes?, no tenía setenta y cinco dólares para pagar la butaca. Yo nunca, jamás he tenido setenta y cinco dólares para butacas. Pero yo necesitaba una butaca; mi mujer — ahí la tienen ustedes — iba a llegar de un momento a otro, y mi mujer, señores agentes, es inglesa. ¿Cómo iba a instalar yo en mi casa a una inglesa —aunque esa inglesa sea mi mujer — sin una butaca donde pudiera sentarse, como es costumbre que se sienten las damas inglesas, a descabezar un sueñecito, o a hacer un poco de crochet, o a leer Ivanhoe* del señor Walter Scott?
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La policía neoyorquina, poco conocedora, sin duda, de las costumbres de las damas inglesas, ya que no en balde es, en una proporción del noventa por ciento, irlandesa, cogió de un brazo a George Martins y lo sentó delante del juez.
Pero al juez fue a verlo la mujer de Martins.
—Señor juez —le dijo—, sea usted clemente con mi marido. Mi marido, aunque haya robado esa butaca, no es un ladrón. Mi marido, lo único que quiso fue instalarme un poco cómoda. Perdónelo usted y, sobre todo, procuren que no se enteren en Inglaterra: es una cosa que siempre daría lugar a murmuraciones...
La noticia de la agencia no nos dice cuál fue la determinación del juez. Pero si el juez tiene un fondo de ternura o un mínimo sentido del humor, acabará enviando a Martins a su casa, a contemplar, con el corazón transido de tristeza, el sitio que ocupara, en tiempos mejores, la hermosa butaca de su mujer.
AMADIS DE GAULA
Amadís de Caula* tiene ahora cinco años, se llama Bobby Lemond y es natural de San Antonio de Texas, donde, paladín de las heroínas en desgracia, vive con sus padres, los buenos burgueses a los que todavía no se les quitó de encima el susto que recibieron con el último gesto caballeresco de la criatura.
Papá Lemond, mamá Lemond y el nene Amadís de Gaula, nacido Bobby Lemond, solían pasarse las veladas ante el aparato de televisión, viendo lo que las ondas quisieran traerles y comentando, en la hogareña penumbra, los incidentes de lo que iban viendo: los vestidos de la diva, los bigotes del galán, lo de prisa que corren los competidores de los cien metros lisos, etc., etc.
El día de autos, la familia Lemond estaba asistiendo emocionadamente y con el alma colgada de un hilo* a la televisación —¿podrá decirse así?— de una novela del Far West*;
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con sus buenos y sus malos, sus cowboys y sus cuatreros, sus garitos, sus ferrocarriles en construcción, sus muchachas hermosas y desgraciadas, sus jugadores de ventaja y sus ranchos sombríos y solitarios.
La verdad es que la novela de aquel día era algo que nada dejaba que desear, algo muy entonado y en su papel, y los Lemond — papá, mamá y Amadís de Gaula— se sentían felices e interesados, cada uno desde su butaca.
Pero el guionista del programa, que ignoraba el caballeresco y usual proceder de Bobby Amadís de Gaula, sostuvo más tiempo del preciso una situación angustiosa para la heroína que iba a caer de un momento a otro en las garras del traidor y... aquí vino lo malo.
Bobby Amadís de Gaula se levantó en silencio, encendió a tientas la luz del despacho de papá, abrió el armero, descolgó un rifle, lo montó y con paso de lobo para que el traidor no se apercibiera, se acercó hasta cuatro o cinco pasos de la pantalla, apuntó y, zas, le descerrajó un tiro a quemarropa que lo dejó temblando.
Mamá Lemond, que aunque vivía en San Antonio de Texas no tenía ya los arrestos de las mujeres de los tiempos de su abuela, se cayó de espaldas con el patatús que le dio; papá Lemond se vio atacado de un ataque de ira que tuvo su buen cuidado de contener porque el nene, que seguía la escena con ceño desafiador, no había soltado todavía el rifle, y el aparato televisor, hecho astillas, dejó de funcionar, como era su deber, nadie sabe si al mismo tiempo que dejaron de funcionar también la heroína y su secuestrador.
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Cuando la paz se hizo, Amadís de Gaula, alias Bobby Lemond, el último caballero andante, se acercó a sus padres, a recibir los plácemes por su noble comportamiento, y se quedó de una pieza cuando, en vez de felicitaciones, le dieron un par de azotes y le metieron en la cama sin postre.
Es posible que durante muchos años Bobby Amadís de Gaula no se explique el raro reaccionar de sus padres que, según todas las apariencias, tomaron el partido del raptor y no el de la muchacha raptada, que hubiera sido lo más lógico y lo que Bobby Amadís de Gaula esperaba.
Pero sucede que cada generación tiene sus nortes, sus aficiones y hasta sus manías y sus puntos de vista, y los padres de Amadís, según Amadís desprendía de lo que venían haciendo, preferían al malo y al aparato de televisión en funcionamiento, a la heroína en libertad* y al aparato de televisión en el siniestro otro mundo de las máquinas.
Hay cosas que no tienen posible aclaración, cosas extrañas y capaces de amargar toda una vida. Y lo que acababa de suceder a Bobby Amadís de Gaula era una de ésas.
¿Por qué — pensaba Amadís en la cama, antes de quedarse dormido — se habrán puesto así? ¿Es que no veían* que la iban a coger? ¿Es que les era igual?
No; Amadís de Gaula, alias Bobby Lemond, el último bon chevalier de la Table Ronde* que quedaba suelto por el mundo, pensará, con el buen criterio de los desfacedores de entuertos*, que su gesto no fue entendido porque las gentes, ¡ay!, han olvidado los móviles
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que impulsan a las almas generosas, esos últimos corazones que funcionan alimentados por el fuego sagrado de la ilusión.
Y lo peor es que Bobby Lemond, también llamado Amadís de Gaula 1952, de cinco años de edad, natural de San Antonio de Texas y último paladín de desvalidos, es posible que tenga razón.
Lo que no será nada bueno para todos los demás.
EL BONITO NUMERO
En la lista de los objetos gafes*, el ataúd, con los bizcos, el número 13 y los andamios que cuelgan, los espejos que se rompen, los saleros que se vierten, etc., etc., ocupa un lugar de preferencia que pocos se atreverían a discutir. El ataúd es, por lo común, signo de indefectible muerte, y la muerte, para los supersticiosos y hasta para los que no lo son, no suele ser grato tema de sugerencias.
Pero he aquí, para que nada falte y también para que no haya regla sin excepción, que* en la belga Ostende ha aparecido un ataúd de la suerte, una caja de muerto que aleja la muerte y devuelve, paradójicamente, la salud al destinatario que, lleno de resignación, se disponía a trasponer el umbral* del otro mundo.
El sintomático caso, sobre poco más o menos*, fue el siguiente: un enfermo del hospital, hombre a quien, según el diagnóstico, restaban
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no más que* muy breves días de vida, se encargó como litera para el último viaje un magnífico, un esplendoroso ataúd. Hombre amigo de hacer las cosas bien, el enfermo de Ostende soñaba — ostra en su estuche o perla bien montada, que tanto vale— con un entierro de primera*, con un entierro deslumbrador y memorable. Pero el ataúd que se había mercado tenía, por lo visto, raras propiedades terapéuticas y los cálculos del enfermo presumido fallaron porque el belga farolero*, contra todo pronóstico y casi contra viento y marea*, se puso bueno.
Con su imprevista y recién estrenada salud por delante, el enfermo de Ostende, que ya no necesitaba, al menos de momento, su ataúd, probó de venderlo y se lo colocó, después de hacerle un poco el artículo*, a un compañero moribundo.
— Le vendo a usted mi ataúd —le dijo—; es un ataúd de inmejorable calidad, un ataúd especial y que no tiene par en todo Ostende. Y, además, se lo dejaría barato, casi a precio de ganga*.
—¿Y usted cree que me estará bien?
— ¡Ya lo creo! Usted y yo somos de las mismas carnes*, yo creo que le estaría a usted como un guante*.
Se cerró el trato y el nuevo amo del ataúd, en cuanto lo tuvo debajo de la cama, empezó a sentirse sanar.
— ¡Caray con el ataúd!—pensó—.¡Parece un ataúd antibiótico!
A los pocos días, el enfermo, nuevo amo del ataúd, estaba curado del todo. Cuando le dieron el alta, el nuevo ex enfermo se encontró
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con el mismo problema que su proveedor y amigo: el problema de darle salida a la caja, a la maravillosa caja de muerto que devolvía la salud a sus dueños.
Dicho y hecho, se buscó un sucesor en buen uso, un moribundo serio, y le transmitió la propiedad.
—Mire usted, yo no puedo asegurarle que este ataúd cure, pero ya ve usted lo que nos fue a pasar a mí y a quien tuvo la feliz idea de vendérmelo. ¿Por qué no prueba usted? Y además, si no se cura, siempre tendrá usted un ataúd de señor*, una caja de muerto de postín. ¿La quiere? Se la dejaría barata. ¿Se 1a mando?
—Bueno, mándemela usted —respondió el moribundo de turno con un hilo de voz* —; después de todo, nunca viene mal tener las cosas preparadas.
—Tiene usted razón; yo se la mandaré esta misma tarde.
El nuevo y tercer propietario, quizá por eso de que no hay dos sin tres, se curó también, y el ataúd, que por lo visto sirve para lo contrario de lo que suelen servir los ataúdes, subió de precio por aquello de la ley de la oferta y la demanda.
La noticia que ha llegado hasta uno y que uno glosa*, no aclara si el milagroso ataúd de Ostende, el ataúd de la suerte, siguió curando dueños moribundos o perdió ya y de una vez y para siempre, sus raras propiedades. Después de todo, y al cabo de curar a tres hombres a quienes nadie hubiera aceptado una póliza de seguro de vida, el ataúd de Ostende ya cumplió y con creces.
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Y esto es lo que uno quiere resaltar para aviso de escarmentados y. ¿por qué no? también para escarmiento de avisados. El mundo anda muy revuelto, y lo que le falta al mundo para acabar de revolverse —un ataúd que cure— ya fue a aparecer en Ostende y allí sigue, si el ataúd, a estas horas, no emigró.
Y sus tres amos resucitados, sus tres amos que dieron marcha atrás al pie que ya tenían en el otro mundo, son los testigos, y no mudos sino probablemente alborotadores, del bonito número del ataúd de la suerte, ese ataúd que no sirvió, por fortuna, para enterrar a nadie sino, por el contrario, para devolver la vida a quienes, según todos los cálculos, había de enterrar.
Y es que hoy las ciencias adelantan — uno no se cansará jamás de repetirlo — que es una barbaridad. Y además pasan cosas raras, ¡pero que muy raras!*
EL ABRELATAS DE ORO
En los escaparates de The Abrelatas Co. Ltd. of Cleveland se lucía, entre modelos infalibles, piezas fieramente dentadas, y brilladoras herramientas capaces de destripar y pelar, como si fueran naranjas, los tanques y las locomotoras, un bonito ejemplar fundido en oro e incrustado de piedras preciosas que, salvo para adorno y propaganda, venía a servir para muy poco más.
La señora Parker —o la señora Smith, o la señora Jones, ¿qué más da? —, para librar de su metálica cárcel a sus espárragos con mayonesa, a sus patos a la naranja, a sus lenguas de estorninos del Canadá o a sus bonitos* en escabeche, usaba siempre, porque una larga experiencia le indicaba que eran los mejores, los más cómodas y los de mayor seguridad y precisión, los abrelatas de la T.A.C.L.O.C., los abrelatas que admiraba todo el Estado de Ohío.
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—¿Me da usted un abrelatas, please? —decía, de cuando en cuando, la señora Jones, o la señora Smith, o la señora Parker, ¿qué más da?, dirigiéndose, sonriente, al muchachito con aires de recluta recién licenciado que se apoyaba por la parte de dentro del mostrador—, el último que me llevé de aquí me dio muy buen resultado.
Y el dependiente de la T.A.C.L.O.C. devolvía la sonrisa, cambiaba el chicle de carrillo con un gesto muy de estar al cabo de la calle*, se volvía sobre sus talones y desenvolvía un abrelatas cualquiera, aquel que tenía más a mano.
—¿Este?
—Pues, sí, este. ¿Usted cree que me dará buen resultado?
El mocito volvía a sonreír, esta vez con el displicente empaque de los ejércitos de ocupación.
— ¡Por favor, señora! ¿Cuándo se ha llevado usted un abrelatas de esta casa que no le haya dado un resultado inmejorable?
La señora Smith —o la señora Parker, o la señora Jones, ¿qué más da?— respondía, casi avergonzadamente:
—Sí, sí, ¡esa es la verdad!
— ¡Pues, claro, señora! ¡Pues, claro!
Pero un día... ¡Ah! ¡Fue aquel un día aciago en los anales de la T.A.C.L.O.C.! ¡Un día nefasto en su historia! ¡Un día que Dios haga que no vuelva a repetirse jamás!
Un día, el abrelatas de oro con incrustaciones
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de brillantes, de zafiros, de esmeraldas y de rubíes, desapareció del escaparate sin que nadie pudiera darse cuenta ni nadie supiera qué diablos había sido de él.
Todos los empleados y dependientes de la T.A.C.L.O.C. fueron minuciosa y concienzudamente interrogados por el detective particular que había designado la gerencia*. La gerencia estaba tan incomodada que hizo saber a todos sus dependientes y empleados:
—Un detective los interrogará a ustedes, uno por uno, concienzuda y minuciosamente. Si ustedes se obstinan en no decir la verdad, llamaré a los guardias para que los interroguen hábilmente. Ustedes serán los que elijan el procedimiento.
Y los empleados y dependientes de la T.A.G.L.O.C. se estremecieron, unos más, otros menos, ante el panorama que se les ofrecía.
Uno de los que más se estremeció fue el mocito tontín* y tarambana de la sonrisa eterna, un mocito apalominado* y de quien nadie podía fiarse porque era capaz de estarse quince días seguidos sin dar pie con bola* y confundiéndolo todo, absolutamente todo.
La señora Parker —o la señora Smith, o la señora Jones, ¿qué más da? — estaba rabiosa con el mozo que, en los momentos solemnes, cambiaba el chicle de carrillo con el gesto de quien está ya al cabo de la calle.
—¿Qué me ha vendido este condenado? ¡Este abrelatas no sirve para nada? ¡Qué
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barbaridad! ¡Estas cosas no pasaban antes de la guerra! ¡Vergüenza le debía dar a una casa tan seria como la T.A.C.L.O.C. vender estas porquerías!
Y la señora Jones —o la señora Smith, o la señora Parker, ¿qué más da?— cogió su automóvil y se presentó, hecha un basilisco, en la tienda de la T.A.C.L.O.C.
—¿Qué es esto?—rugió.
El mocito dependiente se emocionó tanto que no pudo responder en unos instantes.
Después, tartamudeando, pudo balbucir unas palabras sin demasiado sentido:
—Señora Smith, o señora Parker, o señora Jones, ¿qué más da?, esto... esto...esto...esto es el abrelatas de oro... el abrelatas de oro...el abrelatas...
—¿De oro?
—Sí...sí...sí...De oro... El abrelatas de
Cuando el petimetre se serenó, llamó al gerente. Cuando el gerente llegó, felicitó a la señora Parker, o a la señora Jones, o a la señora Smith, ¿qué más da?
—Su rasgo de honradez, señora, es algo que la T.A.C.L.O.C. no olvidará jamás. En nombre del consejo de administración, señora, me permito ofrecerle a usted este cheque de cien dólares y un eterno suministro de abrelatas de primera calidad absolutamente gratis y con carácter vitalicio. El espíritu de Abraham Lincoln...
La señora Smith, o la señora Parker, o la señora Jones, ¿que más da?, tardó algún tiempo en entender.
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—Gracias, muchas gracias...Oiga, presidente, ¿usted cree que este abrelates funcionará mejor?
— ¡Mucho mejor, señora, mucho mejor! ¡Quién lo duda!
Como en las novelitas de Carolina Miller*, un sol de concordia se extendía por el cielo de Cleveland, Ohío.
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UN TAXI DE PUEBLO
El señor don J.G.N. publicó sus aleccionadoras experiencias sobre la cotidiana lucha contra el taxista. En sus líneas, el señor don J.G.N. denota una pericia y una habilidad sin límites tanto en uno como en el otro difícil arte de polemizar con los conductores de taxi y de legarlo—a través de la donosa palabra escrita— a la posteridad. El señor don J.G.N. nos instruyó, además, dándonos todo un compendiado curso de carácter entero y verdadero. Después de leer los alegatos del señor don J.G.N., quien estas palabras escribe sintió renacer en el fondo más hondo de su corazón, la viva llamita de la rebeldía, la temblorosa llamita que si no se emplea no más recién nacida, degenera al poco tiempo en gris candelilla de encender cigarros.
Quien estas palabras escribe tiene también — ¿cómo no? — su particular sucedido. No es,
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ciertamente, ni tan hermoso, ni tan ejemplar, ni tan polifacético como los del señor don J.G.N., pero — salvando, como es natural, las debidas distancias — tiene también, sobre todo si se le observa con ojos cariñosos, cierta belleza: un poco — ¿cómo diríamos?— la belleza de las cosas pequeñas referidas a un pequeño sujeto, a un sujeto como el cronista sobre poco más o menos*.
El caso fue que quien estas palabras escribe — volcando la memoria como un cantarillo de fluido, marrón postre de leche sobre las cuartillas — regresaba una noche, ya tarde, paso a pasito, calle de Goya arriba, camino de su casa.
Uno es un tanto noctivago y deambulatorio* y gusta de los paseos solitarios, a media madrugada, cuando desearía ya — ¡y nunca se arrepiente! — llevar varias horas en la cama. Los paseos a solas, sin rumbo ni aproximado, con las manos en los bolsillos y el caminar lento, casi olvidado, son un barato placer que los dioses reservan y otorgan a los hombres con buena voluntad y escaso bolsillo.
Pues bien; a la altura de Alcalá y Torrijos, uno, cansado ya de caminar, paró un taxi con ánimo de que le arrastrase los ya pocos metros que faltaban para llegar hasta su casa. Abrió la portezuela, se sentó y sentado y contemplando los cogotes del conductor y el ayudante, se dejó llevar los doscientos pasos mal medidos que le separaban de su portal. El conductor iba, como de costumbre, a oscuras, pero uno se conformó pensando que, aun de ir iluminado, en ningún caso hubiera podido verlo: el ayudante, celoso de su oficio, se lo
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hubiera impedido aun a cuenta de las contorsiones más extrañas y más inesperadas.
El tiempo pasó pronto, como es natural, uno se apeó y entre él y el ayudante se desarrolló este hermoso diálogo:
—¿Cuánto es?
—Tres sesenta, señor.
Uno hubiera esperado que el marcador no saltase ni una sola vez. Una veinte, si resultaba ser de los taxis arreglados, y cero ochenta más cuarenta — una veinte también — si salía de los antiguos.
—Pero, ¿no está estropeado el aparato?
—No, señor; está bien.
—Es que...Me parece un poco caro, ¡qué quiere!
—¿Caro? ¡No, señor! ¡Qué va a ser caro! Es la tarifa, vea usted: marca una ochenta, el doble es tres sesenta. ¡Vamos, digo yo!*
—No. perdón. Que tres sesenta es el doble de una ochenta, también lo digo yo; lo que ya no digo es que deba ser eso. ¿Por qué marca tanto? ¿Por qué me quieren, además, cobrar el doble?
El ayudante puso un ademán beatífico y con su mejor sonrisa, exclamó:
Es que este taxi, señor...¡es de pueblo!
Uno se quedó de una pieza. Miró el taxi con tanta extrañeza como detenimiento, y vio que en la portezuela, debajo de la palabra Taxi se leía la palabra Canillejas.
—Y además nosotros, los de pueblo, tenemos otra tarifa—añadió dulcemente el ayudante—, es otra ley, ¿sabe usted?
Uno —que también es de pueblo, como el taxi— sintió una violenta sacudida que le
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recorrió, de arriba abajo, todo el espinazo. Pensó responder que los viajeros de pueblo tenían también sus peculiares costumbres — no pagar, por ejemplo —, pero no se atrevió. En vez de lo que había pensado, su boca, al abrirse, susurró un tímido:
— Bien, bien; ¡es curioso esto! Bueno, después de todo es la ley...Claro, es la ley. Bien, ¿tiene usted la gentileza de cambiarme este duro? Si no tiene cambio, no importa, ya me lo dará otro día... ¡Parece que hace buena noche! Lo malo es que ahora ya vamos para el invierno...
Uno iba embalado, no podía parar. Hablando hablando, llegó a quedarse solo, con las vueltas en la mano, en una postura de sonámbulo, mirando para el taxi de pueblo que, al alejarse, hacía sonar violentamente sus hierros, como desafiando.
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EL SEÑOR AGENTE
Uno, que a veces siente ciertos insospechados raptos de ternura y buena intención, se subió la otra mañana —¡nunca lo hubiera hecho! — a un tranvía de los bulevares. Uno esperó pacientemente en la parada — no recuerdo bien si discrecional o diferida, que de todo hay — a que el tranvía llegase y se parase, más bien en seco y de golpe, como suele hacerlo. Uno cedió, como en los tiempos buenos, su sitio a las señoras, los ancianos y los niños — lo primero a cuya salvación debe atenderse en los cataclismos —, y uno se quedó medio colgado en el estribo, en postura un tanto desairada y en compañía de tres agentes de la autoridad: dos representantes, vestidos de gris, del señor Director General de Seguridad; y un representante, vestido de azul, del señor Alcalde.
Aliados en el peligro, uno y los tres agentes formábamos una compacta pina cada vez que nos cruzábamos con un carro, o nos esponjábamos
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como un pavo real cuando el próximo horizonte se presentaba despejado. Estirándonos y encogiéndonos llegamos hasta cierta plaza, plazuela o glorieta — uno no recuerda bien — y allí, cuando la unión hubiera hecho la fuerza y uno, ¡ay!, se hubiera ahorrado un duro, los tres agentes de la autoridad le dejaron a uno en descubierto, se hicieron los suecos, como suele decirse, y el crimen, el horroroso crimen, se consumó.
Al principio uno no notó nada. Entre el estruendo de la calle y siempre preocupándose uno de esquivar ese farol que, ¡parece puesto a propósito!, tan cerca queda de nuestras costillas, no es nada extraño que se pierda — o que se confunda — el acre, estremecedor silbido de un guardia colérico. El pito siguió sonando, cada vez más violento y autoritario; el tranvía se paró y en ese mismo momento uno empezó a untuir que algo grave se avecinaba. Fue una sensación rara, un presentimiento que a uno, como en un rapto, le llenó de pavor; algo parecido, quizás, a la adivinación del lobo, que nos sobrecoge la entraña segundos antes de dejarse ver.
Los naturales de tierra lobera llaman alobarse al estado de ánimo que se forma en el caminante cuando, antes de encontrarse con el lobo, sabe ya de cierto que, de un momento a otro, se lo ha de topar, y uno — por generalización — piensa si no sería oportuno explicar lo que entonces le ocurrió diciendo, sin más, que se sintió aguardado (participio pasivo del verbo reflexivo aguardarse.)
Pues bien; el aguardamiento de uno duró breves latidos. Pronto el guardia apareció:
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fino, circunspecto, correcto y saludable (nos es relativamente grato reconocerlo y dedicar un lejano saludo, de paso, a aquel viejo profesor que uno tuvo — ¡hace largos años ya!—y que se pasaba la vida diciendo la hermosa y aleccionadora frase de que lo cortés no quita lo valiente.)
Uno, a requerimiento del cuarto agente y todavía no repuesto del estupor que le produjo la defección de los otros tres y su poco espíritu de solidaridad, se apeó del tranvía y se arrimó a la acera. Caminando los diez pasos que caminó, a uno se le antojó pensar que, en realidad, debía perdonar a los tres guardias que se quedaron en el estribo, ya que, bien mirado, para eso eran guardias y alguna ventaja habían de tener.
Con los sentidos oreados por el perdón que acababa de otorgar a sus compañeros de viaje, uno sonrió, un poco azarado, mientras unos vecinos que se entretenían en contemplar cómo los obreros municipales ahondaban, incansables, en el pavimiento, próximos ya — ¡quién lo sabe! — a descubrir el tesoro, prefirieron dejar para más tarde el ejercicio de ver trabajar a los demás y optaron por el nada aburrido espectáculo de ver multar al prójimo.
Uno, que en su vida había levantado semejante expectación*, estaba, allá en su fuero interno, bastante satisfecho. Miró para los lados, como cuando so viaja en un coche lujoso, para ver si encontraba alguna cara amiga, y un escalofrío de desamparo le recorrió el espinazo cuando se encontró tan profunda e irremisiblemente solo.
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El guardia sacó una libretita, apuntó unas cosas con lápiz, arrancó un talón blanco con un cinco verde en el medio, grande y bastante claro, sonrió, ¡tan fino!, y dijo con la voz velada por la emoción:
—Caballero, son cinco pesetas.
Era un día bueno, un día de esos en los que uno lleva un duro e incluso más en el bolsillo, y uno, procurando no temblar ni descomponer la figura, echó mano de la cartera, sacó su duro, lo miró a hurtadillas y por vez postrera con tanto cariño y fijeza tal que recuerda su número (era el duro D 2843894, un durito hermoso, limpio y planchado, lleno de firmas y con un dibujo que representaba a Isabel la Católica* mirando para un papel que le enseñaba Cristóbal Colón), lo dio en silencio y, tímido como según es su natural, preguntó en un susurro:
—¿Me puedo ir?
El guardia dijo que sí y uno se metió en una cervecería a reponerse. Sacó el papel, lo leyó con cuidado y... no le faltó nada para llorar. El mundo, señores, es una atroz, una terrible injusticia. A uno, que viajaba —no por sport, sino porque no cabía dentro— en un estribo de tranvía, le sacó un agente de la Autoridad un duro y le dio un justificante que, copiado a la letra, decía así:
Sanción de cinco pesetas por: Primero. Llevar los carruajes, púas, garfios y otros dispositivos que ocasionen daños (art. 60). Segundo. Emplear medios violentos para repelar a los menores que intenten subirse a la parte posterior de los vehículos (art. 60). Tercero. No reducir el alumbrado en el cruce
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con los vehículos de tracción animal (art. 148). Cuarto. Ostentar el cartel de Libre los vehículos de servicio público urbano después de estar ocupados por uno o más pasajeros (art. 81). Quinto. No llevar un ejemplar del Código de Circulación vigente, o de las tarifas (art. 177).
A uno se le ocurrieron pensar dos cosas: Primero, que se dice mucho, mucho derecho no hay, y segunda, que la vida sube porque esos papelitos, antes, no se los daban más que a los que iban en automóvil.
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LAS CORBATAS
Según aseguran los sociólogos —y nosotros nos permitimos pensar que sus motivos tendrán para asegurarlo — las guerras, las epidemias, el hambre, las catástrofes y similares, suelen implicar un descenso de la moral en las conciencias, un desequilibrio en los vasos comunicantes del alma. Los sociólogos vienen con esto a respaldar un poco la tesis de que la moral es un lujo supuesto, contra el que lleva veinte siglos de denodada lucha el cristianismo.
Lo evidente — sin meternos en demasiadas honduras, ni en camisas de once varas, ni en berenjenal alguno— es que las guerras, cuando van seguidas de la derrota, hunden aún más los espíritus en la sima del egoísmo, que es una de las determinantes — con el sexo y el estómago de los médicos vieneses — de las actitudes del ser humano ante los demás: no del hierático ser humano que asiste, más
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o menos impasible, al entretenido espectáculo del mundo, sino del histriónico* ser humano que actúa, con mayor o menor honestidad, sobre las tablas del gran ballet de la vida, a la cruda luz de sus violentas candilejas.
La última guerra mundial — la guerra que todos los hombres blancos habíamos perdido ya el día en que se disparó el primer fusil — ha traído, entre otros signos de podredumbre, la derrota de la corbata.
Nunca, desde que se anudó al cuello del hombre para que los otros hombres supieran que quien pasaba era un caballero, ha sufrido la corbata, como institución un embate más serio que en estos últimos tiempos. La corbata, como muestra de atildado señorío, ha desaparecido, y las gargantas aparecen hoy desnudas o, lo que es peor, anudadas por un trozo de seda detonante, brillador, hiriente, que cualquier cosa, menos señorío, pueden indicar.
Decía el dandy inglés que la corbata ha de ser algo tan entonado, tan en su sitio, tan discreto y noble que nadie, vuelto ya de espaldas el hombre que la lleva, pueda describirla ni aun recordarla precisamente.
Los tiempos del dandy inglés eran los tiempos en que el dinero, sobre poco más o menos, coincidía con la nobleza y con el buen gusto de la cuna. Entonces el comercio, a más de ser un ruin entretenimiento, no era todavía una fábrica de hacer billetes de banco con multicopista*, y los cuellos encorbatados, aquellos que sintieron la caricia de la corbata desde los días de la primera comunión, no echaban demasiado en falta* la necesidad de llamar la atención del transeúnte sobre su paso.
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Madrid que, en general, tenía cierta justificada fama de ciudad bien vestida en sus hombres y bien calzada en sus mujeres, nos está ofreciendo este verano el desdichado espectáculo del sincorbatismo y la deprimente visión del corbatismo a la americana; algo así como una fantasía de pastelero moruno enloquecido. Aún no hemos llegado a conclusión alguna sobre cuál de los dos fenómenos es peor, altera más nuestro hígado o descompensa más nuestro sistema nervioso.
Ante un señorito con la pechuga al aire — el señorito de pescadora que aprovecha el calorcito, cuidadosamente, esmeradamente, para presumir de fuerte y enseñarnos los rizos del pecho— y otro señorito con una corbata amarilla con la silueta de Frank Sinatra* unas lentejuelas de auténtica lata superpuestas, nosotros, la verdad, aún no hemos tomado partido. Afortunadamente tampoco se nos ha exigido optar.
¿Por qué, santo Dios, se han perdido aquellas nobles corbatas de pañuelo, aquellas reconfortadoras corbatas enteras, de color granate o azul, que tanto sosiego daban a nuestras conciencias? ¿Dónde están? ¿Qué se ha hecho de ellas? ¿En qué ignotos abismos se han hundido? ¿Qué tristes pozos del olvido se las han tragado?
Uno, lo confiesa sin rubor, no tiene más que una corbata, una corbata para todo, como las criadas baratas, una corbata que somete a los más crudos hielos de la navidad, a los más jolgoriosos chubascos del carnaval, a los más atroces calores del estío. Uno, un día que su corbata empezó a cosechar las patas de gallo [249] de su vejez y a desflecarse por la parte del nudo, se echó a la calle, un poco entristecido, esa es la verdad, en pos de otra corbata para sustituirla. Guardaba por su vieja corbata mucho más respeto que aquel betanceiro* por su vieja mujer, que a sus cincuenta años corrió el riesgo de que su hombre la llevase a la feria de la ciudad a cambiarla por dos mozas de veinticinco. Pero su respeto y su cariño no llegaron a cegarlo hasta el extremo de negarle la evidencia de la vetustez de su corbata. Visitó amigos que le aconsejaran, frecuentó elegantes centros de reunión para inspirarse y recorrió todas las camiserías de que tuvo noticia. Todo fue inútil. Madrid estaba sin corbatas. Entre docenas de miles de corbatas, ni una sola corbata era capaz de sustituir a la corbata vieja. Uno, con el rabo entre piernas, regresó a su casa mustio y cariacontecido y se metió dos días en la cama; el tiempo que tardaron en el tinte, el instituto de belleza de su corbata, en regenerarla, en alisarla, en devolverle un poco su prestancia, su lozanía y casi, casi su misma apariencia de la juventud.
FÁBULA DEL CARNERO DE ORO
Qu'on m'aille soutenir, après un tel récit, que les bêtes n'ont point d'esprit!
La Fontaine.*
El carnero de oro se llama Estanislao, como cualquier pobre, y cobra las patadas a treinta mil duros. Su dueño, don Leufrido de Escodinas y Orpí, conde de Casa Lahorra, lo cuida con mucho miramiento (por la cuenta que le tiene) y por las noches, para que no coja anginas ni catarros, lo arropa bien arropado* con su barba, bajo la que el carnero de oro desaparece (porque es muy elástico y mimoso).
Estanislao es natural de Burriana, provincia de Castellón. Estanislao iba para naranja grano de oro*, pero después, con eso de las mutaciones, se convirtió en futbolista carnero de oro; a los elegidos no suele importarles, ni poco ni mucho, el decorado para su ulterior realización*. Estanislao es obediente y sentimental, intuitivo, ordenancista* y atlético. Estanislao aprendió a leer y a escribir y las [251] cuatro reglas* y, a veces, hasta discurre con cierta soltura.
—¿Y sabe de cocina?
—Pues no. De cocina, la verdad, es que sabe más bien poco; lo que suele decirse un corriente: ensalada de lechuga, ensalada de tomate, huevos fritos, sopa de ajo, sopa prisa, flanín, etc. ¿Por qué me lo pregunta?
—No, por nada; para hacerme una idea.
Don Leufrido de Escodinas y Orpí, conde de Casa Lahorra, no pierde nunca de vista al carnero de oro, no vaya a hacer el diablo que se lo desgracien las malas compañías, tan abundantes —por desgracia — como descaradas.
—Tú consérvate y sacude candela* al balón y a los defensas del equipo enemigo, que ya tendrás tiempo de divertirte cuando cumplas los cuarenta años.
—Sí, señor: muchas gracias por su inteligente consejo.
Estanislao suele retratarse de pie, con una mano en la cadera y la otra apoyada, casi displicentemente, sobre un velador. Estanislao, por regla general, sale tan bien en las fotografías que parece un novio (muchos novios de verdad salen peor y más escorados). Estanislao no es novio de nadie, no tiene novia. Una vez, por la radio, dijo que era muy joven para pensar en esas cosas y que su única novia era el fútbol. La original declaración fue muy del gusto de los aficionados* y al domingo siguiente, al saltar al campo, lo premiaron con una ovación cerrada* y estruendosa.
— ¡Viva Estanislao, modelo de profesionales pundonorosos! —rugía el graderío*. [252]
— ¡Viva!—coreaba con entusiasmo el mismo graderío.
Estanislao, embargado por la emoción, correspondió repartiendo besos por doquier.
—¿Por doquier?
—Sí, por doquier. ¿Qué pasa?
—No, nada; por mí, no pasa nada.
Estanislao cuida su forma física con mucha aplicación, y cuando se levanta hace gimnasia respiratoria (un, dos..., un, dos..., un, dos...) en la galería. Los vecinos, orgullosos de su vecindad y un poco cómplices de su triunfo, lo ponen como ejemplo a los viciosos parientes recién importados de la provincia (que van a hacer oposiciones* a la capital, sin tener ni ciencia, ni salud, ni recomendación, ni suerte, ni ganas siquiera).
—¿Y al menos, te sabes el programa de memoria?
—Hombre, ¡como saber, saber...!*
Estanislao se ducha con agua fría cada mañana. Los vecinos no lo ven, pero, adivinada-mente, también lo ponen de ejemplo al primo bronquítico y listillo* que lo único que sabe es jugar al billar.
—Puedes empezar por lavarte los pies. A medida que te vayas acostumbrando ya irás subiendo.
—Sí, claro, ¡eso se dice muy pronto!
A Estanislao no le llaman el carnero de oro. Estanislao es un carnero de oro. A los perros tampoco les llaman perro, sino Lobito, Moro, León, etc. Estanislao está muy imbuido de su papel* de carnero de oro, que representa con muy estudiado y eficaz empaque. Don Leufrido de Escodinas y Orpí, conde de Casa Lahorra, [253] se lo enseña a los forasteros y a algunos, a los más distinguidos y conspicuos, hasta les permite que lo toquen un poco, sin abusar.
En los partidos difíciles, a Estanislao le dan una copita de ceregumil, en el descanso, para que cobre fuerzas y rinda hasta el máximo de sus posibilidades. Partidos hubo en los que Estanislao, se conoce que a efectos del ceregumil, salió con tantos bríos en el segundo tiempo, que al final hubo que recurrir a la fuerza pública* para convencerlo de que ya todo había terminado. El celo de Estanislao, algunas tardes, se manifestaba tan a lo vivo, que a los espectadores delicados del corazón tenían que darles aire* para que no se quedaran como pajaritos: muertos de repente y sin decir ni mu.
Lo que en los toros se llama casta, en los futbolistas es clase. Hay toros con casta, mucha casta, y futbolista con clase, mucha clase. Otros, en cambio, son ganado moracho*, carne de matadero, reses de saldo y liquidación por fin de temporada. La casta, en los toros, no es la bravura o, al menos, no es sólo la bravura. Con la clase de los futbolistas pasa igual. Hay futbolistas mansurrones* y con mucha clase que suplen el arrojo con ciencia. Estanislao es muy completo. Estanislao, además de clase, tiene valor personal y sacude estopa* con entusiasmo y sin discriminar. Estanislao es lo que se llama un deportista completo: duro, incansable, peleón, oportuno y que además discurre (dentro de las lógicas limitaciones que cabe suponer).
A don Leufrido de Escodinas y Orpí, conde de Casa Lahorra, los íntimos le dicen Américo [254] Vespucio, se conoce que por eso de los descubrimientos, y los no íntimos —que suelen ser unos desaprensivos— le dicen cosas peores, que sería incluso feo repetir. El conde, con gesto prócer y olímpico ademán, hace oídos de mercader a las insidias y no se las cuenta a Estanislao, para que no se disguste. Los carneros de oro son rentables, cierto es, pero también histéricos o al menos propensos a la histeria. Don Leufrido de Escodinas y Orpí. conde de Casa Lahorra y dueño del carnero de oro Estanislao, es también su esclavo y su nodriza. El poder y el dinero tienen sus servidumbres, exactamente lo mismo que la debilidad y la inopia. En el Guzrnán de Aljarache* se dice que el dinero calienta la sangre y la vivifica, pero en su segunda parte, en la que escribió Lujan de Saavedra, también se dice que no hay montaña tan alta que no la suba un asno cargado de oro. Ni Estanislao ni el conde saben cuál de los dos Guzmanes tiene razón.
COMO A PERRO
POR CARNESTOLENDAS
...puesto Sancho en mitad de la manta, comenzaron a levantarle en alto y a holgarse con él, como con perro por carnestolendas*.
Quijote.
. . .comenzaron a levantarme en el alto, manteándome como a perro por carnestolendas.
Marcos de Obregón*.
El de perro es mal oficio, un oficio sin términos medios: se conoce que entre los perros no hay clase media, sino áurea aristocracia y mugriento y hambriento peonaje. Unos perros viven como duques y comen pechuguitas de pollo y beben leche, y otros, en cambio, husmean por los mataderos, llevan palos y, cuando viene el carnaval, salen volando por los aires, con el espinazo partido en dos. A los perros, por carnestolendas, los pintan a franjas para mayor y más cauteloso escarnio propio y regocijo de los demás, y así, cuando van por el aire, la gente dice: «¡parecen mariposas!», y disfruta honestamente y sin hacer daño a nadie (el perro no cuenta, que para eso es perro y no concejal, digamos, o propietario de una cadena de tiendas de souvenirs).
A Blas Tronchen, Harinita, cuando terminó el partido, lo pusieron en mitad de la manta
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y comenzaron a levantarle en alto y a holgarse con él, como con perro por carnestolendas. La escena fue de mucho chiste y crueldad, y el público, mientras a Blas Tronchón, Harinita, le molían la osamenta, gozó con muy recatada compostura.
—Que no hubiera fallado el penalty*, ¿verdad usted?
—Claro, eso es lo que yo me digo: que no hubiera fallado el penalty. ¡Así aprenderá a afinar la puntería*!
Blas Tronchen, Harinita, tenía un chut* potente y despiadado que era el orgullo de los seguidores del equipo del club y el terror de los porteros enemigos. Blas Tronchen, Harinita, era muy habilidoso y lo mismo chutaba con una pierna que con la otra; la cabeza, por fuera, también la usaba bien y con oportunidad. Blas Tronchón, Harinita, era el verdugo de los penaltys, el fiero y frío ejecutor de la pena de muerte del fútbol. A veces, sin embargo, marraba el golpe y entonces sus compañeros, al terminar el partido, lo manteaban como a perro por carnestolendas, para que escarmentase.
—¿Pero qué están haciendo ustedes con ese desgraciado?
—Nada, señora; manteándolo, para que aprenda a apuntar mejor. Y, además, no es ningún desgraciado, que es el famoso Blas Tronchón, Harinita, nuestro delantero centro, siete veces internacional*. Nosotros somos unos mandados, no hacemos más que cumplir órdenes.
—¿Del entrenador, ese fantasma sin caridad?
—No señora, de nuestras conciencias.
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Blas Tronchón, Hariníta, es escribiente de la fábrica de piensos compuestos Ruiz Hermanos, famosa hasta en el extranjero por la fina calidad de sus productos. Su jefe, don Felipito Lanzarote, hace gimnasia yoga, a escondidas, para que no se rían de él. Don Felipito es un enano muy aplicado, que gasta medio tacón*, escribe versos y duerme de redecilla* (como las tuberculosas coquetas de hace treinta años y las viudas de los brigadas del cuerpo de carabineros). Blas Tronchón, Harinita, que es un subalterno de mucha confianza, le ayuda a marcarse las ondas con saliva.
¿Y por qué fallaste el penalty ayer, desgraciado?
¡Cosas, don Felipito! ¡Las cosas de la vida, ya ve usted!
Cuando Blas Tronchón, Harinita, durante el manteo, va por los aires, aprovecha para pensar.
—Las rubias suelen ir a tribuna y las morenas a general*; se conoce que los novios de las rubias andan mejor de cuartos*. Don Felipito dice que no, que eso no tiene nada que ver. Magdalenita, la del registrador, que es morena, está novia de un mozo que acaba de heredar una verdadera fortuna, de un mozo más rico que nadie, el Samuel (que mira contra el gobierno y tiene las orejas como coliflores). Algo pasará, pero en tribuna se ven más rubias y en gallinero, en cambio, más morenas; a lo mejor es que las tuesta el sol, ¡quién sabe!
El arte del manteo (¡se dice manteamiento, joven, se dice manteamiento!) es el hermano tonto del arte del diábolo*, que es el distinguido -
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y listo, el hermano juguetón y elegante (y distinguido y listo). En el corazón de las niñas que juegan al diábolo anida la cautelosa larva del pecado mortal, el somnoliento gusanillo que, a veces, si le llegan a brotar alas de colores, se convierte en caprichosa y voluble palomita. Cuando Blas Tronchón vuela por encima de las cabezas de sus manteadores (igual que flota sobre la cabeza de la niña el falso relojito de arena del diábolo), va pensando:
—A don Felipito pronto lo jubilan; a los enanos los jubilan jóvenes, para que no den la lata. Un enano latoso es malo de llevar con paciencia*. Don Felipito es muy gimnástico, pero gasta tacón cubano, como los cantaores*. Cuando tire otro penalty voy a poner mis cinco sentidos, a ver si acierto; estos bárbaros me van a moler, con tanto cumplir las órdenes de su conciencia. Yo me quedo con los enanos sin conciencia, con los enanos desaprensivos, con los enanos desalmados; en el fondo, como casi no tienen resuello, son más llevaderos. Las morenas no tienen nada que envidiar a las rubias; al revés, tampoco. Yo no quiero hacer juicios temerarios sobre nadie, no merece la pena.
A los bomberos, cuando mantean a los damnificados de las inundaciones (por regla general, al grito de ¡viva el tumulto y el cachondeo*!), les abren expediente y terminan por echarlos a la calle.
No se lleve usted el casco; déjelo en el perchero, por favor.
A pesar de su fea acción, lo que no suelen hacer con ellos es mantearlos como a can por
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antruejo* (dolorosa y humillantemente). Blas Tronchón, Harinita, es un triunfador al que no se perdona que no triunfe. La gloria tiene sus exigencias, sus caprichos y sus duros portazgos.
—¿Te cambiabas por don Felipito, Blas?
—No, señora.
—¿Y por un bombero?
—Tampoco.
—Entonces aguanta marea, muchacho, y confórmate con que te manteen cuando marras el golpe. Los hay que están peor.
A Blas Tronchón, Harinita, le asomaron las lágrimas al mirar.
—Sí, señora, tiene usted razón. ¡Bien me hago cargo!
El de perro es mal oficio: la renta del capital está en razón directa de su riesgo. El de futbolista es un oficio azaroso, de premios y castigos inusuales, imprevistos. Blas Tronchón, Harinita, no suele pifiar los penaltys, aunque eso de tirar penaltys tenga también sus quiebras, sus preocupaciones y su azar.
COMENTARIO
EL BONITO CRIMEN DEL CARABINERO
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más bien alto — bastante alto
moreno de pelo — de pelo moreno
escurrido de carnes — enjuto
Weyler y Nicolau, Valeriano — general español (1838—1930). Actuó en las campañas de Santo Domingo y Cuba. Desató represiones contra los revolucionarios cubanos durante los años 1870 a 1873 de la Guerra de los Diez Años. En 1896 fue nombrado gobernador y jefe del ejército español en Cuba, en 1897 fue relevado
la Península — España
rayadillo m — tela de algodón, generalmente dril, con rayas azules, que se empleó antes para uniformes de verano de los soldados
andar tirado — aquí: andar desocupado
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tal odio llegó a cogerle a los perros — este empleo del pronombre "le" en vez de "les" anticipando el complemento es propio de la lengua hablada; cf. "dale recuerdos a los tuyos". En otra edición de este cuento aparece "...cogerles a los perros"
las cuatro cosas — en español, como en ruso, hay numerales que no indican una cantidad concreta y se emplean en sentido figurado: dos pasos, dos palabras, veinticinco colores, mil gracias, etc. "Cuatro" se usa en varios dichos, entre ellos, en "decir cuatro cosas" con el sentido de "reconvenir"
algo más repuesto ya — algo más fuerte ya
personas de alcurnia — aristócratas o nobles
a la tercera va la vencida — frase con que se atribuye carácter decisivo al tercer intento de realizar algo
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se mancó el matrimonio porque Eduvigis murió de unas fiebres de Malta — se hizo incompleto el matrimonio...; fiebres de Malta — мальтийская, или средиземноморская лихорадка
Satanás — сатана. El autor logra aquí un efecto cómico dando este apodo al propietario de El Paraíso
se fue haciendo a la idea de... — se acostumbraba a la idea
(las) puntas de París — clavos de cabeza plana y punta piramidal, hechos con alambre de hierro
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como agua de mayo — oportunamente, muy a propósito (porque las lluvias de este mes son muy beneficiosas para el crecimiento y granazón de los cereales)
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vino del Ribero — se trata del Ribero (Rivero) del Avia, comarca de la provincia de Orense, célebre por sus vinos
acabar como el (verdadero) rosario de la aurora —
a farolazos, es decir, acabar mal. La frase alude a la procesión de la Cofradía del Rosario, que recorre las calles cantando este rezo al asomar la aurora; en una ciudad los religiosos fueron dispersados por los habitantes a farolazos, lo que dio origen a este dicho
Belcebú — Lucifer, jefe de los espíritus del mal (Biblia)
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Miño — río de España (Galicia), que desemboca en el Atlántico. En su curso inferior sirve de frontera entre España y Portugal. Tiene cerca de 350 kms de longitud
novena / — actos religiosos (misas, oraciones, etc.) que se practican durante nueve días seguidos
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sacar en limpio — aquí: obtener
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la color — este sustantivo se emplea hoy como femenino solo en la lengua rústica. Algunos escritores lo usan a veces por arcaísmo, entre ellos Camilo José Cela (antiguamente, la lengua vacilaba entre "el color" y "la color", "el calor" y "la calor", etc.)
sacarles los dineros — en el español literario moderno se emplea "el dinero" con el sentido colectivo de "conjunto de monedas corrientes". Siendo una forma arcaica, "dineros" aparece en el habla rústica de Andalucía y algunos puntos de América, así como en refranes y dichos populares: "De dineros y bondad,
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quita siempre la mitad"; "los dineros del sacristán cantando se vienen y cantando se van", etc.
hurgarles en la bolsa — aquí: meter la mano en su bolsillo (para sacar dinero)
echar una firma delante del comisario a fin de mes — cobrar su sueldo a fin de mes, firmando un documento correspondiente
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traza f — aspecto de una persona por el que produce mejor o peor impresión
ni pararse demasiado en barras — no pararse en barras: atrepellar obstáculos o consideraciones
Paiva Couceiro, Henrique Mitchell (1861—1944)— militar y político portugués, monarquista, participante activo de una serie de guerras coloniales que hizo Portugal en África. Establecida la República en el país, residió mucho en España
cartujo m fig.— se aplica a un hombre que vive apartado del trato de la gente y de las diversiones
jenízaro m — soldado de infantería en la Turquía del Sultán; como adjetivo, significa "mezclado" o "mixto"
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Al Madureira — en España, entre gente del pueblo es frecuente emplear los nombres propios con artículo
Caga n'a tenda (portugués) — Caga en la tienda
tan fuera de sus cabales se ponía (informal) — tan fuera de sí se ponía
los vacíos — los espacios situados entre las costillas falsas y los huesos de la cadera
tute m — cierto juego de naipes
tal para cual fam.— expresión con que se denota igualdad o semejanza moral entre dos personas. Generalmente, se toma en mala parte
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pelucona f fam.— moneda de oro antigua, especialmente acuñada con la efigie de uno de los Borbones, hasta Carlos IV inclusive, porque llevaban peluca al estilo de la época
rayo m fig.— persona muy lista
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lo de la pobre Ermelinda — lo que pasó con la pobre Ermelinda
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hacer media — hacer punto de media
¡Como Madureira no tuviese mayor presencia de ánimo! — ¡Ah, si Madureira no fuera tan sereno y decidido!
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será — aquí: puede ser Pag. 61
¡Hijo de la grandísima...! — palabras groseras para insultar a uno
¡Tira para arriba! — tirar fam.: marchar en cierta dirección
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paraguazo m — golpe dado con el paraguas
LAS ANDANZAS DEL PEQUEÑO VERANEANTE
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las castañas de Indias — конские каштаны las castañas pilongas — castañas desecadas
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Descartes — Декарт
acerbo m — debe escribirse "acervo": conjunto de bienes no materiales, caudal
cénit m — es incorrecto. Debe escribirse "cénit" (o "Zenit", aunque es más raro)
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Llegado que hubieron — Apenas hubieron llegado; la construcción con "que" se emplea exclusivamente en la lengua literaria
al lugar en cuestión — al lugar mencionado
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los Luises — aquí: los reyes de Francia que llevaban el nombre de Luis
perdió pie — aquí: no se estabilizó ("perder pie" tiene también otro sentido: llegar a donde uno no puede estar de pie sobre el fondo sin sumergir la cabeza)
grácil adj.— lleno de gracia
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El tren expreso, ¡Quien pudiera escribir! —
se trata de dos famosos poemas del poeta español Ramón de Campoamor (1817—1901). El verdadero título del segundo poema es "¡Quién supiera escribir!" — palabras que leemos en la misma obra: ...¡Que me voy a morir! — ¿Morir? ¿Sabéis que es ofender al cielo?... — Pues sí, señor. ¡Morir! — ¡Que hombre de hielo! ¡Quién supiera escribir!
jipi m — sombrero de jipijapa
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devón m — aparato metálico de forma alargada, provisto de unas aletas que le hacen girar rápida-
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mente dentro del agua; lleva adheridos varios anzuelos
en ristre fig.— preparado para cualquier circunstancia en que sea preciso luchar. Proviene de la expresión "lanza en ristre", es decir, lanza afianzada en el ristre (hierro del peto de la armadura antigua)
no faltó nada,... para que...— estuvo a punto de ocurrir que...
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¿Hace? — ¿De acuerdo? Pag. 71
avatares m pl (galicismo) — vicisitudes, cambios chepudo adj., despectivo — que tiene una chepa
que tal vieron — que tal cosa vieron
RENFE — Red Nacional de Ferrocarriles Españoles
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manes m pl — sombras o almas de los muertos
guarda-jurado m — guarda que ha prestado juramento
caja f de cambios — caja que encierra los engranajes de los cambios de velocidad en un automóvil
congénere m — semejante, de la misma especie
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Esparta — ciudad y república de la antigua Grecia
copeja f — despectivo de "copa" (poco usado)
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jolgorioso adj.— muy alegre
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EL HACENDISTA
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Papús —a fines del siglo XIX un tal Papúss, francés de nacimiento, se exhibió en Madrid, en el Circo de Price, pasándose muchos días sin comer.
si no fuera por...— если бы не...
inflarse fig. fam.— enriquecerse
mira (tú) que...— comienzo de exclamaciones que expresan asombro mezclado con disgusto por lo que dice o hace otra persona
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¡Allá el país! — expresiones con "allá" (Allá tú, allá él, etc.) se usan con referencia a quien hace cosas que consideramos imprudentes y de que pueden sobrevenirle graves consecuencias
tercero interior derecha — tercer piso; "interior" significa que la vivienda no tiene vistas a la calle; derecha — a la derecha.
sacrosanto — sagrado, de gran veneración
la mala uva — el mal humor
imprevisible adj.— que no puede preverse
el benjamín de la troupe — benjamín: hijo menor y preferido de sus padres; "la troupe" es palabra francesa usada innecesariamente en español para designar a una compañía de teatro o de circo; aquí se emplea en sentido figurado
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mitad de susto, mitad de agradecimiento — aquí "mitad" es adverbio y como abreviación de "la mitad"
injeriremos — la forma correcta es "ingeriremos", del verbo "ingerir"
al par que — expresión conjuntiva que significa "a la vez que"
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duro m — moneda española de cinco pesetas
a fuerza de paciencia — por tener mucha paciencia
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aquí no cena ni el apuntador — aquí no cena nadie (ni el mismo padre)
DOS BUTACAS SE TRASLADAN DE HABITACIÓN
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aseo m de servicio — cuarto en que están servicios de higiene
empotrado — aquí: embutido en la pared
a la pata coja (loc. adv.) — dando saltos sobre un solo pie, mientras la otra pierna se lleva encogida
espada f de Damocles - símbolo de lo inestable en la vida; se debe a la anécdota siguiente: el rey de Sira-cusa Dionisio, deseoso de que su cortesano Damocles comprendiera cuan efímera es la dicha de la grandeza, le cedió su puesto en un banquete, pero colocando sobre la cabeza de Damocles una espada suspendida de una fina crin
con los nervios de punta — con los nervios alterados
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oreja f — aquí: saliente a cada lado del respaldo y perpendicular a él, puesto para servir de apoyo a la cabeza.
algo matilde, algo cocinilla— matilde (antonomasia) significa "criada"; cocinilla (fig. fam.) es "hombre demasiado entrometido en las faenas propias de las mujeres"
correrlos de sitio — trasladar los muebles de un sitio para otro
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portante m — paso de las caballerías en que mué-ven a la vez el pie y la mano del mismo lado. Se usa más con el verbo "tomar": tomar el portante (fig. fam.) significa "marcharse con cierta precipitación o brusquedad"
llorando a moco tendido fig. fam.— llorar muy aparatosamente, sin tregua
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Arquímedes — Аpxимед Newton — Ньютон
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échame una mano fig. — ayúdame
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garrido adj.— de buena estatura, fuerte chapucilla f — aquí: cosa de nada
LA NARANJA ES UNA FRUTA DE INVIERNO Pag. 87 f
alcotán m — especie de halcón que tiene rojizas las plumas de las piernas y de la parte inferior de la cola
conforme — aquí: según, a medida que
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barda f — cubierta de paja, ramaje o sarmientos asegurada con piedras o tierra sobre las tapias para protegerlas contra la lluvia
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por mor de (locución prepositiva) — por causa de perra (chica) f — moneda española de cinco céntimos de peseta. Actualmente, la moneda más pequeña es de 10 céntimos, llamada "perra gorda"
pan m de higo(s) — masa de higos secos, a veces con almendras, en forma de pan o torta
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pareja f — conjunto de dos guardias (aquí: de la guardia civil)
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para que espabilara — aquí: para que volviera en sí
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en comiéndome — el gerundio con "en" significa la anterioridad inmediata: luego que me hubiera comido...
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salmodia f fig. y fam.— canto monótono
EL SENTIDO DE LA RESPONSABILIDAD
O UN RELOJ DESPERTADOR
CON LA CAMPANA DE COLOR MARRÓN
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made in Germany (inglés) — hecho en Alemania Pag. 97
enamoriscadillo fam.— enamorado sin seriedad comprometido — aquí: el que prometió formalmente contraer matrimonio
de pequeña que era — como era pequeña
chatita, chata fam.— apelativo cariñoso, dirigido como requiebro chulo a las mujeres
por (en) jamás de los jamases fam.— nunca
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santo m — aquí: fiesta onomástica de una persona ganga f — aquí: cosa apreciable que se adquiere a poca costa
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goma f de estirar — trozo de goma en forma dé anillo que sirve para sujetar cosas
hecho un mar de lágrimas — llorando desconsoladamente. El participio "hecho" con un nombre, precedido de "un (a)" expresa que la cosa o persona de que se trata tiene el aspecto o está convertida en algo que expresa este nombre (hecho una sopa — muy mojado; hecho una fiera — muy enfurecido, etc.)
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alguna vez que otra (también: alguna que otra vez) — de vez en cuando
brisca f — cierto juego de naipes. Al principio del juego reparten tres cartas a cada jugador, sacando una para triunfo y robando del resto de la baraja hasta que se termina el juego
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el tonto del dueño — el dueño que era tonto
sin venir a cuento — inoportunamente
¡Qué remedio! — expresión familiar con que demostramos nuestra resignación por algo inevitable (¡Qué le vamos a hacer!)
AUTOBÚS A LA ESTACIÓN Pag. 101
matadura f — llaga o herida que hace el aparejo a la bestia
3HC — se trata de un camión soviético de preguerra «ЗИС»
el de la Fidela — el marido de Fidela; el artículo con nombres propios, sobre todo con los de mujer (la Fidela) se emplea mucho en el lenguaje popular
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a lo que íbamos — expresión con que uno muestra su intención de volver a hablar de una cosa, por regla general después de apartarse del hilo principal de la narración
letra f de molde — letra de imprenta
no solía hablar más que de palabra en palabra — era muy parco en hablar
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amolarsus — aquí: amolarse, palabra vulgar que significa aguantarse, fastidiarse, soportar un daño o sinsabor, porque no hay otro remedio
palier m (francés) — cojinete, pieza con que se ajusta una rueda en su eje
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acoplar vt — juntar una cosa con otra colocándolas de modo que no quede espacio entre ellas o que ocupen el menor espacio posible
liarse — meterse en un enredo
pareja f — v. com. de la pág. 91
emprenderla — con un nombre que significa golpes, principiar a realizar la acción de que se trata: la emprendió a bofetadas, a tiros, etc.
por los pelos loc. adv., fam.— con los verbos "llegar", "venir" significa "faltando muy poco para tardar"
LA ROMERÍA Pág. 106
romería f — fiesta popular que se celebra en el campo inmediato a un santuario o ermita el día de la festividad religiosa del lugar
saltó el ojo — sacó el ojo
18—0556 273
Pag. 107
sonado — se aplica este adjetivo a las cosas y personas de las que se habla mucho
...y todo — sirve para dar énfasis al enunciado de algo que se considera un detalle de importancia
a la vejez, viruelas — comentario que se hace cuando alguien obra de una manera impropia de su edad (generalmente, se aplica a los ancianos con aficiones y pretensiones de joven)
repipi(o) — calificativo aplicado a una persona redicha
lo bien que había caído su proyecto — su proyecto hizo buen efecto, les agradó a todos
Pag. 108
el plan Marshall — plan de la llamada "ayuda económica" de los EE.UU a Europa (1948)
¡Haberte acostado antes! — tenías que haberte acostado antes
Pag. 109
eso no se le hubiera ocurrido ni al que asó la manteca — "el que asó la manteca" es personaje proverbial, prototipo de necedad
torta f fam.— bofetada
perra f gorda — moneda de cobre de 10 céntimos de peseta
Pag. 110
decirle a todo amén — asentir o acceder a todo lo que otro dice o propone
una verdad como una casa fig. fam., — se dice de las verdades inconcusas, casi perogrulladas
274
Pag. 111
a la fuerza ahorcan — se dice cuando se nos ha acometido en cualquier sentido y no tenemos tiempo ni ocasión para defendernos; también se dice para expresar la imposibilidad de evitar las contrariedades de la suerte
Pag. 112
capón m — golpe dado en la cabeza con los nudillos o sólo con el del dedo medio
Pag. 113
colonia f — grupo de niños que pasan juntos las vacaciones fuera de la ciudad
nada más salir — apenas salió
Pag. 114
a burro muerto, cebada al rabo — refrán que dice que todo debe hacerse a tiempo y que uno debe ser precavido
rapto m — aquí: impulso, arrebato
Amadeo de Saboya (1845—1890) — rey de España, hijo de Víctor Manuel II de Italia. Coronado en 1870, renunció al trono tres años después, dado el desarrollo de la revolución en España
Pag. 115
estaban perdidos de resina — sufrieron grave daño a causa de la resina
tinte m — establecimiento en que se tiñen o limpian vestidos
ni qué niño muerto — se emplea para negar o rechazar algo que dicen otros (también: "ni qué ocho cuartos", "ni qué caracoles", "ni qué demonio", etc.)
se va a poner usted buena de resina — usted puede mancharse toda de resina
18* 275
Pag. 116
Rompan filas, ¡arm...! — Разойдись! (команда) merienda f — aquí: provisiones que se llevan para una excursión
de quinta en quinta — de unos quintos a otros
Pag. 117
a lo más que llegaban... era a dar...— como máximo, daban...
rasponazo m — raspadura fuerte o hecha por un objeto que pasa muy rápidamente
cafre m fig.— bárbaro
inflar el papo fig. finí.— presumir, vanagloriarse
Pag. 118
fondo m — aquí: lo que importa y está debajo de las apariencias
tenderete m — puesto de venta callejero en que se tienen las mercancías extendidas
rosquillera f — vendedora de rosquillas
Pag. 120
gilipollez f — tontería
pina f fig.— grupo de personas estrechamente unidas
Pag. 121
¡Pues estaría bueno! — expresión con que se afirma la decisión de no tolerar cierta cosa (~«Еще чего»)
Pag. 122
nirvana f fig.— enajenación de todas las preocupaciones, estado de tranquilidad y felicidad suprema
Pag. 123
no faltaban sino — faltaban sólo
276
Pag. 124
industria f — empresa industrial entretenido — aquí: interesante
EL GALLEGO Y SU CUADRILLA
Pag. 125
peón m — miembro de la cuadrilla, capeador; cuando el toro aparece, los peones le dan unos capotazos para "fijarle", logrado lo cual el matador le torea de capa
alguacil m — empleado interior de un ayuntamiento que ejecuta las órdenes del alcalde
Pag. 126
que no torean de luces — no torean vestidos con trajes de luces
paseíllo m — diminutivo de "paseo": desfile de la cuadrilla antes de empezar la corrida
semejante cornada — aquí: tanta, tal cornada. En esta construcción "semejante" tiene sentido despectivo y va siempre antepuesto
andar con más ojo — tener más cuidado
Pag. 127
no le apeaban el tratamiento — no suprimían el tratamiento que le correspondía
colora(d)o — castaño vivo, rojizo
escurrido — flaco
espabilar vt.— despabilar, despertar (aquí: hacer que se haga más bravo el toro, atrayéndolo con unos capotazos)
mantazo m fam.— capotazo, pase con el capote (la capa del torero)
(d)esgracia(d)o — se aplica despectivamente a una persona para significar que se le da poco valor
277
Pag. 128
pincho m fam.— aquí: el estoque del matador respetable m — el público
Pag. 129
te descabella — aquí: te mata instantáneamente con una cornada
BAILE EN LA PLAZA Pag. 130
novillero m — por regla general, los que aspiran a ser matadores de toros actúan durante un cierto período como novilleros, o sea matadores de novillos. Los toros que lidian son de menor tamaño o tienen algún defecto que no les imposibilite totalmente para la lidia (los toros tuertos, aquellos que tienen roma la punta de un cuerno, etc.). Se pasa de novillero a matador de toros cuando, a juicio del interesado, se ha cumplido su tiempo de aprendizaje y se domina toda la técnica necesaria para el ejercicio de su arte. En una breve ceremonia, llamada "alternativa", el espada más antiguo que actúa en la corrida cede su primer toro al novillero aspirante a matador y le entrega su muleta y estoque, y éste, a su vez, a aquél su capote de brega. El acto termina con unas palabras de camaradería y un apretón de manos o un abrazo de los dos toreros.
Pag. 131
pachulí m — cierta planta aromática y perfume de esta planta
no es que — no es porque
278
Pag. 133
tenderete m — v. com. de la pág. 118 correlativa f — dominó (juego)
a tortas (vulgar) — a bofetadas
MATÍAS MARTI, TRES GENERACIONES Pág. 135
hockeywoman — esta palabra inglesa inventada por Clarita se compone de "hockey" y "woman" y esta formada según el modelo de "postman" (cartero); puede significar "mujer que juega al hockey"
andar derecho — aquí: andar bien
Pág. 136
regencia f — aquí: la regencia de María Cristina de Habsburgo, regente de Alfonso XIII de 1885 a 1902
cristal m esmerilado — cristal mate y traslúcido
al tiempo que conj.— a la vez que
Pág. 137
rata m fam.— ladrón
gafe adj.— se aplica a la persona o cosa que da mala suerte
de cortos vuelos — de poca importancia o poco ambicioso
el cuento de la buena pipa — metafóricamente, lo que cansa y fatiga o lo que se hace pesado e interminable
echar los perros a uno fam.— reñirle duramente, avergonzarle
Zorrilla y del Moral, José (1817—1893)— poeta español romántico, muy popular; fue autor, entre otras obras, del famoso drama "Don Juan Tenorio" (1844)
279
Pag. 138
el día de la madre — el día del santo, cuyo nombre lleva la madre
la fiesta de la raza — la llamada "fiesta de la hispanidad"; se celebra el día en que Cristóbal Colón descubrió el Nuevo Mundo (12 de octubre)
estaba de malas — estaba desacertada
Pag. 139
¡Vamos (digo yo)! — expresión de asombro y disgusto
Renfe f — v. com. de la pág. 71 senatorial adj.— relativo al senado
EL FIN DE LAS APUESTAS DE DON ADOLFITO
Pág. 141
te fastidias — te molestas, no te gusta
faltar al respeto — no guardar el respeto debido
¡Va el duro! — ¡Apuesto el duro!
desmedrado adj.— enclenque
Pág. 142
mefistofélico adj.— de Mefistófeles, diabólico
bigote enhiesto, a lo kaiser — alusión a los bigotes de puntas erguidas que tenía el kaiser alemán Guillermo II
"La Gaceta" — nombre antiguo del periódico oficial donde se publican las leyes y disposiciones del gobierno español; ahora este periódico se llama "Boletín Oficial"
¿Hace? — v. com, de la pág. 69
280
Pag. 143
¡Vengan mis dos duros! — con la exclamación ¡Venga(n)! se pide algo que otro tiene en su poder
achares m pl — celos fam., se usa en la expresión "dar achares"
Pag. 144
tribunal m de oposiciones — conjunto de personas reunidas para juzgar en un concurso con el fin de adjudicar a alguien un empleo
vivir de un garito — mantenerse de una casa de juego clandestina
cañé m, gilé m, bacar(r)á f — ciertos juegos de naipes
Pag. 145
renta f saneada — renta con buenos beneficios, libre de gravámenes
dama de alcurnia — dama linajuda
trincar vt — atar fuertemente
chiflar vi — gustar cierta cosa a alguien con exageración
menopáusica — adjetivo de "menopausia", edad de mujer en que cesa la actividad de sus órganos de generación
Pag. 146
cacho boba — so boba; "cacho" se emplea familiarmente como sinónimo de "grande", predominando la construcción "cacho de + sustantivo"
¡Anda! — aquí: expresión de asombro
troncharse — aquí: troncharse de risa fam., caerse de risa
¡Ni que...! — como si... expresión que denota que cierta cosa podría ocurrir sólo si pasara lo que se dice a continuación, lo cual está muy lejos de pasar
281
¡QUIEN ME COMPRA LA DAMA Y EL NIÑO!
Pag. 148
dejó séquito — dejó seco, muerto en el acto de a palmo fig.— muy grande
Pag. 149
fue y... — ir y (más un verbo): expresión expletiva vulgar con que se empieza a exponer lo que uno ha hecho
los iguales — aquí: billetes de lagotería ("cupones de los ciegos")
los cuatro pescaditos — los ciegos de Cartagena nombran a los números de su lotería de la siguiente manera (se indican sólo los nombres que figuran en el relato):
87 — el pescado
81 — el matrimonio
17 — el barco
1 — el galán
42 — la estrella (el lucero)
75 — el gato
83 — la dama y el niño
Pag. 150
perra (chica) — v. com. de la pág. 90 duro m — v. com. de la pág. 78
Pág. 151
estable m — el que permanece en un sitio indefinidamente
282
VOCACIÓN DE REPARTIDOR Pag. 153
colonia f — aquí: agua de colonia
sopa f — aquí: guiso consistente en trozos de pan empapados en un líquido alimenticio
pelma amb.— persona fastidiosa, pesada o tarda
Pag. 154
despeluchados, desastrados — despeinados, sucios
cacharras f pl — aquí: vasijas, botellines de leche
TIMOTEO, EL INCOMPRENDIDO Pag. 156
Esquilo — Эсхилл
se cachondeaban de él — se burlaban de él
la que se armó — el escándalo que se armó punterazo m — aquí: puntapié
Pag. 157
cruzó a casa de Timoteo — cruzó la calle, dirigiéndose a casa de Timoteo
criterio m — aquí: juicio, discernimiento
el patadón fue de pronóstico — la patada fue muy fuerte
Si llega a estar... la hace abortar — si hubiera estado... la habría hecho abortar
Pag. 158
tasquero m — propietario de una tasca
¿Un caracolito, de tapa? — aquí: "tapa" es ración o fiambre que se sirve con la bebida
Pag. 159
estaba como gallina en corral ajeno — se sentía muy extraña o cohibida entre gente desconocida
283
Pag. 160
Vamos, ¡digo yo! — expresión de protesta o de enfado («Подумаешь!»)
Pag. 161
siento la mar — siento mucho
Pag. 162
por no despreciar...— por no ofender...
Pag. 163
sus labores — aquí: su criada
troupe f (francés) — v. com. de la pág. 76
había caído por Cebreros — se había encontrado en Cebreros
Pág. 164
había cogido el gusto al vino — se había entregado a la bebida
enganchando unas merluzas como pianos fam.— cogiendo grandes borracheras
interior т — regiones interiores del país
Pág. 165
no le era nada, pero que nada indiferente — no le era indiferente ni mucho menos
timo т — robo con engaño
espachurró — despachurró
hemíptero т — членистохоботное насекомое
Pág. 167
La misma que viste y calza.— Ella y no otra persona
284
Pag. 168
A la ocasión la pintan calva — frase con que se recomienda aprovechar las ocasiones cuando se presentan
cuando pasan rábanos, comprarlos — uno no debe desaprovechar la ocasión
¡Anda y que iba a dejar yo que se escapase esta sueca, con lo culta que es! — no puedo dejar que se me escape esta sueca que es tan culta
(¿Quiere usted que) su vino no se pique...? — ...su vino no se estropee?
¡Hombre, no sé! — la exclamación "hombre" aquí no va dirigida al interlocutor y se emplea cualquiera que sea el sexo de éste
Pag. 169
bache т fig. fam.— momento difícil
A eso iba — quería decir esa cosa
La Gioconda — obra maestra de Leonardo da Vinci, retrato de Monna Lisa, esposa de Francisco de Giocondo. Se encuentra en el Museo del Louvre
Pag. 171
sacar un genio de mil diablos — manifestar su mal genio, o sea, irritarse con facilidad por nada
tenía el vino atravesado — tenía mucho vino bebido
quedó hecho puré — quedó hecho pedazos
¡Cualquiera le gasta una broma! — en exclamaciones "cualquiera" sirve para expresar la duda de que alguien se atreva a hacer cierta cosa
realquilado т — persona que toma en alquiler la casa o habitación arrendada por otro para sí.
ad hoc (lat.) — "a esto, por esto"; se emplea como "adecuado, a propósito para una determinada función
285
Pag. 172
les había hecho la pascua — les había causado el perjuicio
no debió decir ni palabra — no debió de decir ni palabra. En la lengua hablada "deber" se emplea muy a menudo por "deber de" para indicar probabilidad
Casa de Campo — parque famoso de Madrid, antiguo jardín de los reyes
Pag. 173
vamos tirandillo — vamos tirando, o sea, seguimos viviendo, pero con dificultad; aquí es una respuesta informal a una pregunta de saludo y no tiene ningún otro sentido («Ничего»)
Pag. 174 A
A la Matilde, otra le quedaba dentro.— Matilde pensaba de otra manera
olla f exprés — olla de presión para cocer rápidamente las viandas
Pag. 175
dale que dale — frase con que se expresa la insistencia en una cosa
pan т de munición — pan de calidad inferior que se hace para los cuarteles, cárceles, etc.
capita f — diminutivo de "capa", pelerina
no se tomó (ganó) Zamora en una hora — frase proverbial con que se expresa que uno no debe impacientarse y pretender que cierta cosa importante se haga o se consiga con demasiada rapidez («не сразу Москва строилась)
parchís m — juego que se hace en un tablero dividido en cuatro casillas y diferentes espacios por donde han de pasar las fichas
286
water т — retrete dotado de agua corriente
Foch, Ferdinand — mariscal de Francia (1851—
1929) que se distinguió durante la primera guerra
mundial
Pag. 177
y usted que lo diga fam.— expresión de asentimiento
Pag. 179
suciejo — despectivo de "sucio"
¡Y si no, al tiempo! — expresión elíptica (algo como "y si no lo creen, dejémoslo al tiempo") con la cual se coníía a los acontecimientos que han de ocurrir la confirmación de lo enunciado
Pag. 181
Gabriel y Galán, José María (1870—1905) — poeta español lírico, uno de sus famosos libros se titulaba "Extremeños"
¿De dónde cuernos sacó Usted...— ¿De dónde diablos sacó Usted... aquí el vocablo "diablos" es como un inciso y no está ligado sintácticamente con otras palabras
Pag. 182
sacar a relucir el grado — mencionar su grado, dar a entender que es superior
es una muía de varas fig. fam.— persona torpe y bruta que hace su trabajo sólo por obediencia o hábito
(estaba) pasadito — forma diminutiva del participio de "pasarse" que significa "cometer alguna indiscreción o impertinencia por hablar mucho"
287
Sigún como se mire — según como se mire, o sea, depende («это как посмотреть»)
Pag. 183
estamos perdíos...— estamos perdidos, no hay que darle vueltas. No hay que darle vueltas significa (eso) está claro, indiscutible
extraño т — movimiento imprevisible y anormal
Pag. 184
Pernod — vino francés
echar una canita (o cana) al aire fig. fam.— divertirse
¿Me llegará? — aquí: ¿Podré pagar por todos?
Pag. 185
no faltaría más — aquí: expresión para rechazar con cortesía lo que se propone
consumición f — aquí: cosa pedida (para consumirla)
Cuba libre т — mezcla de ron o ginebra con un refresco de cola
batido т — cóctel т
Pag. 186
¡Pues que con su pan se lo coma! — la frase sirve para expresar indiferencia por lo que le ocurre a alguien
¡Pues anda, y que le den morcilla! — que se vaya al diablo
amolar vt vulgar — fastidiar
rebeca f — especie de jersey de mangas largas que se cierre por delante mediante un juego de botones
288
Pag. 187
se le cerraba en banda — se usa más la expresión "cerrarse a la banda": obstinarse en una actitud o respuesta
Pag. 188
remachar (bien) el clavo — insistir en una cosa hasta dejarla completamente clara
piernas т (fig., fam.) — aquí: hombre que se jacta de valiente
Pag. 189
chata f — v. com. de la pág. 97 Miguel Ángel — Микеланджело
Pág. 192
falta nunca un roto para un descosido — frase proverbial con que indicamos que por poco que sea el valor de una persona, nunca falta otra con la que pueda formar pareja
Pág. 194
culottes de punto — bragas de punto
Pág. 195
voz f tomada — voz algo ronca a causa de un estado catarral
militar т de paisano — militar vestido de paisano
Pág. 196
gato т fig. fam.— madrileño
Pág. 200
feto т — producto de la concepción (de una hembra) antes de su desarrollo
19—0556 289
Pag. 201
dar la cara — aquí: afrontar la dura realidad
¡АН, LAS CABRAS!
Pag. 209
preceptiva f literaria — conjunto de preceptos relativos a la ejecución de una obra literaria
Núñez de Arce, Gaspar (1834—1903) — poeta postromántico español, cultivó la poesía filosófica y el drama
Ramón de Campoamor (1817—1901)—poeta postromántico español, escribió poemas de pretensiones filosóficas, matizados de sentimentalismo. Debe su popularidad a las obras en que imita con maestría el estilo popular
Pag. 210
Alfonso XII — rey de España (1857—1885). En 1878 realizó su matrimonio con la infanta Mercedes que pronto falleció. Un año después casó en segundas nupcias con María Cristina, archiduquesa de Austria.
Mazzantini y Eguía, Luis (1856—1926) — célebre torero español
vitriolo т — ácido sulfúrico concentrado
LA COSTILLA DE ADÁN Pag. 213
Adán — nombre bíblico del "primer hombre, padre del género humano"
in stricto sensu (/ai.) — en sentido estricto
Casería — ciudad de Italia, al norte de Ñapóles
290
Pag. 214
¡Válganos Dios! — aquí: expresión de sorpresa media filiación f — documento de identidad
dejar en blanco el apartado de natural de...— no escribir nada después de las palabras "Natural de..."
Pag. 215
Guadiana — río de España y Portugal. Desemboca en el Atlántico. Tiene cerca de 800 kms. de longitud
a orillas de — locución prepositiva, empleada aquí en el sentido de "orilla de" (forma popular que significa "junto a", "cerca de")
Somerset — condado del Suroeste de Inglaterra
arrimar el ascua... a la sardinita — El autor emplea el dicho "arrimar el ascua a su sardina", que significa "aprovechar la ocasión en beneficio propio", "defender lo que nos pertenece o nos acomoda". José María Iri-barren en su libro "El porqué de los dichos" (2a ed., Madrid, 1956, pág. 199) cita la opinión de Rodríguez Marín sobre el origen de este dicho: "Dicen algunos que antaño solían dar a los trabajadores de los cortijos sardinas, que ellos asaban en la candela (en la lumbre) de los caseríos; pero como cada uno cogía ascuas para arrimarlas a su sardina, la candela se apagaba, por lo cual tuvieron que prohibir el uso de ese pescado".
Pág. 216
sumario т — conjunto de actuaciones judiciales en que se relata un suceso con todos los datos que pueden servir para preparar el proceso
ENTRE LA ESPADA Y LA PARED Pág. 217
de ordago fam.— expresión ponderativa con el significado de "muy grande", "muy bueno", etc.
19* 291
Pag. ¿id
se va a armar la gorda — se va a armar un escándalo
¡Ni mujer, ni cascaras! — aquí: expresión de enfado («Какая я тебе к черту жена!»)
MUEBLES A PLAZOS Pag. 221
ni qué decir tiene — huelga decirlo, está de más decirlo
masoquista amb.— aquí: persona que goza con verse maltratada por otra
Pag. 222
la última guerra — aquí: la segunda guerra mundial
a quien nada se le pone por delante — quien se lanza a hacer las cosas sin reparar en ningún obstáculo o inconveniente
ni corto ni perezoso — aquí: inmediatamente, sin pensarlo dos veces
Pag. 223
Ivanhoe — «Айвенго»
AMADIS DE GAULA Pag. 225
Amadís de Gaula — personaje de la célebre novela de caballerías del mismo nombre, publicada en el siglo XVI. Era un perfecto caballero sin miedo y sin tacha
con el alma colgada de un hilo — con un gran temor
292
Far West — El "Lejano Oeste", nombre dado por los norteamericanos a los territorios situados al oeste del país, más alia del Mississipí
Pag. 227
preferían al malo y al aparato de televisión en funcionamiento, a la heroína en libertad — deseaban más ver al malo y el aparato de televisión en funcionamiento, que a la heroína en libertad
¿Es que no veían...? — ¿acaso no veían...? («разве они не видели...?»)
(ciclo de la) Table Ronde (Tabla redonda) — serie de poemas y relatos (s. XII—XIV), que se desarrollan en Bretaña. Sus héroes principales son el rey Arturo, Lanzarote, Parsifal y el mago Merlín
desfacedores de entuertos — deshacedores de agravios
EL BONITO NUMERO
DEL ATAÚD DE LA SUERTE
Pag. 229
gafe — v. com. de la pág. 137
(Pero) he aquí... que — expresión demostrativa («вот»)
trasponer el umbral — atravesar el umbral (sobre) poco más o menos — aproximadamente
Pág. 230
no más que — solamente
entierro de primera — entierro muy solemne y pomposo («похороны по первому разряду»)
farolero т — persona que hace cosas para distinguirse
contra viento y marea — a pesar de todos los obstáculos o dificultades
293
después de hacerle un poco el artículo — después de encomiarlo (el ataúd)
a precio de ganga — a muy poca costa
somos de las mismas carnes — somos de la misma complexión
le estaría como un guante — le estaría muy bien, ajustado
Pag. 231
un ataúd de señor — un ataúd de lujo, que denota gran distinción
con un hilo de voz — con una voz muy débil
y que uno glosa — aquí: y que el autor explica, comenta
Pag. 232
¡pero que muy raras! — verdaderamente, muy raras
EL ABRELATAS DE ORO Pag. 233
bonito т — pez muy parecido al atún Pag. 234
estar al cabo de la calle — estar enterado del asunto de que se trata
Pag. 235
que había designado la gerencia — a quien había designado la administración
tontín — diminutivo cariñoso de "tonto" («глупенький»)
apalominado — que parece un palomino, o sea, joven inexperto, candido
sin dar pie con bola (no dar pie con bola) — equivocarse muchas veces seguidas, no acertar en las cosas
Pag. 237
Carolina Miller — escritora norteamericana contemporánea (n. en 1903), autora de varias novelas, algunas de ellas premiadas
UN TAXI DE PUEBLO Pag. 239
sobre poco más o menos — aproximadamente noctivago y deambulatorio — noctivago: que vaga durante la noche (se aplica a los animales); el adjetivo "deambulatorio" está formado por el autor del verbo "deambular" que significa" "andar sin objetivo determinado"
Pag. 240
¡Vamos, (digo yo)! — expresión de enfado o de protesta; también se emplea para incitar a hacer algo
EL SEÑOR AGENTE
Pag. 244
que en su vida habia levantado semejante expectación — que nunca había levantado semejante expectación
Pag. 245
Isabel la Católica (1451—1504) — reina de España, hija de Juan II de Castilla y de Isabel de Portugal. Su matrimonio con Fernando V de Aragón contribuyó a la unidad nacional. Durante su reinado Cristóbal Colón descubrió América (1492). Aplicaba una política religiosa intransigente: instituyó la Inquisición, expulsó del país a los judíos, convirtió por la fuerza a los árabes
295
LAS CORBATAS Pag. 248
histriónico — adjetivo de "histrión" (actor, bufón) multicopista т •— máquina para obtener copias de dibujos o escritos hechos a mano o con máquina de escribir sobre clichés de papel especial no echaban... en falta — no sentían
Pag. 249
Frank Sinatra — actor cinematográfico y cantante de jazz norteamericano. Nació en 1917, se retiró de la vida artística en 1971
Pag. 350
betanceiro (más correcto, betanzeiro) т — habitante de Betanzos, ciudad de la provincia de La Coru-ña (a este sustantivo gallego le corresponde en español la palabra "brigantino")
FÁBULA DEL CARNERO DE ORO
Pag. 251
La Fontaine — famoso poeta y fabulista francés Jean de La Fontaine (1621 — 1695). El epígrafe dice:
"¿Quién me va a decir, después de este relato, que las bestias no tienen inteligencia?"
...lo arropa bien arropado — construcción ponderativa (verbo + bien + participio del mismo verbo), propia del español coloquial («хорошенечко его укутывает»)
naranja (de) grano de oro — variedad temprana, sin ningún resto de acidez, pero más insípida que la corriente
296
a los elegidos no suele importarles... el decorado para su ulterior realización — no les importa habitualmente la forma en que van a ser utilizados
ordenancista amb.— mantenedor escrupuloso de las ordenanzas o reglamentos, persona muy formal
ág. 252
las cuatro reglas — las cuatro operaciones fundamentales en matemáticas
sacude candela — da golpes
fue muy del gusto de (los) aficionados — gustó mucho a los aficionados
una ovación cerrada — una ovación grande, tempestuosa
graderío т — conjunto de gradas en el estadio o la plaza de toros; aquí: el público que se encuentra en el estadio (este fenómeno estilístico se llama metonimia)
Pag. 253
hacer oposiciones — buscar posibilidades para ocupar un empleo (mostrando su competencia en ejercicios realizados ante un tribunal que elige a quien ha de ocupar este empleo)
¡Como saber, saber...! — expresión de inseguridad: el que responde a la pregunta no se atreve a decir "como saber, (saber) no"
listillo — diminutivo de listo (astuto, mañoso)
Estanislao está muy imbuido de su papel — está muy empapado de su papel
Pag. 254
la fuerza pública — aquí: la policía
darles aire — moverlo delante de ellos, usando algo a modo de abanico, para reanimarlos
297
(ganado) morucho —novillo que torean los aficionados; le ponen bolas en las puntas de los cuernos para que no pueda herir con ellos
mansurrón — despectivo de "manso"
sacude estopa fam.— da golpes
Pag. 255
(La primera parte de la vida de) Guzmán de Al-farache — novela picaresca de Mateo Alemán publicada en Madrid en 1599. La fama del libro (23 ediciones en 6 años) hizo tentar fortuna a un valenciano, Juan Martí, quien publica en 1602 una segunda parte del "Guzmán" con el seudónimo de Mateo Lujan de Saavedra. Quiza interese señalar que Mateo Alemán en su verdadera segunda parte (Lisboa, 1604) hizo aparecer un Saavedra que se vuelve loco y dice que él es Guzmán. Sin embargo, se reconoce que en el "Guzmán" apócrifo hay muchas cosas que no se deben al plagio.
COMO A PERRO POR CARNESTOLENDAS Pag. 256
como con perro por carnestolendas — Carnestolendas — nombre aplicado a los días de carnaval en el calendario eclesiástico; las palabras citadas aluden a la costumbre antigua de mantear a los perros por Carnaval y de hacerles víctimas de las mayores jugadas
Marcos de Obregón — se trata de las "Relaciones de la vida del escudero Marcos de Obregón", novela picaresca, escrita en 1618 por Vicente Martínez de Espinel
Pag. 257
Que no hubiera fallado el penalty — que no hubiera tirado fuera de la portería al efectuar el tiro libre desde 11 metros
298
afinar la puntería — apuntar mejor para dar en el blanco (aquí: para marcar)
un chut — tiro en el fútbol
siete veces internacional — formó parte 7 veces de la selección nacional, participando en los encuentros internacionales
Pag. 258
gasta medio tacón — calza zapatos de tacón medio duerme de redecilla — duerme con la redecilla puesta para tener recogido el pelo
ir... a general — aquí: ocupar las localidades más baratas
andan mejor de cuartos fam.— tienen más dinero diábolo т — jugete que consiste en un objeto formado por dos conos unidos por sus vértices (igual que un reloj de arena), que se lanza al aire imprimiéndole un movimiento de rotación muy vivo, mediante un cordel sujeto al extremo de dos varillas
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es malo de llevar con paciencia — es poco tolerable gasta tacón cubano, como los cantaores — gasta tacón alto, como los cantadores de canto flamenco cachondeo т vulg.— burla
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antruejo т — los tres días de Carnaval
M. DEIEV
ÍNDICE
Творчество Кампло Хосе Селы 3
Camilo José Cela y su obra 23
Novelas cortas y cuentos
El bonito crimen del carabinero .... 45
Las andanzas del pequeño veraneante . 63
El hacendista 75
Dos butacas se trasladan de habitación 80
La naranja es una fruta de invierno . . 86 El sentido de la responsabilidad o un reloj despertador con la campana de
color marrón 96
Autobús a la estación 101
La romería 106
El Gallego y su cuadrilla 125
Baile en la plaza 130
Matías Martí, tres generaciones .... 135
El fin de las apuestas de don Adolfito 141
¡Quién me compra la dama y el niño! 148
301
Vocación de repartidor 152
Timoteo, el incomprendido 156
¡Ah, las cabras! 209
La costilla de Adán 213
Entre la espada y la pared 217
Muebles a plazos 221
Amadís de Gaula 225
El bonito número del ataúd de la suerte 229
El abrelatas de oro 233
Un taxi de pueblo 238
El señor agente 242
Las corbatas 247
Fábula del carnero de oro 251
Como a perro por carnestolendas .... 256
Comentario 261
Редактор Т. Шишкина
Издательский редактор Т. Лопес
Художественный редактор Л. Шканов
Технический редактор И. Володина
Подписано к печати 2/VI 1975 г. Формат 70x901/32.
Бум. л. 43/4. Печ. л. 22,23. Уч.-изд. л. 12,15.
Изд. Wi 10433. Заказ 0556. Цена 52 к.
Издательство «Прогресс» Государственного комитета
Совета Министров СССР по делам издательств, полиграфии
и книжной торговли Москва Г-21, Зубовский бульвар, '¿\
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типография f& 7 «Искра революции» «СоюзполиграфпроМ'1'
при Государственном комитете Совета Министров СССЙ1 п»
делам издательств, полиграфии и книжной торговли
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